Este libro apareció en Inglaterra en 1918. Su autor Lytton Strachey. La traducción corrió a cargo de Dámaso López García.
Contemporáneos en este libro de Florence Nightingale fueron: La Reina Victoria y el príncipe Alberto. El cardenal Manning, el Dr. Thomas Arnold y el General Charles George Gordon.
Este libro se encuentra ubicado en el Fondo de Reserva de la Biblioteca Koldo Mitxelena, perteneciente a la Diputación Foral de Gipuzkoa.
FOTO 001 Primera página del libro Victorianos Eminentes
FLORENCE NIGHTINGALE
CAPÍTULO I
Todo el mundo conoce la imagen popular de F1orence Nightingale. La mujer del autosacrificio y de la santidad, la doncella delicada de clase alta que despreció los placeres de una vida de comodidad para socorrer a los afligidos; la Dama de la Linterna que se movía entre los horrores del hospital de Scutari y santificaba con su bondad radiante el lecho del soldado moribundo; la imagen es familiar para todos. Pero la verdad era diferente. La Miss Nightingale de verdad no era como el capricho superficial la pintaba. Trabajaba de otra forma y con otras intenciones, se movía bajo el peso de una fuerza que no encuentra lugar en la imaginación popular. La poseía un demonio. Ahora bien, los demonios, sean lo que sean, están llenos de interés. Y así sucede que en la Miss Nightingale real había más cosas interesantes que en la de la leyenda; también había cosas que eran menos agradables.
Pertenecía a una familia muy rica que, a su vez, estaba relacionada, mediante matrimonios, con un círculo extenso de otras familias muy ricas. Había una gran casa de campo en Derbyshire; había otra en New Forest; había apartamentos en Mayfair, para la temporada de Londres, con todas sus fiestas elegantes; y había viajes al Continente, con un número de óperas italianas superior al normal y con atisbos de las celebridades de París. Educada en medio de semejantes ventajas, lo más natural era suponer que Florence mostraría una conveniente apreciación de todo ello y que cumpliría con su deber en aquel estado de vida al que Dios se había complacido en traerla: en otras palabras, se casaría, después de un número suficiente de bailes y fiestas, con un caballero de mérito y viviría feliz a partir de ese momento. Su hermana, sus primas y todas las jóvenes con las que se relacionaba se preparaban para casarse o ya lo habían hecho. Era inconcebible que Florence soñase con ninguna otra cosa; y, sin embargo, soñar es precisamente lo que hacía. :Ah! ¡Cumplir con su deber en aquel estado de vida al que Dios se había complacido en traerla! Seguro que ella no se quedaría atrás en el cumplimiento del deber; pero ¿a qué estado de vida se había complacido Dios en llamarla? Ése era el problema. Las llamadas de Dios son muchas y son extrañas. ¿A qué estado de vida se había complacido en llamar a Charlotte Corday o a Isabel de Hungría? Si no era una llamada, ¿qué era aquella extraña voz en su oído? ¿Por qué había sentido, desde su más temprana juventud, aquellas misteriosas inclinaciones hacia..., apenas sabía hacia qué, pero desde luego hacia algo muy distinto de lo que la rodeaba? ¿Por qué, en su infancia, en el cuarto de los niños, cuando su hermana había mostrado un placer saludable en romper en pedazos las muñecas, ella había mostrado un placer morboso en coserlas y componerlas de nuevo? ¿Por qué se dedicaba a cuidar de los pobres en sus hogares humildes, a cuidar de los enfermos, a poner la pata herida de su perro en complicados cabestrillos, como si fuese un ser humano? ¿Por qué se le llenaba la cabeza de imaginaciones extrañas en las que la casa de campo de Embley se convertía, como por ensalmo, en un hospital, con ella misma de enfermera jefe moviéndose entre las camas? ¿Por qué incluso su visión del cielo se llenaba de pacientes doloridos a quienes ella era útil? Así soñaba y se hacía preguntas y, sacando el diario, vertía en él todas las inquietudes del alma y entonces sonaba la campanilla y llegaba la hora de vestirse para la cena.
Con el paso de los años comenzó a apoderarse de ella una inquietud. Era desgraciada y, por fin, se dio cuenta de ello. Mrs. Nightingale, simultáneamente, empezaba a pensar que algo iba mal. Era muy extraño, ¿qué podría pasarle a la querida Flo? Mr. Nightingale sugirió que sería aconsejable un marido; pero lo curioso era que ella no parecía tener ningún interés en los maridos. ¡Con sus atractivos y sus cualidades! No había nada en el mundo que pudiese impedir que hiciese un enlace en verdad satisfactorio. ¡Pero no! No pensaba nada más que en satisfacer un apetito singular de hacer algo. Como si en cualquier caso no tuviese bastante que hacer, de forma habitual, en casa. Había que cuidar de la porcelana y tenía que leer para su padre después de la cena. Mrs. Nightingale no podía entenderlo; y de repente, un día, la perplejidad se convirtió en consternación y preocupación. Florence dio a conocer un deseo perentorio de ir al Hospital de Salisbury durante unos meses, en calidad de enfermera; y más aún, confesó un plan visionario de establecer al fin una casa propia en un pueblo cercano y fundar allí «algo parecido a una Hermandad Femenina Protestante, sin votos, para mujeres de sentimientos elevados». Todo el proyecto se desestimó por absurdo; y Mrs. Nightingale, después de la primera conmoción de terror, pudo dedicarse con más o menos tranquilidad al bordado. Pero Florence, que ya tenía veinticinco años y sentía que se había deshecho el sueño de su vida, casi llegó a un punto de desesperación.
