lunes, 19 de mayo de 2014

FLORENCE NIGHTINGALE. MUJER INMORTAL



Aristócrata, menuda, con la energía de un ciclón, “inventó” y organizó por sí sola la asistencia sanitaria a los soldados en el frente

EL ÁNGEL DEL SOLDADO EN CRIMEA

FOTO 001 Estatua de Florence Nightingale

¿Scutari? ¿Dónde está Scutari?
Es un pueblo junto al Bósforo, frente a Constantinopla. Allí los turcos han cedido a los ingleses un viejo y enorme cuartel transformado en hospital. A este hospital llegan en masa desde Crimea los enfermos y heridos. Una vez que haya llegado a Scutari, tendrá…

La señorita Florence Nightingale, sólo quería saber de su interlocutor, el ministro de la guerra sir Sidney Herbert, dónde se encontraba Scutari, para poder ir. Lo que tendría que hacer, una vez llegada, era asunto suyo; no era una persona dispuesta a recibir instrucciones. Y cuanto hizo, durante los dos años de la guerra en Crimea, no fue milagroso, pues ninguna criatura humana hace milagros, pero todo aquello bastó para convertirla en un mito, colocándola en la cumbre de la admiración colectiva, a la misma altura que los héroes que alimentan los entusiasmos del pueblo. También ella era una heroína.

Durante dos años, el hospital militar de Scutari fue su casa y su templo, pero principalmente su campo de arar y escardar. Con riesgo de la vida, renunciando al reposo, comprometiendo todos los recursos físicos y morales de que disponía, no cesó de velar junto a los soldados llegados a millares, heridos y enfermos, desde el frente de combate. Y volcarse para sanarlos, ayudada por las enfermeras a sus órdenes. Emanaba de ella tal magnetismo que nadie se atrevía a negarle las cualidades de jefe; no era la superintendente de las enfermeras, sino de todo el hospital, incluidos los médicos. Entre sus poderes absolutos se contaba también el de aceptar enfermeras católicas, supremo escándalo para los protestantes.

Solamente las autoridades turcas habían acabado convenciéndose de que el viejo y destartalado cuartel de Scutari se había convertido en un verdadero hospital. En realidad, habían cedido un conjunto de barracones sucios, abiertos a la intemperie y a un tufo maloliente, sin la más “mínima esperanza de habilitación; en uno de los pabellones no se encontró más que el cadáver de un general ruso, mordisqueado por los ratones. Y si esto era macabro, no lo era menos el resto de las construcciones, cuyas estancias exhalaban gases mefíticos. La primera tarea de las enfermeras encabezadas por la señorita Florence no fue la de curar a los soldados, sino la de limpiar y desinfectar; la de transformar kilómetros de tela en vendas, en sábanas, en almohadas, en gasas.

Trece ollas turcas fue cuanto se obtuvo para la cocina del hospital; el agua era escasa ya para un centenar de pacientes, y más lo fue cuando los hospitalizados llegaron a ser a millares. Para hacer fuego no había más que leña verde, y el humo que despedía hubiera asfixiado hasta a los paquidermos. Y mientras tanto, desde Sebastopol, mandaban hacia Scutari, en abarrotados convoyes de barcos, cada vez más heridos, más y más enfermos.

Disentería, escorbuto, congelación, diezmaban las tropas. Por si fuera poco, desde el frente se descuidaba el informar al hospital sobre los nuevos envíos de despojos humanos, con lo cual las remesas eran tan frecuentes como inesperadas. Muchos de los desgraciados que desembarcaban en Scutari estaban ya en la agonía.

Mientras los oficiales que habrían tenido que acogerlos perdían la cabeza, las enfermeras de la señorita Florence, a cada desembarco, se precipitaban, desesperadas, pero tenaces, a llenar de paja cuantos sacos eran necesarios; pronto hasta los sacos y la paja faltaron y los nuevos arribados fueron tendidos en el suelo, sobre los húmedos pavimentos, en los pasillos verbeneantes de parásitos, así como en las camaretas. El hospital estaba cerca del caos; la deficiencia de los servicios higiénicos no ayudaba a matarlos: No sólo no había posibilidad de organizar la vida de los hospitalizados, sino ni siquiera su muerte, ya que incluso faltaba sitio para enterrarlos.

FOTO 002 Reproducción de la condecoración que la reina Victoria entregó a Florence Nightingale a su vuelta de la guerra de Crimea y el brazalete de enfermera que “el ángel del soldado herido” llevaba en Scutari.

En aquella tempestad, Florence Nightingale conservó la mente lúcida y continuó siendo dueña y señora de sus nervios. Tenía dinero, en parte suyo y en parte recaudado por ella. Como una exhalación se lanzó a las tiendas y mercados de Constantinopla, comprando todo lo comprable, desde catres hasta cepillos para rascar paredes y suelos, pasando por lana para mantas, palanganas, tazas y velas. Y cuando en el hospital no quedaba sitio ni para medio hombre, y sabiendo que estaban llegando ochocientos entre enfermos y heridos, hizo reconstruir en pocas horas un ala del cuartel que había sido destruida por un incendio, pagando a los obreros de su bolsillo porque la administración militar se negaba a ello. En tal forma aquellos ochocientos nuevos despojos tuvieron donde reposar. En pocas semanas, las cocinas fueron perfectamente aseadas; no faltaba la comida ni tampoco el agua. Ya nadie yacía por los suelos de los pasillos; el jabón había derrotado, si no a todos los parásitos, al menos a una gran parte de ellos.

Florence Nightingale había organizado la reconstrucción del hospital como si tuviese profundos conocimientos de arquitectura, de cocina, de medicina, pero, sobre todo, de psicología, ya que para cada uno tenía las palabras justas, tanto para los generales como para los ordenanzas, y sobre todo para quienes ella llamaba “mis hijos” y que no eran mucho más jóvenes que ella: eran los soldados a quienes tenía que curar; prepararles, tal vez, para la curación, o tal vez, por desgracia, para su muerte.

Estos “hijos” la adoraban. Mientras inútilmente continuaba el asedio a Sebastopol, decían:
Si estuviera ella allí mandando, ésta habría caído ya”.