Y por cierto, las dificultades del camino eran grandes. Porque no sólo era una cosa casi inimaginable en aquellos tiempos el que una mujer con medios de fortuna quisiese abrirse camino en el mundo y vivir con independencia, sino que la profesión concreta a la que Florence estaba destinada, tanto por su instinto como por su capacidad, en aquel tiempo, no gozaba de muy buena reputación. Una «enfermera» en aquellos tiempos era una anciana tosca, de costumbre sucia y siempre ignorante, a menudo brutal; una Mrs. Gamp, envuelta con atavíos sórdidos, aficionada a la botella de brandy o que se complacía en irregularidades peores. Las enfermeras de hospital eran conocidas de forma singular por su conducta inmoral; la sobriedad era casi desconocida entre ellas; apenas se les podía confiar la ejecución de los cuidados médicos más simples. Cierto es que las cosas han cambiado desde entonces; y el hecho de que hayan cambiado se debe, mucho más que a cualquier otro ser humano, a la propia Miss Nightingale. No es extraño que sus padres hubiesen sentido un estremecimiento ante la idea de que su hija iba a dedicar su vida a semejante ocupación. «Era como si», ella misma dijo más tarde, «hubiese querido ser pinche de cocina». Y sin embargo, el deseo, absurdo e imposible como era, no sólo permaneció inamovible en su corazón, sino que creció en intensidad de día en día. Su infelicidad se convirtió en una melancolía morbosa. Todo alrededor de ella era innoble y ella misma, estaba claro, para haber merecido tal desgracia, esta aún más innoble que lo que la rodeaba. Sí, había pecado, «ante el trono del juicio final de Dios». «Nadie», declaró, «ha ofendido tanto al Espíritu Santo»; de eso estaba muy segura. Era en vano que orase para librarse de la vanidad y de la hipocresía y no podía soportar sonreír o estar alegre, «porque odiaba que Dios la oyese reír, como si no se hubiese arrepentido de su pecado».
Un espíritu más débil se habría sentido abrumado ante el peso de tales desgracias, se habría rendido o habría cedido. Pero esta joven extraordinaria se mantuvo firme y luchó hasta obtener la victoria. Con una constancia admirable, a lo largo de los ocho años que siguieron al rechazo de su petición de ingreso en el Hospital de Salisbury, luchó, trabajó e hizo planes. Mientras a los ojos de los demás llevaba la vida de una muchacha brillante de la alta sociedad, mientras en su fuero interno era presa de las torturas del arrepentimiento y del remordimiento, sin embargo poseía la energía necesaria para hacer acopio de los conocimientos y para someterse a la experiencia que le permitirían hacer lo que ella había decidido que haría al fin. En secreto, devoraba los informes de las comisiones médicas, los panfletos de las autoridades sanitarias, las historias de los hospitales y asilos. Los intervalos de la temporada de Londres los pasaba en las escuelas gratuitas para niños pobres y en las casas de trabajo no remunerado. Cuando iba al extranjero con la familia, solía emplear su tiempo libre tan bien que apenas había algún gran hospital en Europa con el que no estuviese familiarizada, apenas había una gran ciudad cuyos barrios pobres no hubiese recorrido. Consiguió pasar algunos días en una escuela conventual en Roma y algunas semanas como «Sceur de Charité» en París. Luego, mientras su madre y su hermana tomaban las aguas en Carlsbad, consiguió escaparse a una institución de Enfermeras en Kaiserswerth, donde permaneció durante más de tres meses. Éste fue el acontecimiento decisivo de su vida. La experiencia que obtuvo como enfermera en Kaiserswerth puso el fundamento de todas sus actividades futuras y fue la que de forma definitiva afianzó en ella su vocación.
Pero todavía le aguardaba otra prueba: las tentaciones del mundo que había apartado con desdén y desprecio. Había resistido a una tentación sutil que, en su agotamiento, la había rondado en ocasiones: la de dedicar las energías sofocadas hacia el arte o la literatura. La última ordalía tomó la forma de un joven deseable. Hasta entonces, sus pretendientes no habían sido más que una carga añadida y un motivo de burla; pero ahora, durante un momento, pareció dudar. Un sentimiento nuevo se apoderó de ella, un sentimiento que no había conocido antes y que nunca más iba a conocer. Había reclamado sus derechos sobre ella el instinto más poderoso y profundo de la humanidad. Pero ante ella se elevó aquel instinto con la formidable disposición -¿podría haber sido de otro modo?- del atuendo inevitable de un matrimonio victoriano; y tuvo la fuerza necesaria para aplastarlo bajo el pie.
Tengo una naturaleza intelectual que necesita satisfacción “anotó” y que la podría encontrar en él. Tengo una naturaleza pasional que necesita satisfacción y que la hallaría en él. Tengo una naturaleza activa y moral que necesita satisfacción y que no la encontraría en la vida de él. A veces pienso que en cualquier caso mi naturaleza pasional también encontrará satisfacción.
Pero no, ella sabía en el fondo de su corazón que no podía ser. «Atarme a una prolongación todavía peor de mi vida actual, poner fuera de mi alcance para siempre la posibilidad de labrarme una vida rica y verdadera.» Eso sería un suicidio. Se decidió y rechazó lo que era al menos una felicidad cierta por un bien imaginario que podría no llegar a ser realidad. Y al fin reanudó la vida de espera y amargura de siempre.
Los pensamientos y sentimientos que tengo ahora (escribía) puedo recordarlos desde que tenía seis años. Siempre he sentido que para mí era esencial y siempre he deseado una profesión, una tarea, una ocupación necesaria, algo en lo que desarrollar y emplear todas mis facultades. El primer pensamiento que puedo recordar y el último se refieren al trabajo de enfermera; o en su defecto, un trabajo en la educación, pero un trabajo relacionado con la educación especial, mejor que con la educación infantil. He probado todo, viajes al extranjero, amigos, Todo. ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de mí?