FOTO 003 Florence Nightingale en una sala de su hospital, en Scutari. A su llegada había encontrado grandes habitaciones vacías y sucias, donde ni la paja era siquiera suficiente para acostar a los heridos: una situación terrible, de pesadilla, a la que la enérgica mujer supo hacer frente y mejorarla en pocos meses. Creó, puede decirse que de la nada, un hospital decoroso que, aunque todavía muy incompleto, por lo menos ya no mataba a los heridos, como sucedía antes a causa de las malas condiciones higiénicas.

Quienes asediaban la ciudad de Crimea, eran, en 1855, once mil, acampados en los montes; y los hospitalizados en Scutari ascendían a diez mil. Esto demostraba cuán catastrófica había sido la guerra y cuán providencial la obra de la señorita Florence. Cuando ella aceptó la invitación de los oficiales y se acercó a Balaclava y desde allí al campo de batalla, se dio cuenta de su popularidad; fue aclamada  por las tropas como se aclama a un general victorioso; dejando a un lado la retórica, se había convertido, de verdad, en el “ángel del soldado herido”.

Había realizado una gran revolución. Como escribiría uno de sus colaboradores, “enseñó a los oficiales y a los funcionarios a tratar a los soldados cristianamente”. Para llevar a cabo todo esto, hace más de cien años, se necesitaba disponer de poderes excepcionales, y nadie habría sospechado que los poseía la pequeña señorita de ojos grises que, mientras cabalgaba entre los campamentos del frente, miraba con ternura a aquellos “hijos” suyos, pensando ciertamente en sus hermanos, a los cuales había enjugado la sangre, o a los otros a quienes había cerrado los ojos.

Contagiada, también ella enfermó. Dos semanas estuvo entre la vida y la muerte, presa del tifus crimeano. Pero permaneció en su puesto hasta el final de la guerra, que la sorprendió convaleciente. Concluida la paz, volvió a la patria con los últimos, cuando ya en Londres se había constituido un comité de Lores, ministros y altas personalidades para crear en su honor un “fondo Nightingale”, destinado a la instrucción y protección de las enfermeras. Los soldados contribuyeron al “fondo” recogiendo en una colecta nueve mil libras esterlinas. La reina Victoria, por su parte, envió a Florence una joya “en señal de estima y de gratitud por su devoción hacia los valerosos soldados”.

SU NOMBRE QUIERE DECIR ABNEGACIÓN
¿Ventanas para los caballos? No querrá hacerme creer que la señorita Florence habla en serio.

Desgraciadamente, es en serio. Desde hace tiempo se ha volcado sobre este tema: en primer lugar, me ha hablado a mí, con gran convicción, y después ha insistido en una carta dirigida al ministro. Creíamos que se trataba de una broma; pero ya la conoce. Florence Nightingale es la única ciudadana inglesa incapaz de bromear.

Vamos a ver. ¿Ella quiere que los caballos del cuartel puedan asomarse a ver el panorama? Eso es. Dice que de esto ella entiende más que nosotros, y que para su salud y para su brío, los caballos, en la cuadra, tienen absoluta necesidad de asomarse. Sostiene que basta con ojos de buey, como los barcos.

Pero la labor de la señorita Florence, ¿no es la de ocuparse de la salud de los soldados, doctor Sutherland? ¿De qué manera los caballos forman parte de su misión? No soy yo quien se lo tengo que explicar, señor Galton. Nadie puede decir qué es lo que está fuera de la esfera de acción de la señorita Florence. Todo cuanto vive en el cuartel es de su competencia, incluidos los piojos. Por consiguiente, también los caballos.

De acuerdo, doctor Sutherland. Escríbala diciendo que se construirán ventanas en los establos, pues si no lo hiciésemos, enfermarían. Dígale que todos los caballos podrán mirar afuera, si tienen la amabilidad de mantenerse  en las patas posteriores, y apoyar las anteriores en la pared. Creo que es lo mínimo que se puede pedir a su capacidad de cooperación. De esta forma, en junio de 1863, el señor Galton, que dirigía los trabajos de construcción de un cuartel modelo para la caballería inglesa, y el doctor Sutherland, superintendente de la sanidad militar, hicieron, entre otras muchas cosas, también esta con claraboyas. En adelante, los caballos del ejército pudieron ver desde su casa el paisaje, gracias a Florence Nightingale.

Es difícil, si no imposible, aceptar la idea de que un apóstol como Florence Nightingale pudiese pertenecer a una época y a un país que no fuese la Inglaterra victoriana. Su personalidad e intransigencia reflejaban, en su temperamento, esa especie de labor humanitaria que, en la segunda mitad del siglo XIX inglés, tendía a transformar las relaciones entre las clases sociales, en la medida en que los privilegiados aceptaban la idea de que la miseria no era una culpa. La convicción de que los soldados pudiesen resignarse al deber de dejarse matar por los enemigos, pase; pero no por la avaricia de sus compatriotas; ésta fue una idea que maduró en la mente de Florence Nightingale gracias al tiempo y al lugar en que vivió.

FOTO 004 Florence Nightingale a la cabecera de un herido, bajorrelieve en escayola de la capilla del hospital St. Thomas de Londres, fundado por ella misma.

Este típico personaje inglés era italiano (parezca o no paradójico), ya que nació en Italia el 12 de mayo de 1820, y en Italia transcurrió el primer año de su vida. Pero sus padres pertenecían a la aristocrática y rica sociedad inglesa y viajaban como turistas por Italia; un turismo muy particular, pues hay que tener en cuenta que allí permanecieron más de tres años. Entonces los señores no viajaban con billete de ida y vuelta. Su hermana mayor había nacido, un año antes, en Nápoles y por esto se llamaba Parthenope. La señora y el señor Nightingale habían decidido dar a sus hijos el nombre del lugar de nacimiento; así, para evitar Trivandrum al segundo, Ostrow Mazowiscka, en vísperas del nuevo parto, se establecieron en Florencia. Incluso en inglés, Florencia es un nombre bonito.

Traduciendo su nombre completo éste sería: Florencia Ruiseñor: Florence fue un nombre que se difundió mucho en Inglaterra, mientras que antes de la popularidad de la señorita Nightingale no se utilizaba prácticamente; todavía hoy muchas mujeres lo llevan, ignorando quizá su significado y su origen. Florence Nightingale conocía muy bien estas dos cosas. Quiso a Florencia con todo su corazón y la visitó, cuando era todavía joven, en varias ocasiones, y quiso a Italia con el ardor típico que enciende  a ciertos ingleses espirituales y cultos, cuando se dan cuenta de la atracción que encierra.