¿Un joven deseable? ¡Polvo y cenizas! ¿Qué es lo que había de deseable en una cosa como ésa? «A los treinta y un años», anotaba en su diario, «lo único que me parece deseable es la muerte». Pasaron tres años más y por fin el paso del tiempo modificó las cosas: su familia pareció darse cuenta de que era lo bastante mayor y lo suficientemente capaz para valerse por sí misma y, por lo tanto, se convirtió en Superintendente de un Hogar de Enfermeras de la Caridad en la calle Harley. Había obtenido la independencia, aunque todavía en una esfera limitada, y su madre todavía no se había resignado por completo: seguro que Florence al menos podría pasar el verano en el campo. Algunas veces, es cierto, entre sus amistades íntimas, Mrs. Nightingale casi lloraba. «Somos patos», decía con lágrimas en los ojos, «y hemos criado un cisne salvaje». Pero la pobre señora se equivocaba: no habían criado un cisne, sino un águila.
CAPÍTULO II
Miss Nightingale llevaba ya un año en su hospital privado en la calle Harley, cuando los hados llamaron a la puerta. Estalló la Guerra de Crimea, estaba en curso la batalla de Alma y la condición terrible de los hospitales militares de Scutari comenzaba a conocerse en Inglaterra. A veces sucede que es un poco difícil seguir los planes de la Providencia, pero en esta ocasión estaba todo claro, hubo una coordinación perfecta de los acontecimientos. Porque durante años Miss Nightingale había estado preparándose; por fin estaba preparada, tenía experiencia, era libre, era madura, pero todavía joven, tenía treinta y cuatro años, estaba deseando servir y tenía experiencia de mando. En ese preciso momento surgió la necesidad urgente de una gran nación y allí estaba ella para satisfacerla. Si la guerra hubiese tenido lugar unos pocos años antes, no habría tenido el conocimiento necesario, quizá incluso ni la energía para ese trabajo; unos pocos años más tarde, sin duda, se habría quedado inmóvil en la rutina de algún trabajo absorbente y, lo que es peor, habría envejecido. No sólo era notable la coincidencia en el tiempo. También coincidía el que Sidney Herbert estuviese en el Ministerio de la Guerra y en el Gobierno; Sidney Herbert era amigo íntimo de Miss Nightingale y estaba convencido, por experiencia personal en los trabajos de caridad, de la capacidad extraordinaria de ella. Con semejantes premisas, apenas parecerá extraño el dar por hecho que la carta de ella, en la que ofrecía sus servicios para ir a Oriente, y la carta de Sidney Herbert, en la que se los solicitaba, en realidad, se cruzasen en el camino. Así sucedió todo, sin un solo fallo. Se concedió el nombramiento; e incluso Mrs. Nightingale, atónita ante la magnitud de la empresa, dio su aprobación. Un par de amigas fieles se ofrecieron como ayudantes personales. Se reunieron treinta y ocho enfermeras; y antes de que transcurriese una semana del intercambio de cartas: Miss Nightingale, en medio de un gran estallido de entusiasmo popular, partía hacia Constantinopla.
Entre las cartas innumerables que recibió al partir, había una del Dr. Manning que en aquellos momentos trabajaba en relativa oscuridad como cura católico en Bayswater. «Dios la protegerá», escribía, «y mi oración pedirá para usted que su único objeto de adoración, modelo de conducta y fuente de consolación y fuerza, sea el Sagrado Corazón de nuestro Señor Divino».
Hasta qué punto se cumplió la oración del Dr. Manning, debe permanecer como materia de duda; pero hay algo que sí sabemos: que si en alguna ocasión fue necesaria una plegaria, desde luego lo fue para Florence Nightingale en aquellos momentos. Aun siendo oscura la pintura del estado de las cosas en Scutari, tal como se le ofrecía al público inglés en los despachos del corresponsal de The Times y en multitud de cartas particulares, la realidad resultó ser todavía más oscura. Lo que había sucedido, en breve, era la desintegración completa de los servicios médicos en el teatro de la guerra. Los orígenes de este terrible desastre fueron complejos y múltiples; se extendían hacia atrás, a través de largos años de paz y confianza, en Inglaterra; podrían trazarse a través de interminables ramificaciones de la incapacidad administrativa: desde los defectos inherentes a unos sistemas confusos, hasta las pequeñas torpezas de los oficiales de menor graduación y, desde la ignorancia inevitable de los ministros del Gobierno, hasta las exigencias fatales de la rutina estricta. Unas encuestas posteriores mostraron con claridad que el mal era, en realidad, el peor de todos los males, es decir, uno que no se había originado por ninguna razón particular y por el que no se podía culpar a nadie. Toda la organización de la maquinaria de guerra era inútil y estaba anticuada.