Protegió como mejor pudo a los patriotas italianos que, cuando ya estaba en su madurez, luchaban por la libertad y la unidad de su país, incluso en el destierro. Quiso conocer a Garibaldi, que fue a visitarla cuando estuvo invitado en Londres en 1864. Lo definió “noble y heroico”, aunque su idealismo  le pareciese “utópico”. Fue una niña difícil de gobernar, incluso para una familia en condiciones de ofrecerle una educación refinada y comodidades de todo tipo, en los castillos y en las villas de su familia. Durante su adolescencia estuvo en contacto con la más alta aristocracia y con las personas de mayor influencia de Gran Bretaña. Duques y príncipes fueron los compañeros de su infancia y la enseñaron a bailar, a conversar y las fórmulas elegantes del comportamiento. Pero no a vivir: no tuvo maestro que la enseñase la vida; aprendió sola, a su manera. Encerrada en sí misma, terca, a menudo afligida, fue para su madre, a diferencia de ella, extrovertida y frívola, la hija en la que aquélla encontraba su apoyo y su estímulo.

A los diecisiete años escribió en su diario lo que después se convertiría en los cimientos y en la fuente de su vida entera: “Dios me habló y me llamó a su servicio el 7 de febrero de 1837. Un espíritu reflexivo y un ánimo profundo no podían sino atribuir un alto significado a una expresión como ésta, por ambigua que pareciese.

Sin embargo, ¿qué entendía al escribir “Dios me habló, me llamó”? ¿Había oído una “voz”, como Juana de Arco? ¿Tendría quizá ella también que hacerse guerrera o era esa recóndita llamada que hace de una joven una monja y la encierra en un convento? No era una guerrera y menos aún una contemplativa. Mística, sí, pero una mujer de acción. Como buena protestante, profesaba una fe ardiente aunque no fuese muy aficionada a las prácticas religiosas. Su elección fue hecha el día en que pidió de improviso un consejo al filántropo americano Ward Howe, huésped de su familia:

Doctor Howe, ¿sería extraño o inconveniente, en una muchacha inglesa como yo, dedicarse a obras de caridad en los hospitales?
Sería una decisión insólita, mi querida señorita Florence. Pero si ésta es vuestra vocación, actúe como le inspire su corazón. Jamás es extraño o inconveniente hacer el bien a los demás. Que Dios la bendiga.

Todo lo que se sabía hacia 1840 de los hospitales ingleses era que olían mal; tanta era la suciedad que se amontonaba en los pasillos fríos, oscuros, tétricos, donde los enfermos sólo disponían de catres miserables. (En los demás países no era diferente; si acaso, peor). Las enfermeras no estaban más limpias que los enfermos, y su trabajo agotador, por el gran número de aquéllos, no acarreaba ningún alivio de nadie; no existía relación entre esfuerzos y resultados. La mayor parte moría si no en el hospital, de hospital. El hospital en sí era ya una enfermedad incurable. Los enfermos morían debido al ambiente malsano, al frío, a la humedad, a los parásitos, a la insoportable suma de miasmas.

FOTO 005 Florence Nightingale visita un cementerio militar cercano a un hospital militar en Crimea (dibujo de la época).

El porqué una joven de la aristocracia, educada en el lujo de moradas fastuosas, sintiese esta vocación, que la inducía a seguir la quinta de las obras de misericordia dictadas por la fe: “visitar a los enfermos”, y no otra cualquiera, resulta claro si pensamos en la “voz” que la señorita Florence dijo haber escuchado el 7 de febrero de 1837: “Dios me llamó a su servicio”.

Esta era su misión, aunque no la comprendiera tan rápidamente. Se dio cuenta de ello no mucho después, estando a la cabecera de dos mujeres moribundas: su abuela y la vieja ama de llaves. Entonces intuyó que los enfermos del cuerpo a menudo también lo son del alma, y que no hay derecho a abandonarles en su sufrimiento y en su soledad, sin hacer algo para atenuar ambos males.

Antes de todo esto, sus pasiones de adolescente se reducían a ciertas amistades morbosas con sus amigas; ya que no estaba de acuerdo ni con su madre ni con su hermana, a las que consideraba demasiado frívolas, cedía a los “amores”, como ella decía, por esta o aquella de sus amigas: por su prima Marianne Nicholson, o por la joven Selina, a quien dirigía extrañas y ardientes cartas, o por la hija de Byron, lady Lovelace. En cuanto a los jóvenes que se dirigían a ella con propósitos matrimoniales, su juego preferido, aunque cruel, era el de ilusionarles primero para rechazarles después.

El matrimonio (se daba cuenta inconscientemente) la habría impedido responder a la gran llamada. Después de una ruidosa ruptura con su madre y con su hermana (otras reconciliaciones y rupturas seguirían a ésta) dio su primera respuesta. La madre y la hermana la habían casi doblegado a una especie de esclavitud, impidiéndola vivir a su manera, ahogándola por exceso cariño, pero también por su excesivo egoísmo. Después de una violenta discusión, que tuvo lugar en Karlsbad, Florence partió. Ya era mayor de edad, y quería convertirse en dueña y señora de su destino. Lo buscó en el gran Hospital alemán de Kaiserswerth, donde fue acogida como alumna para enfermera. Allí conoció el sacrificio y la renuncia. Disponía de diez minutos para cada comida; el resto del día lo pasaba en las salas para niños, ayudando también en las operaciones quirúrgicas. (Por aquel tiempo, a ciertas hermanas enfermeras les estaba prohibido fajar a los recién nacidos que tuviesen la desgracia de pertenecer al sexo masculino).

En Kaiserswerth los métodos de cura eran tan primitivos como en los demás hospitales, pero no se permitían negligencias. Se podía errar por ignorancia, mas no por mala voluntad. En cualquier caso, Florence Nightingale aprendió allí los principios de la profesión a la que quería dedicarse. Y después de nuevas peleas con su madre y su hermana, que no se resignaban a reconocer su independencia y que consideraban improcedente, para una Nightingale, hacerse una especie de criada para enfermos, se refugió en París, donde frecuentó las salas de un hospital en la rue du Bac, para completar su aprendizaje. Grandes acontecimientos la esperan a su vuelta a Londres: consigue poder vivir sola, en un piso propio, y aceptó que la nombraran superintendente del “Instituto para el cuidado de mujeres enfermas pobres”, que tenía necesidad de una nueva sede y pensaba en el dinero de la rica Florence Nightingale.

Pero pronto se vio que su aportación no se reducía a las libras esterlinas, sino, por encima de todo, a su energía personal. Hizo construir la nueva sede según sus ideas, siguiendo un meticuloso proyecto de arquitectura funcional, de modo que todo, desde las conducciones de agua a los colores de las paredes, desde los montacargas hasta las colchas, correspondiese a una necesidad efectiva. Diseñaba los planos, trazaba los programas y escandalizó al comité del instituto, compuesto de gente tradicionalista. Pero las enfermas comprendieron pronto que, gracias a ella, se respiraba aire nuevo, la asistencia era, ahora, justa y humana. No había suficientes “mujeres enfermas pobres” en Inglaterra para satisfacer el enorme anhelo de trabajo de Florence Nightingale, quien parecía un volcán de actividad. Londres, y especialmente las miserables chabolas de los suburbios, fueron castigados en aquellos tiempos por el cólera, que sembró el terror, y muchísima gente se dio a la fuga; entre ellos, por desgracia, incluso médicos y enfermeras, los cuales buscaban refugio donde el mal no pudiese alcanzarles.

La señorita Florence Nightingale asumió la tarea de asistir a los coléricos, trabajando como voluntaria en el Middlesex Hospital, lavando, curando y alimentando a centenares de enfermos que, muy a menudo, eran recogidos jadeantes en las aceras de las calles. Ya la heroína comenzaba a formar parte de la leyenda popular, pero la gran ocasión no había llegado todavía. Llegó en el año 1854, cuando Inglaterra, Francia y el Piamonte se vieron enzarzados en una guerra con Rusia. Se movilizaron las tropas para la expedición a Crimea, en defensa de Turquía contra la política de agresión del gobierno zarista. Cuando llegaron a Londres las primeras noticias del conflicto, se supo que los ejércitos aliados estaban derrotando a los rusos, pero que al mismo tiempo, las enfermedades estaban derrotando a los ejércitos aliados, que no disponían en el Mar Negro ni de médicos, ni de medicinas, ni de enfermeros suficientes. Por si fuera poco, también el cólera causaba, en aquellas tierras, bajas entre los soldados, lo que aumentaba la gravedad de la falta de hospitales. Una oleada de desaliento se propagó entre los ingleses. Treinta mil combatientes británicos luchaban sin una auténtica tutela sanitaria; de cada cien muertos, en las primeras semanas de combate, ochenta eran víctimas de las deficientes curas.

FOTO 006 El dormitorio de Florence visto desde varios ángulos, un retrato suyo hecho en Lea Hurst (otra casa de campo) y el escritorio con una carta autógrafa.

Fue entonces cuando, por primera vez, el ministro de la Guerra, sir Sidney Herbert, tuvo la idea de dirigirse a la mística celadora de la asistencia a los enfermos, llamada Florence Nightingale. En adelante, las relaciones entre Herbert y la joven se hicieron cada vez más estrechas, y así fue hasta la muerte de él. La escribió en nombre del Gobierno rogándola que fuese a Scutari, a la cabeza de un grupo de enfermeras. Durante los dos años que estuvo en aquel hospital conquistó el nombre de “ángel del soldado”.

He visto el infierno, decía, pensando en aquellas jornadas trágicas, Florence Nightingale. Sin quererlo, casi automáticamente, incluso después de su vuelta a la patria, le sucedía a menudo el escribir, en cada pedazo de papel al alcance de su mano, esta frase de angustia y de obsesión: “Jamás podré olvidar”. Aun más que el enemigo habían sido las enfermedades las que segaron la vida de millares de soldados, sólo porque no se les había podido curar. Concluida la paz, Florence Nightingale no recriminaba a nadie, ni a nadie hacía responsable de nada. Sólo deseaba que no se repitiese una catástrofe como la de Crimea, y que sus soldados ingleses, tanto en la guerra como en la paz, no sufriesen ya nunca más el peligro mortal de abandono.

Cerrado el capítulo de Crimea se habría para la señorita Florence Nightingale un amplio panorama de actividad: mejorar las condiciones del soldado inglés. Gracias al enorme prestigio que se había granjeado, lo consiguió en parte. Sin embargo, esto pertenece a la esfera política de su obra, en la que se comprometió aprovechando la popularidad y las amistades de que disponía. Si bien no carece de interés, se trata de una obra que ya no tiene la grandeza de la heroica empresa de Crimea; en todo caso, atestigua la coherencia moral de aquella mujer, coherencia que no le faltó ni siquiera el día en que desaparecieron sus familiares y amigos más fieles y se sintió en la más completa soledad. Moriría en 1910, a los noventa años y tres meses de edad, bajo la luz de una gloria que no se ha apagado jamás. Aún hoy su nombre significa abnegación.

Nadie osará dudar que su dilatadísima, admirable existencia fue, de añadidura, intensa y plena. Tras los dramáticos años de la guerra de Crimea escribió libros sobre la transformación de hospitales y cuarteles, sobre la reforma de organizaciones ministeriales; incluso de teología. Y, mientras tanto, dirigió la Escuela de Enfermeras, proyectó nuevos asilos de ancianos, combatió para liberar a los hindúes de las epidemias (sin haber estado nunca allí, se convirtió en una especialista en la India). Cuando estudió cómo proteger a los soldados del contagio, preparó incluso un proyecto para reglamentar, por así decirlo, la prostitución. Fue una precursora de la senadora Merlín, aunque, como procedía de la aristocracia, era menos experta, más puritana y tenía menos conocimientos. También se ocupaba de la protección humanitaria de las prostitutas, pero mayor era su interés por la protección de los soldados y por defenderles de los males que aquéllas podían propagar. “Si algo queda por hacer, nada ha sido hecho”, fue, traducido del latín, su lema hasta los setenta y cinco años. Sin embargo, de aquí hasta el final de sus días, aceptó con más paciencia sus limitaciones. Era tan sólo humana.