El anciano Duque había presidido durante el período de una generación la Guardia Montada y había reprimido las innovaciones con mano de hierro. Había un extraordinario solapamiento de autoridades, un cambio increíble de responsabilidades de un lado para otro. En cuanto a la idea de crear y mantener un servicio médico adecuado para el ejército, en la atmósfera de un caos antiguo, ¿cómo podría haberle entrado a nadie en la cabeza? Antes de la guerra, los tolerantes oficiales de Westminster estaban convencidos por naturaleza de que todo estaba bien, o al menos tan bien como podría esperarse; cuando alguien, por ejemplo, tenía la iniciativa temeraria de proponer la formación de un cuerpo de enfermeras del ejército, caía en el más completo de los ridículos. Cuando la guerra hubo comenzado, los galantes oficiales británicos que controlaban la organización tenían otras cosas en que pensar antes que en los pequeños detalles de la organización médica. ¿Quién se había preocupado por semejantes menudencias en la Península? Y seguro que, en aquella ocasión, se había hecho bastante bien. De manera que las precauciones más elementales no se tuvieron en cuenta y los preparativos más necesarios se aplazaron de forma indefinida. Se ordenó al oficial en jefe médico del ejército, el Dr. Hall, que estaba en la India, que se presentase al momento, pero no pudo viajar a Inglaterra antes de hacerse cargo de sus deberes en el frente. Y no fue sino al final de la batalla de Alma, cuando la guerra llevaba varios meses de duración, cuando se consiguieron plazas de hospital en Scurari para más de un millar de hombres. Hubo, sin duda, errores, insensateces y torpezas por parte de algunos individuos; pero, a la hora de hacer el balance global, fueron poco importantes: síntomas insignificantes del mal profundo del cuerpo político, la calamidad enorme del derrumbe administrativo.
Miss Nightingale llegó a Scutari, un suburbio de Constantinopla, en el lado asiático del Bósforo, el 4 de noviembre de 1845, diez días después de la batalla de Balaklava y un día antes de la batalla de Inkerman. La organización de los hospitales, que ya se había resentido bajo el peso de la batalla de Alma, se sometía ahora a la presión añadida que implicaban estos dos encuentros sangrientos y desesperados. Ya se recibían grandes destacamentos de heridos. Los hombres, después de recibir el tratamiento muy pobre que podían ofrecer los hospitales más pequeños en Crimea, se embarcaban al momento en grupos de 200 a través del Mar Negro hacia Scutari. En tiempos normales, este viaje duraba cuatro días y medio, pero los tiempos no eran normales y ahora el trayecto duraba a menudo una quincena o tres semanas. Recibía, no sin razón, el nombre de «pasaje medio». El middle passage, el pasaje medio, era el nombre que recibía una parte del viaje a través del Océano Atlántico, desde la costa oeste de África hasta las Indias Occidentales. El nombre se le daba a la etapa más larga del viaje de los barcos esclavistas que navegaban desde África hacia América o las Indias Occidentales.
Bajo cubierta y a veces encima de ella se amontonaban los heridos, los enfermos y los moribundos: hombres que habían sufrido la amputación de alguno de sus miembros, hombres que estaban en las garras de la fiebre o de la congelación, hombres, que estaban en la etapa terminal de la disentería o del cólera; sin camas, a veces sin mantas, a menudo casi sin ropa. El cirujano o el par de cirujanos a bordo hacían lo que podían; pero no había botiquín y la única forma de enfermería disponible era la que proveían un puñado de soldados inválidos, que de costumbre ellos mismos llegaban postrados al final del viaje. No había ningún otro alimento además de las raciones en salazón de la dieta marina; e incluso el agua estaba guardada de tal forma que quedaba fuera del alcance de los más débiles. Durante muchos meses, la media de muertes durante estos viajes fue de setenta y cuatro de cada mil; los cadáveres se arrojaban al agua ¿y alguien diría que eran los más desafortunados? En Scutari, el lugar, de desembarco, construido con toda la perversión de la ingenuidad oriental, sólo permitía acercarse con grandes dificultades, y si el tiempo era malo no se podía desembarcar de ninguna manera. Cuando el acercamiento era posible, en primer lugar había que desembarcar a lo que quedaba de los hombres y a continuación había que llevados por una cuesta muy pronunciada durante un cuarto de milla hasta el hospital más próximo. Sólo los casos más graves podían llevarse en camillas, porque había muy pocas; el resto se llevaba o se arrastraba colina arriba por los soldados convalecientes que se podían reunir, aquellos que no estaban tan evidentemente enfermos como para no poder trabajar. Por fin se preparaba el viaje, con lentitud, uno por uno, vivos o moribundos, los heridos se conducían hasta el hospital. Pero en el hospital, ¿qué encontraban?
Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate, las puertas del engaño no llevaban esta inscripción y, no obstante, tras ellas se abría la boca del infierno. Las necesidades, la negligencia, la confusión, las desgracias, de todos los tipos y con todos los grados de intensidad, llenaban los pasillos interminables y los apartamentos enormes del barracón gigantesco, el cual, sin pensado y sin preparación, se había dispuesto de forma apresurada como el refugio principal para las víctimas de la guerra. El edificio era radicalmente defectuoso. Estaba construido sobre un enorme alcantarillado y los pozos negros cargados de inmundicia enviaban su veneno a las habitaciones superiores. Los suelos estaban tan podridos que muchos de ellos no podían fregarse; las paredes acumulaban suciedad; multitudes increíbles de insectos pululaban por todas partes, y a pesar de que el edificio era enorme, sin embargo resultaba demasiado pequeño. Contenía cuatro mil camas, apretadas todas juntas, de manera que sólo quedaba sitio para pasar entre ellas. En medio de tales condiciones, el sistema de ventilación más complicado habría tenido defectos, pero es que no había ventilación. El hedor era indescriptible. «Estoy familiarizada», dijo Miss Nightingale, «con las viviendas de los peores barrios de la mayoría de las grandes ciudades europeas, pero nunca había estado en ningún lugar comparable a la atmósfera del Hospital del barracón por la noche». Los defectos estructurales sólo podían compararse a las deficiencias de los objetos más comunes de uso hospitalario. No había suficientes camas, las sábanas eran de lona y tan bastas que los heridos se horrorizaban ante ellas y rogaban que los dejasen sólo con las mantas; no había mobiliario de habitación de ningún tipo y las botellas vacías de cerveza se utilizaban como candelabros. No había palanganas, ni toallas, ni jabón, ni escobas, ni bayetas, ni bandejas, ni platos; no había ni zapatillas, ni tijeras, ni cepillos para el calzado, ni betún; tampoco había cuchillos, o tenedores, o cucharas.