Su vida fue útil para con el prójimo, y no sólo para el de su tiempo y el de su país. Estuvo envuelta en un velo de romanticismo, desde su nacimiento en Florencia, aunque su edad de oro coincidió con un momento muy concreto de su vida: la guerra de Crimea. Para su repatriación y vuelta a Inglaterra, el Gobierno puso a su disposición un barco de guerra; es un hecho histórico sin precedentes y que no se ha repetido. A su arribada a puerto, unos regimientos de la Guardia la recibieron desfilando. Las bandas tocaban en su honor, millares de hombres engalanados le tributaban un homenaje y allí estaba la joven y delgada mujer que agitaba un brazo respondiendo a los vítores y que sólo podía llorar de emoción y saludar; nada más.

No algo, sino mucho, quedaba por hacer cuando Florence Nightingale se doblegó, cansada, antes de apagarse en el descanso eterno. Nadie turbó, ni por un momento, los años de su último retiro. Eran muchos los que ahora continuaban su fatigosa obra. Alguien la visitó, en 1897, cuando se organizó en Londres la Exposición de la Era Victoriana. Había una sección dedicada a ella: la del progreso en el arte sanitario. Allí estaba expuesto hasta el carro que ella utilizaba para trasladarse de un sitio a otro en Crimea (había acabado en una granja, donde se le utilizaba para llevar heno). También había un busto de la señorita Florence Nightingale. Fueron a decírselo y añadieron que había un visitante que la adornaba todos los días con flores. Tenía cerca de ochenta años, y su actitud polémica había adquirido ahora los matices de la astucia. Por eso, aunque se sentía azorada ante la idea de que aquellas flores ante su escultura le daban un tono sacro (y esto le producía un cierto sentido de culpa), no escondió el que aquel hecho la divertía bastante. Pido a Dios bendiga a quien pone las flores, ¿pero qué queréis hacer con ese busto?

FOTO 007 Su mesa y su escritorio. Una vez acabada la aventura de la guerra de Crimea, cargada de gloria, Florence se limitó a revolucionar los ministerios, con sus reformas de todo tipo, siempre en favor de los soldados y los enfermos. En su agitada existencia, Claydon House constituyó el único punto firme, el refugio tranquilo donde recobraba energías. Pertenecía a sir Harry Verney, marido de su hermana; es una típica casa de campo del setecientos, construida entre los prados de Buckinghamshire. La señorita Florence tenía a su disposición un ala completa del edificio, la misma que hoy se ha convertido en el museo Nightingale.

TOC, TOC, TOC, los oficiales que tenían que velar por la salud de los militares en Scutari, fuesen médicos o no, llamaban a las puertas enrejadas de las salas en las que yacían millares de hombres atacados por el “cólera asiático”. No entraban, no se paseaban por las salas; tan grande era el miedo que tenían al contagio. Ya habían muerto cuatro médicos y tres enfermeras. Por otra parte, las visitas habrían servido de muy poco, debido a la escasez de remedios eficaces. Toc, toc, toc llamaban, y preguntaban en voz alta: ¿Cómo va hoy? Desde el interior, alguien respondía: Todo bien señor. Y esto significaba que otros desgraciados no hubiesen muerto o estuviesen a punto de morir. En el interior, junto a las cabeceras, siempre estaban Florence Nightingale y las enfermeras que trabajaban a sus órdenes. Era su modo de permanecer firmes ante el peligro, a la altura de la misión que habían recibido y aceptado, no forzadas por el compromiso asumido, sino por razones de fraternidad humana.

CUANDO, DESPUÉS DE LA GUERRA de Crimea, volvió a Londres, sabía muy bien que por cada cien vidas que había salvado, mil habían sucumbido sin remedio. Imploraba piedad por los muertos, pero también por los supervivientes. Convertida ella misma en una autoridad, se enfrentó con los ministros de Guerra, y luchó para que ocupasen los puestos directivos de la sanidad militar hombres competentes y responsables. En particular se alió con Sidney Herbert, siendo él ministro de la Guerra o en períodos sucesivos, para que se reorganizasen los servicios sanitarios del ejército desde los cimientos, siguiendo un proyecto que ella misma había preparado minuciosamente. Llegado a un cierto punto, hasta programó la organización del mismo ministerio, y esto lo hizo sin haber puesto jamás el pie en las sedes gubernamentales, y se tuvo que reconocer que su plan era correcto, y había que ponerlo en marcha si se querían evitar todas las trabas que la burocracia imponía en el trabajo ministerial.

Se definía el carácter de Herbert como “angelical”, adjetivo que no corresponde con la idea de un ministro de la guerra, inglés o no. Anciano y gravemente enfermo, Herbert, durante los últimos años de su vida, y después de abandonar la política activa, colaboró constantemente con Florence Nightingale en la preparación de los proyectos para los cuarteles y hospitales del futuro; y no tan sólo para mejorar con claraboyas las caballerizas. Se trataba de cambiar todo, para que los soldados tuviesen moradas aireadas, amplias, saludables, cómodas, donde, en definitiva, no se muriese, si no de suciedad, en la suciedad.

LA EX ENFERMERA guiaba y enseñaba a sir Sidney Herbert. El exministro, con la devoción de un alumno, obedecía convencido. Desastrosas, según los médicos, eran las condiciones de salud de Herbert cuando Florence Nightingale, sin hacer nada por alargarle la vida, le hacía trabajar agotadoramente. Por una buena causa, no se concedía piedad a sí misma, pero tampoco a los que la ayudaban voluntariamente. Así, cuando sir Sidney Herbert murió en agosto de 1861, muchos dijeron en Londres que había sido una víctima de su gran amiga. Un espíritu humanitario, orientado sólo hacia el bien, puede asimismo causar mal al prójimo.

EL RETRATO que le hizo, cuando tenía treinta años, su hermana Parthenope, en un dibujo de trazos fuertes y firmes, da testimonio, si el retrato es fiel, de que Florence Nightingale era una belleza dulce y delicada. En el cuadro está apoyada en una columnita en la que se encuentra encaramado un mochuelo; este ave rapaz, domesticado, existió en la realidad, y durante muchos años hizo compañía a su dueña, comportándose como cualquier otro animal doméstico. Al igual que el busto oficial que muchos años después le hiciese sir John Stell, la señorita Nightingale tiene aquí una expresión viva e intensa: en sus ojos profundos aparece un pensamiento inquieto y melancólico. El cuello es largo, el óvalo de la cara perfecto, la figura alta y flexible. De su colorido, que el dibujo y la escultura, naturalmente, no nos permiten adivinar, escribía una amiga suya, la señora Gaskell: “Florence Nightingale tiene el cabello castaño y abundante, aunque no muy largo; el color de su piel es sonrosado, pero a menudo empalidece; sus ojos grises miran normalmente hacia abajo, como en las personas recogidas; pero si quiere pueden ser los ojos más avispados que jamás se hayan visto. Y sus dientes son blanquísimos, perfectos; cunado la señorita Florence sonríe, dan a su rostro una dulzura que nunca encontré en otros”.