El suministro de carbón era por lo general insuficiente, las disposiciones de cocina eran inadecuadas hasta el absurdo y la lavandería era una farsa. En cuanto al material puramente médico, las cosas no estaban mejor. Hacían falta camillas, material para entablillar y también hacían falta las drogas más habituales. Para proveer a tales necesidades, para luchar contra semejantes dificultades, había un puñado de hombres aplastados bajo el peso de un trabajo incesante, atados por la tradición de la rutina oficial y debilitada, bien por la avanzada edad, bien por la pura incompetencia. Habían demostrado estar muy por debajo de las exigencias de su tarea. El doctor jefe se hallaba perdido en las imbecilidades del optimismo senil. El desgraciado oficial cuyo cometido era subvenir a las necesidades del Hospital se hallaba atado de pies y manos por los formularios de la burocracia. Unos pocos de los médicos más jóvenes luchaban con valentía, pero ¿qué podían hacer?, sin preparación, desorganizados, con la única ayuda que podían encontrar entre el desgraciado grupo de soldados que podían reclutar entre los convalecientes para atender a sus camaradas enfermos, se enfrentaban a la enfermedad, a las mutilaciones y a la muerte en todas sus formas aterradoras; todo esto se apilaba ante ellos de forma tumultuosa y en una masa en constante crecimiento. Eran como náufragos que luchaban no por obtener la seguridad, sino por la simple existencia en el momento siguiente; para ganar, con otro esfuerzo todavía más frenético, un breve respiro ante las aguas de la destrucción.
FOTO 002 Atendiendo a su perro herido. Fiesta. Al final de su vida
En estas circunstancias, aquellos que se habían curtido hacía tiempo en la contemplación del sufrimiento humano, cirujanos con un conocimiento mundial de los dolores, soldados familiarizados con las carnicerías de los campos de batalla, misioneros con recuerdos de hambres y plagas pudieron apreciar, no obstante, un matiz del horror que no habían conocido con anterioridad. Había momentos y había lugares en el Hospital del barracón de Scutari en los que la mano más fuerte comenzaba a temblar y el ojo más valiente se veía obligado a mirar a otra parte.
Llegó Miss Nightingale, y ella, en cualquier caso, en aquel infierno, no perdió la esperanza. Por una razón: había traído material de socorro. Antes de salir de Londres había consultado al Dr. Andrew Smith, el presidente del Comité Médico del Ejército, si sería útil llevar equipos de algún tipo a Scutari, y el Dr. Andrew Smith le había contestado que «no se necesitaba nada». Incluso Sidney Herberr le había dado seguridades en ese sentido. Tal vez, quizá debido a alguna clase de error, podría haber habido algún retraso en la entrega de equipos médicos que, según dijo él, se habían enviado desde Inglaterra «con profusión», pero «en cuatro días se habría solucionado». Ella prefirió fiarse de su instinto y en Marsella compró grandes cantidades de provisiones misceláneas, que fueron de extrema utilidad en Scutari. También llegó con amplias provisiones de dinero: en conjunto, a lo largo de su estancia en Oriente, recibió, procedentes de recursos privados, unas siete mil libras, y además pudo obtener otros valiosos medios de ayuda. Había llegado a Scutari, al tiempo que ella, Mr. Macdonald, de The Times, encargado del deber de administrar las cantidades enormes de dinero recogidas a través de la agencia de ese periódico para ayudar a los enfermos y a los heridos. Y Mr. Macdonald tuvo la sensatez de ver que el mejor uso que se podría hacer de los fondos de The Times era ponerlo a disposición de Miss Nightingale.
No puedo concebir “escribía un testigo presencial”, al mirar con calma hacia el pasado, hacia las tres primeras semanas posteriores a la llegada de los heridos de la batalla de Inkerman, cómo habría sido posible haber evitado un estado de cosas demasiado lamentable para contemplarlo, si Miss Nightingale no hubiese estado allí, con los medios que puso a su disposición Mr. Macdonald.
Pero la opinión oficial era diferente. ¡Cómo!, ¿iba a admitir la administración pública, al aceptar la caridad externa, que era incapaz de cumplir sus propios deberes sin la ayuda de la benevolencia privada e irregular? ¡Eso, nunca! Y en consecuencia, cuando se le pidió a Lord Stratford de Redcliffe, el embajador en Constantinopla, que indicase cómo podían emplearse los fondos de The Times, él contestó que se les podría encontrar un destino muy bueno: la construcción de una iglesia protestante inglesa en Pera.
Mr. Macdonald no perdió más tiempo con Lord Strarford y al momento unió sus fuerzas a las de Miss Nightingale. Pero con semejante disposición mental en las altas esferas es fácil imaginar la clase de disgusto y alarma que debió de haber invadido al médico y al cirujano normales ante la irrupción repentina de un grupo de amateurs y de mujeres. No podían comprenderlo, ¿qué tenían que hacer las mujeres en la guerra? Los coroneles, sin pretensiones de refinamientos, aliviaban el aburrimiento contando chistes pesados acerca de “la Niña”; mientras que el pobre Dr. Hall, una especie de terrier tosco con forma de hombre, que había luchado todo el camino hasta llegar a la cumbre de su profesión, se quedó sin habla por el asombro y al fin dijo que el nombramiento de Miss Nightingale era extraordinariamente cómico.
El nombramiento de ella, de hecho, era oficial, pero esto apenas hacía más fáciles las cosas. En los hospitales era deber suyo ofrecer sus servicios y los de sus enfermeras cuando los solicitaban los médicos, pero no antes. Al principio, algunos de los cirujanos no encontraban nada que pedirle y, aunque otros la recibían bien, la mayoría era hostil y recelosa. Poco a poco comenzó a ganar terreno. No se podía negar su buena voluntad y no se podía menospreciar su capacidad. Con tacto consumado y con toda la delicadeza de la fuerza extraordinaria, por fin logró imponer su personalidad sobre el grupo suspicaz de hombres con mando que la rodeaba y que se hallaba debilitado, desanimado y abrumado por el trabajo. Se mantuvo firme, era como una roca en medio de un océano airado; sólo en ella había seguridad, consuelo, vida. Y de esta manera amaneció la esperanza en Scutari. El reino del caos y de la noche antigua comenzó a decrecer; el orden apareció en el escenario, y también el sentido común, y el sentido de la anticipación, y la capacidad de decisión; y todo ello radiaba desde la pequeña habitación a un lado de la gran galería del hospital militar donde, noche y día, la señora superintendente se sentaba a su tarea. El progreso podría ser lento, pero era seguro. El primer síntoma de un gran cambio llegó con la aparición de algunos de los objetos necesarios de los que el hospital había estado desprovisto durante meses. Los enfermos comenzaron a disfrutar del uso de toallas y jabón, cuchillos y tenedores, peines y cepillos para los dientes. Es probable que el Dr. Hall resoplase cuando oyese hablar de ello y que preguntase, con un gruñido, que para qué quería un cepillo de dientes un soldado; pero el buen trabajo continuó. Y al fin, todo lo relativo al aprovisionamiento de los hospitales, de hecho, lo llevaba a cabo Miss Nightingale.
Al parecer, sólo ella sabía dónde echar mano de lo que se necesitaba, cualquiera que fuese la contingencia; sólo ella sabía administrar las provisiones con prontitud; pero sobre todo, solamente ella poseía el conocimiento del arte de soslayar las influencias perniciosas de las regulaciones oficiales. Éste era su mayor enemigo y, a veces, incluso a ella la derrotaba. En una ocasión, 27.000 camisas enviadas a petición de ella por el Gobierno del Interior, llegaron, desembarcaron y lo único que faltaba era desempaquetarlas. Pero entonces intervino el «intendente» oficial. «No podía desempaquetarlas», dijo «sin permiso del Comité». Miss Nightingale suplicó en vano, los enfermos y los heridos yacían medio desnudos, tiritando por falta de ropas, pero pasaron tres semanas antes de que el Comité diese salida a las camisas. Un poco después, sin embargo, en una ocasión parecida, Miss Nightingale pensó que podría dar una muestra de su propia autoridad. Ordenó que un envío del Gobierno se abriese a la fuerza, mientras el infeliz «intendente» permanecía al lado, retorciéndose las manos en medio de una agonía departamental. Cantidades enormes de provisiones valiosas enviadas desde Inglaterra yacían, según averiguó, enterradas en el abismo sin fondo de la aduana turca. Otras mercancías pasaban en barco, enterradas bajo las municiones destinadas a Balaklava, sin que en Scutari lo advirtieran y, de esta manera, el material de hospital se transportaba tres veces de un lado a otro del Mar Negro antes de que llegase a su destino. Todo el sistema estaba claramente mal diseñado y Miss Nightingale propuso a las autoridades inglesas que se estableciese un almacén del Gobierno en Scutari para la recepción y distribución de los envíos. Seis meses después de su llegada, el almacén era una realidad.
Mientras tanto había reorganizado las cocinas y las lavanderías de los hospitales. Los trozos de carne mal cocinados, servidos de forma pésima a intervalos irregulares, que hasta entonces habían sido la única dieta para los enfermos, se sustituyeron por comidas puntuales, bien preparadas y apetitosas; además, se servían a quienes las necesitaban comidas vigorizantes extra, sopas, vinos y conservas de frutas “lujos absurdos”, gruñó el Dr. Hall. Hubo una cosa, sin embargo, que no pudo conseguir. La separación de los huesos y la carne no formaba parte de la cocina oficial: la regla decía que el alimento debía dividirse en porciones iguales, y si algunas de las porciones eran sólo hueso, bien, todos los hombres tenían idénticas oportunidades. La regla quizá no era muy buena, pero estaba ahí. «Deshuesar la carne», se le dijo, «requeriría un nuevo Reglamento del Servicio». En cuanto a las disposiciones del lavado, hubo una revolución. Hasta la llegada de Miss Nightingale, el número de piezas de ropa interior que habían logrado lavar las autoridades era el de siete. La ropa de cama del hospital se «lavaba» en agua fría. Alquiló una casa turca, hizo instalar calentadores y empleó a las mujeres de los soldados para el trabajo de lavandería. Los gastos los proveían sus fondos privados y los de The Times, y desde ese momento los enfermos y los heridos tuvieron el consuelo de las sábanas limpias.