En cambio, quienes la recuerdan en sus últimos años, ya a principios de nuestro siglo XIX, dicen que se había transformado radicalmente, lo cual es comprensible. Era una anciana señora sin las inquietudes del pasado, que se había tranquilizado y engordado. Su rostro redondo estaba siempre dispuesto para la alegría. Sus ademanes, que en todo momento habían sido los de una mujer nerviosa e impetuosa, ahora eran pacíficos y espontáneamente joviales. Ya no vivían muchos de los que la habían conocido joven y esos pocos vacilaban al reconocer en aquella anciana la Florence Nightingale que cuidaba a los pobres de Wellow, yendo a visitarles a sus chabolas cuando estaban enfermos, y que cada vez que lo hacía tenía que pedir disculpas a su madre y a su hermana, como si fuese una acción indecorosa. Esto le hacía ser agria e irritable, lo cual provocaba incomprensiones que muchas veces acababan degenerando en altercados, en los que se invocaban cientos de razones, pero en ningún momento intervenía la dignidad.

FOTO 008 El retrato que le hizo su hermana Parthenope, cuando tenía treinta años

¿SABÍA AMAR? Parece extraño que se tenga que plantear la cuestión, ya que ninguna mujer en el mundo llegó a ser tan famosa por su filantropía. ¿Es lo mismo filantropía que amor? La misma señora Gaskell, que elogiaba su aspecto, encontraba difícil juzgar las razones que la motivaban. Si creemos cuanto ésta escribió, Florence Nightingale era una mujer tan fría y fuerte como el acero, tenía un carácter inflexible, quería a los seres humanos en bloque, pero no al hombre en particular. “Esta falta de amor hacia el individuo puede convertirse en una extraña virtud cuando se une a un intenso amor por la humanidad”. Se puede comprender que su capacidad de altruismo, es decir, de sacrificio por el prójimo, no se volcase hacia una persona en especial, sino hacia un ejército, cuando Gran Bretaña estuvo en guerra, y abrazase al pueblo cuando llegó la paz. Si en tanto amor había o no sitio para el amor por un hombre solo, al que dedicar la vida, parece, en este punto, superfluo preguntarlo. Era una pasional, sí, pero aquella no era el tipo de pasión que la arrastraba. Con esto se percataba de que estaba fuera de las reglas establecidas y, a ratos, aceptaba la idea de comportarse como las demás; hasta, por ejemplo, la idea de buscar novio. Le sucedió cuando tenía poco menos de veinte años, y prometió en más de una ocasión al joven Richard Monckton Miles, guapo, inteligente, rico; “darle una respuesta” antes o después. Sí o no, casarse con él o no casarse. Las vacilaciones continuaron durante varios años, hasta que el joven la presionó y no toleró más aplazamientos. Naturalmente, la respuesta fue desagradable para él. No. A pesar de todo, había creído que le amaba.

Por supuesto, cada uno de sus pretendientes aspiraba a un amor y dedicación exclusivos; pero ella estaba destinada a amar a muchísimos seres desvalidos; enfermos, heridos, pobres miserables que no tenían adonde volver los ojos. Florence Nightingale los atendió con suma abnegación, con ejemplar solicitud y generosidad; y, como vemos, parece que no se arrepintió nunca de haberlo hecho.

“Según la opinión preponderante entre los hombres, escribió Florence Nightingale, solamente se necesita una desilusión amorosa para convertir a una mujer en una buena enfermera”. Por lo que ella se refiere, se convirtió en una de las mejores de la historia, sin pasar por el choque de la desilusión amorosa. Un joven profesor de Oxford, Benjamín Jowett, de ingenio agudo y brillante, y de humor agradable, se acercó más que nadie a la posibilidad de enamorarla. Se hizo gran amigo suyo cuando ella tenía ya cuarenta años, y estuvieron muy unidos espiritualmente mientras vivieron, a pesar de que también a él le rechazase cuando le propuso matrimonio. De esta forma, por lo menos, tuvo un amigo, y fue algo más que un afecto normal. Cuando se cuentan veinte años es fácil creer que se puede vivir solo; a los cuarenta, no. Incluso los misántropos necesitan tener a alguien cerca. Y Florence Nightingale estaba demasiado conmovida por las sombras frías de sus “hijos” perdidos en Crimea, como para no buscar paz en la templanza de una presencia concreta.

TENÍA MIEDO DE MORIRSE poco después de la vuelta de la guerra de Crimea, cuando tenía cerca de treinta años, y la torturaba la idea, pues estaba segura de que aún le quedaban muchas cosas por hacer. Su salud no era muy fuerte, ya que los médicos decían que su sangre estaba intoxicada y entonces no era tan fácil cambiar de sangre o depurarla. Consentía tener junto a ella única y exclusivamente a una tía suya que le era muy fiel; por otra parte, estaba tan enferma que no se podía levantar por sí misma de una silla y mucho menos caminar, sin que la ayudasen, por lo cual había que transportarla en camilla.

Tenía la vida, decían sus parientes, “pendiente de un hilo” y esto no le impedía “hacer el trabajo de un asno”. Entre proyecto y proyecto para hospitales o cuarteles escribía, sin embargo, minuciosamente hasta los últimos detalles para sus funerales y preparaba muchas cartas, para que se mandasen “cuando se hubiera muerto”. Todas las cartas estaban destinadas a fomentar su gran obra todavía incompleta; la reforma de la asistencia sanitaria militar, para que alguien la concluyera y no se quedase a medias. En el verano de 1858, salía de Londres dos veces por semana para ir a un pueblecito a tomar baños termales; en el tren ocupaba el compartimento para inválidos, siempre acompañada de su fiel tía. A esta estación termal era llevada en camilla por algunos supervivientes de la guerra de Crimea, con un respeto casi sagrado, como en una procesión. El andén por el que pasaba el extraño cortejo permanecía libre. Se rogaba a los curiosos mantenerse apartados, y una voz autoritaria ordenaba: ¡Silencio! El jefe de estación y todo el personal se alineaban, con la cabeza descubierta, igual que los viajeros, mientras pasaba el “ángel del soldado”. Pero ¿quién es? Preguntaban los niños, intimidados, a sus madres. ¡Chis! ¡Callaos! Es la señorita Florence, la señorita Florence Nightingale.

EL FEMINISMO, que en sus tiempos cobraba los primeros bríos, le inspiraba antipatía. Alguien había tratado de utilizarla para pedir en voz alta reivindicaciones solicitadas por su sexo; pero ella no aceptó el silogismo. “La señorita Florence Nightingale es benefactora de la humanidad; la señorita Florence es una mujer; por consiguiente, las mujeres son benefactoras de la humanidad”. En realidad, como ella misma escribió, tenía “una inhumana indiferencia” por los derechos de la mujer. Y volvió a afirmar esta indiferencia en uno de sus libros, el destinado a la preparación de las enfermeras de la Escuela que llevaba su nombre, y de la cual le habían confiado la dirección. Decía, y era verdad, que ninguna mujer había suscitado tantos “enamoramientos” como ella, pero esto no la llevaba a ser una apasionada del feminismo. Su hermana afirmaba acusadoramente que “era como un hombre”; también esto era exacto, pero el ser así no aumentaba su estimación por las mujeres.

FOTO 009 Su mesa y sus libros

Cuantas más charlas se hagan y ruidos se armen en torno a la mujer, menos eficaz resultará el trabajo femenino, reaccionaba ante la propaganda de las sufragistas. No creía que las mujeres pudiesen ser buenos médicos, mas las consideraba magníficas enfermeras. La primera licenciada en medicina fue Elizabeth Blackwell, que estudió en París y en América. La señorita Nightingale dijo de la Blackwell que habría sido “decadente como un doctor de tercera categoría de hace treinta años”. Según ella, las mujeres, en ciertas profesiones, como la de médico, trataban equivocadamente de asaltar las posiciones típicamente asignadas a los hombres, pero lograban solamente ser hombres de cualidades mediocres. Bajo este aspecto fue una misoneísta que se opuso con demasiada firmeza a las que luchaban como pioneras por la igualdad de sexos.

SE OPUSO, juzgándola fuera de lugar, a la campaña a favor del voto de las mujeres y no quiso pertenecer al comité nacional de las feministas que luchaban por ello. Mantenía que las mujeres no obtendrían más influencia por el hecho de haber votado. Sabía muy bien que ella, Florence Nightingale, sin haber votado jamás, trató de tú a tú a todos los ministros ingleses, y cuando se había pensado en promover o en cambiar a latos funcionarios siempre había tenido, en el sector de la sanidad, una gran influencia. Escribía: “Fulanito de tal, ha quien he hecho ministro” o “Zutanito de cual, ha quien he designado para la dirección general”. Quizá hubiese algo de presunción en estas palabras, pero los hechos las corroboraban. Pocas voces fueron tan escuchadas en su tiempo como la suya; sin tener la posibilidad de acceso al Parlamento, podía cambiar un ministerio. Lo incierto, en cambio, es que estuviese al alcance de las demás mujeres conseguir los mismos privilegios y la misma autoridad que ella se había ganado, con méritos excepcionales y en circunstancias excepcionales también.

LA REINA VICTORIA, que a menudo la había escrito elogiando su obra, quiso demostrarle su agradecimiento al comprender, como todos los ciudadanos ingleses, que en Crimea, gracias a la Florence Nightingale, se había realizado una revolución providencial. Y después de esta revolución ya no sería posible que un ejército marchase a la guerra sin una organización sanitaria adecuada que estuviese a su lado para protegerle. Y ya no sucedería jamás que se sacrificasen, por enfermedades o por heridas, tantas vidas humanas en aquellas antecámaras de la muerte que hasta entonces habían sido los hospitales militares.

Victoria y Alberto, la reina y el príncipe consorte, recibieron a Florence Nightingale en su residencia escocesa de Balmoral, por primera vez, el 21 de septiembre de 1856, y estuvieron juntos durante más de tres horas. Aquella noche, Alberto anotó en su diario “Ella nos ah mostrado todos los defectos de nuestro sistema sanitario actual y las reformas necesarias que es preciso llevar a cabo. Es modesta en extremo; nos ha gustado mucho”. Y aquél no sería el único encuentro. La señorita Florence Nightingale fue invitada a Balmoral muchas veces más, y a menudo acompañó a los soberanos al culto dominical. Y si esto puede parecer normal, dado el prestigio alcanzado por Florence  no es tan normal el que la misma reina Victoria fuese a visitarla, cuando ella era huésped de un amigo suyo en el castillo de Birk Hall, también en Escocia, a poca distancia del castillo real de Balmoral. La reina llegaba completamente sola en un calesín tirado por un “pony”; algunas veces invitaba a la señorita Nightingale a dar un paseo juntas y otras bajaba del calesín y permanecía durante un largo rato en la casa; tomaban el te en una atmósfera de simpatía.

UN ADJETIVO QUE COSTÓ CARO. Aunque no fuese consecuente con su carácter demostrar una repentina familiaridad, la reina Victoria quiso, con sus visitas, dar la sensación a Florence de que buscaba su amistad. Y se lo demostró consintiendo que se encontrase en Balmoral con su primer ministro, Lord Pamure, al que la señorita Nightingale presentó una relación con los proyectos  para la reforma de los hospitales. En aquella entrevista consiguió que, entre otras cosas, fuese demolida la construcción, ya muy avanzada, del nuevo gran hospital Netley. Según los estudios de Florence, el proyecto estaba completamente “equivocado”. Y como un eco, la reina repitió “equivocado”; y por último, el primer ministro se rindió y acabó repitiendo aquel “equivocado”, aunque existiesen setenta mil razones válidas para no decirlo; las setenta mil libras esterlinas que costaría la demolición del edificio y el empezarlo de nuevo. Por consiguiente, aquel “equivocado” fue un adjetivo demasiado caro.