Después dirigió su atención hacia la ropa de vestido. Debido a las exigencias militares, el mayor número de los hombres había abandonado el equipo, los macutos se habían perdido de forma irremediable; sólo eran dueños de lo que había encima de sus personas y en general para lo único que servía aquello era para una destrucción lo más rápida posible. El «intendente», por supuesto, señaló que, de acuerdo con el reglamento, todos los soldados deberían traer con ellos al hospital una provisión adecuada de vestidos y añadió que no era asunto suyo subvenir a esas deficiencias. Al parecer, sí era asunto de Miss Nightingale. Consiguió calcetines, botas y camisas en cantidades enormes; mandó hacer pantalones y batas. «La realidad es que», dijo a Sidney Herbert, «ahora estoy vistiendo al ejército británico». De repente llegó la noticia desde Crimea de que un contingente nuevo y grande de heridos y enfermos se esperaba en breve. ¿Dónde irían? Toda pulgada disponible en las salas estaba ocupada, el asunto era grave y preocupante; y las autoridades estaban aterrorizadas. Había algunas habitaciones en ruinas en el Hospital del barracón, inadecuadas como vivienda humana, pero Miss Nightingale creía que, si se tomaban medidas a tiempo, se podrían habilitar para que acomodasen varios cientos de camas. Uno de los médicos se mostró de acuerdo con ella; el resto de los oficiales parecía indeciso: sería un trabajo demasiado caro, decían, haría falta edificar y además, ¿quién asumiría la responsabilidad? El curso natural consistía en informar al director general del Departamento Médico del Ejército, en Londres; luego, el director general haría una solicitud ante la Guardia Montada, la Guardia Montada obligaría a actuar a la Intendencia General, la Intendencia General expondría el asunto ante el Tesoro, y si el Tesoro daba el consentimiento, el trabajo se podía llevar a cabo, con todos los permisos, varios meses más tarde de que la necesidad que los ocasionó hubiese desaparecido.
Miss Nightingale, sin embargo, ya se había decidido y convenció a Lord Stratford, o creyó que lo había convencido, para dar la aprobación al gasto necesario. Se contrataron con toda rapidez ciento veinticinco hombres y se comenzó el trabajo. Los trabajadores se pusieron en huelga, con lo cual Lord Stratford se lavó las manos respecto a todo el asunto. Miss Nightingale contrató otros doscientos hombres bajo su propia responsabilidad e hizo los pagos a través de sus recursos propios. Las salas estaban dispuestas para la fecha en que se necesitaban, quinientos hombres enfermos se recibieron allí y todos los materiales, incluidos cuchillos, tenedores, cucharas, vasos y toallas, los proporcionó Miss Nightingale. Esta mujer notable, en realidad, desempeñaba la función de un jefe de administración. ¿Cómo había sucedido esto? ¿No era su deber simplemente atender a los enfermos? Y a decir verdad, ¿no era como un ángel de consolación, una gentil «Dama de la Linterna», como en realidad había quedado en la imaginación de sus contemporáneos? Sin duda así era, pero no era menos cierto que, como ella dijo, los asuntos específicos de la enfermería fueron «la menos importante de las funciones a las que se la había obligado». Estaba claro que en el estado de desorganización en el que habían caído los hospitales de Scutari, las necesidades más vitales, más acuciantes eran algo más que la enfermería; eran necesidades de los elementos imprescindibles de la vida civilizada, de los objetos materiales más comunes, la limpieza más elemental, los hábitos rudimentarios de orden y autoridad. «Oh, Miss Nightingale», dijo una persona de su grupo cuando se acercaban a Constantinopla, «cuando desembarquemos, sin perder el tiempo, ¡vayamos a atender a los pobres muchachos!». «Las más fuertes harán falta en los fregaderos», respondió Miss Nightingale. Y fue en el fregadero y todo lo que acompañaba al fregadero donde empeñó sus mayores energías. Sin embargo, decir eso quizá es exagerar. Pues a quienes la vieron trabajar entre los enfermos, moviéndose noche y día de cama en cama, con su coraje inquebrantable, con una vigilancia infatigable, parecía como si la fuerza concentrada de una devoción sin paralelo e indivisa apenas pudiese ser suficiente sólo para esa parte de su trabajo. En aquellas vastas salas, dondequiera que el sufrimiento fuese mayor y la necesidad de ayuda fuese más grande, allí estaba, como por arte de magia, Miss Nightingale. En el momento de alguna operación aterradora, su presencia de ánimo sobrehumana daría valor a la víctima para soportarlo e incluso casi para la esperanza. Su simpatía aliviaba los dolores de los moribundos y devolvía a quienes todavía vivían algo de los encantos olvidados de la vida. Una y otra vez sus esfuerzos incansables rescataban a aquellos a quienes los cirujanos habían abandonado como enfermos incurables. Su simple presencia traía consigo una influencia extraña. Una idolatría apasionada se extendió entre los hombres: besaban su sombra cuando pasaba. Más aún. «Antes de que ella llegase», dijo un soldado, «todo eran maldiciones y juramentos, pero después era tan sagrado como una iglesia». El privilegio más apreciado por el guerrero se abandonó en atención a Miss Nightingale. En aquellos «pozos profundos de la desdicha humana», como ella misma dijo, nunca oyó utilizar alguna expresión «que pudiese afligir a una dama».