FOTO 010 Reproducción de la condecoración que la reina Victoria entregó a Florence Nightingale a su vuelta de la guerra de Crimea

LA CRUZ ROJA está considerada como obra de Florence Nightingale por algunos estudiosos que poseen vagos conocimientos de la historia de la asistencia médica sanitaria. Sin embargo, es bien sabido que la convención de Ginebra y el comité internacional de la Cruz Roja fueron creados por un banquero suizo, Jean Henry Dunant. No obstante, fue justamente él, con su generoso reconocimiento, quien dejó surgir el equívoco que provocó el error. Después de la guerra franco-prusiana, en 1872, fue invitado a Londres para explicar, en una conferencia, cómo había nacido la nueva organización mundial. Y empezó así sus declaraciones: “Soy conocido como el fundador de la Cruz Roja y el creador de la convención de Ginebra. En cambio, el honor de todo esto corresponde a una mujer inglesa. Me he inspirado en la obra de la señorita Florence Nightingale en Crimea”.

FOTO 011 Florence Nightingale con su hermana y su cuñado, lady Verney y sir Harry Verney. Eran los parientes a los que la señorita Nightingale estuvo más ligada, durante los últimos treinta años de su vida. Cuando lady Verney murió, sir Harry continuó tributando a su ilustre cuñada una amistad devota y profunda.

Era una manera de satisfacer el amor propio de los ingleses y también atribuir, con objetividad, el reconocimiento que Florence había merecido: probablemente sin su apostolado la Cruz Roja no hubiese nacido, por lo menos en la época y en los momentos en que nació.

DIOS NO ES MI SECRETARIO PARTICULAR
Llegó un momento, cuando los años empezaron a pesar sobre ella y el cansancio enflaquecía sus fuerzas, en el que su obra, tumultuosa a causa de las grandes reformas, pareció estancarse. Después de haber trasformado, ayudada por unos pocos, toda la concepción de la asistencia hospitalaria, haciéndola más humana, más ágil, y adaptándola a la evolución de los tiempos, ¿qué habría sucedido si, como ella se temía, nadie, cuando su vida llegaba al ocaso, hubiese continuado su batalla contra el sufrimiento?

Como todos los grandes místicos que, igual que ella o de forma diferente, oían “la voz” misteriosa de la llamada, también ella, a pesar de inquietarse y rebelarse fácilmente, acabó apaciguándose en la consolación de la fe. Se percataba de haber sido uno de los instrumentos de la voluntad de Dios, pero no el único instrumento. Y también las derrotas, quizá, formaban parte de un orden universal que ella no podía pretender conocer.
 
FOTO 012 Florence Nightingale en edad avanzada. Una vejez larga y gloriosa, para la combativa enfermera que vivió hasta los noventa años; e increíblemente intensa de estudios, escritos, iniciativas, propuestas…

No le correspondía a ella, Florence Nightingale, administrar el mundo, decidiendo cómo hubiese que atenuar las penas de los enfermos, ni cuándo ni por qué. Alguien decidía por ella cuando sus esfuerzos fracasaban (y fracasaban a menudo). Para que la realidad de sus limitaciones estuviera siempre presente, en cierta ocasión lo expresó a su manera, en uno de los muchos pedazos de papel que rellenaba por las noches y que fueron encontrados, después a montones entre sus cosas.

Escribió: “Debo recordar que Dios no es mi secretario particular”. Hubiera podido parecer un precepto religioso y, sin embargo, no era más que una amonestación a su presunción, pues Florence estaba tentada de pensar que, hiciese lo que hiciese, el cielo colaboraba con ella.
 
FOTO 013 Carta autógrafa de Florence Nightingale, conservada entre los recuerdos de Claydon House.

BIBLIOGRAFÍA
Las Inmortales. 100 Mujeres Inmortales. Florence Nightingale. Prensa Española S. A. Presidente, Torcuato Luca de Tena y Brunet. Traducción, Blanca Luca de Tena y Benjumea. Volumen XI. Noviembre 1971

Hospital de Escutari y la Dama de la Lámpara. Publicado el sábado día 6 de marzo de 2010

Medalla Florence Nightingale de la Cruz Roja. Juana Hernández Conesa. Publicado el miércoles día 12 de mayo de 2010

Rosa Barr “Encuentro en Sebastopol”. 1ª Parte Publicado el domingo día 3 de octubre de 2010

Rosa Barr “Encuentro en Sebastopol”. 2ª Parte. Publicado el domingo día 10 de octubre de 2010

Mary Seacole “La Nightingale Negra”. Publicado el sábado día 16 de octubre de 2010

La amiga del soldado herido. FLORENCE NIGHTINGALE. Publicado el lunes día 06 de Diciembre de 2010

Exposición temporal de Florence Nightingale en el Museo Vasco de Historia de la Medicina y de la Ciencia “José Luis Goti”. Publicado el domingo día 19 de diciembre de 2010

Los Amores de Florence Nightingale. Publicado el viernes día 24 de diciembre de 2010

Una experiencia de Florence Nightingale en Crimea. La Seguridad del Paciente. Publicado el domingo día 26 de diciembre de 2010

La Viajera Incansable en Busca de un Sueño. Publicado el domingo día 13 de febrero de 2011.

Victorianos Eminentes. (Parte primera). Publicado el domingo día 20 de febrero de 2011

Victorianos Eminentes. (Parte segunda). Publicado el sábado día 5 de marzo de 2011

El orgullo de ser enfermera y mujer. Publicado el martes día 29 de noviembre de 2011

FLORENCE NIGHTINGALE. Publicado el viernes día 3 de agosto de 2012

AUTORES:
Raúl Expósito González
Enfermero del Servicio de Salud de Castilla-La Mancha. SESCAM
Experto en Barberos, Ministrantes y Sangradores

Jesús Rubio Pilarte
Enfermero y sociólogo. Profesor de la E. U. de Enfermería de Donostia. EHU/UPV
Miembro no numerario de La RSBAP

Manuel Solórzano Sánchez
Enfermero. Hospital Universitario Donostia de San Sebastián. Osakidetza /SVS
Colegiado 1.372. Ilustre Colegio de Enfermería de Gipuzkoa
Miembro de Enfermería Avanza
Miembro de Eusko Ikaskuntza / Sociedad de Estudios Vascos
Miembro de la Red Iberoamericana de Historia de la Enfermería
Miembro de la Red Cubana de Historia de la Enfermería
Miembro Consultivo de la Asociación Histórico Filosófica del Cuidado y la Enfermería en México AHFICEN, A.C.
Miembro no numerario de la Real Sociedad Vascongada de Amigos del País. (RSBAP)


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