Era heroica, y éstos eran los regalos humildes que ofrecían quienes eran de un molde más grosero a la calidad más alta. En verdad, era heroica. Pero su heroísmo no era el de esa categoría simple, tan grata a los lectores de novelas y de hagiografías: el heroísmo sentimental y romántico con el que la humanidad reviste a los objetos de su predilección, no, estaba hecho de un material más fuerte. Para el soldado herido en su lecho del dolor, ella podría muy bien aparecer con el aspecto de un ángel de misericordia, pero los cirujanos militares, y los ayudantes sanitarios, y sus enfermeras y el «intendente» y el Dr. Hall, e incluso el propio Lord Strarford podría contar una historia diferente. No fue mediante una dulzura gentil y una abnegación femenina como había sacado al orden de la oscuridad en los hospitales de Scutari ni como había vestido al ejército inglés, con sus propios recursos, ni como había extendido su dominio sobre los poderes adversos y compactos del mundo oficial; sino mediante un método estricto, disciplina rigurosa, atención constante hacia los detalles, trabajo incesante y mediante la determinación permanente de una voluntad indomable. Bajo su aspecto calmado y frío se disimulaban fuegos apasionados y vehementes. Al pasar por las salas, con su vestido sencillo, tan tranquila, tan carente de pretensiones, el observador casual la habría tomado de forma inocente por el ejemplo de una dama perfecta; pero el ojo atento habría percibido algo más que eso; habría percibido la serenidad de las deliberaciones de gran responsabilidad bajo el aspecto de la frente capaz, la señal del poder en la curva dominante de la fina nariz y las trazas de un temperamento peligroso y severo, un poco perverso, un poco burlón y, sin embargo, algo preciso, en la boca pequeña y delicada. Había humor en su cara, pero el observador curioso se preguntaría si era un humor de una clase agradable; se podría preguntar, incluso, al oír las risas y al advertir las bromas con las que alegraba el ánimo de los pacientes, qué clase de diversión sardónica no airearía esta dama en la intimidad de su habitación. En cuanto a su voz, era cierto, incluso en mayor medida que su aspecto, que «tenía en ella algo que uno se ve obligado a llamar autoridad». Aquellos tonos claros no tenían necesidad de más énfasis. «Nunca le oí levantar la voz», dijo una de sus acompañantes. Sólo que cuando ella había dado su opinión parecía como si no pudiera suceder ninguna otra cosa a continuación sino la obediencia. En una ocasión, cuando ella hubo dado una indicación, un médico se aventuró a observar que no se podía hacer. «Pero debe hacerse», dijo Miss Nightingale. El oyente casual que escuchó las palabras no pudo olvidar en toda su vida la autoridad irresistible que había en ellas. Y se dijeron con tranquilidad, de hecho, se dijeron con una gran tranquilidad.
A altas horas de la noche, cuando las muchas millas de camas yacían envueltas en la oscuridad, Miss Nightingale se sentaba a trabajar, en su habitación diminuta, en la correspondencia. Era la más formidable de todas sus tareas. Había que escribir cientos de cartas a los amigos y parientes de los soldados, había que manejar una masa enorme de documentos oficiales, había que responder a su correspondencia personal y, lo más importante, estaba también la redacción de los largos informes confidenciales que enviaba a Sidney Herbert. De ninguna manera se trataba de comunicaciones oficiales. Su alma, atada durante el día por las restricciones y la reserva de una responsabilidad enorme, se desbordaba en estas cartas con toda su vehemencia natural, como un torrente desbordado lo hace por el aliviadero de una presa. Aquí, por fin, no suavizaba las cosas. Aquí pintaba con los colores más oscuros las escenas repulsivas que la rodeaban y rasgaba sin remordimientos los últimos velos que todavía envolvían la verdad abominable. Además, llenaba páginas con recomendaciones y propuestas, con críticas de los más menudos detalles de organización, con cálculos elaborados de las contingencias, con análisis exhaustivos y afirmaciones estadísticas que se apilaban con ardor indesmallable uno sobre otro. Y más aún, su pluma, con la virulencia de la volubilidad, se apresuraba a discutir los méritos de cada individuo, a denunciar al cirujano incompetente, a ridiculizar a la enfermera arrogante. Sus sarcasmos también exploraban las filas de los oficiales con la precisión mortal de una ametralladora. Los motes que ponía eran terribles. No respetaba a nadie: Lord Stratford, Lord Raglan, la señora Stratford, el Dr. Andrew Smith, el comisario general, el intendente, a todos ellos los criticaba con violencia. La futilidad intolerable de la humanidad la obsesionaba como una pesadilla y contra ella mostraba su mueca de ira. «Hago bien en estar enfadada», era el estribillo de sus gritos. ¿Cuántos hombres justos había en Scutari? ¿Cuántos se preocupaban por los enfermos o habían hecho algo para aliviarlos? ¿Eran diez? ¿Eran cinco? ¿Había uno tan siquiera? No estaba segura.
En una ocasión, durante varias semanas, los denuestos descendieron sobre la cabeza del propio Sidney Herbert. No había interpretado de forma correcta sus deseos; había tergiversado sus instrucciones precisas y hasta que no hubo admitido el error y hubo pedido perdón en los términos más abyectos no volvió a recuperar su confianza. Mientras este malentendido estaba en el punto crítico, un joven caballero aristocrático llegó a Scutari con una recomendación del Ministro. Había salido de Inglaterra con el deseo romántico de rendir homenaje a la heroína angelical de sus sueños. Había abandonado, dijo, una vida de comodidades y lujo, para dedicarse noche y día al servicio de aquella dama gentil; ejecutaría los oficios más humildes, se «mataría» por ella, sería su siervo y se sentiría recompensado con una simple sonrisa. En verdad, obtuvo una simple sonrisa, pero de una clase que no esperaba. Miss Nightingale al principio no quiso ver al visitante; cuando lo admitió a su presencia creyó que se trataba de un emisario enviado por Sidney Herbert para hacerla responsable de los errores en la disputa que mantenían, de manera que tomó notas a lo largo de la conversación e insistió en que las firmase al final. El joven caballero regresó a Inglaterra en el barco siguiente. Esta disputa con Sidney Herbert, sin embargo, fue un incidente excepcional. Siempre la apoyó con firmeza, al igual que Lord Panmure, su sucesor; y el hecho de que contase durante toda la estancia en Scutari con el apoyo del Ministerio del Interior fue su carta de triunfo a lo largo de su trato con las autoridades de los hospitales. Pero no sólo la apoyaba el Gobierno: la opinión pública en Inglaterra reconoció desde muy pronto la importancia enorme de su misión, y la estimación entusiasta de su trabajo alcanzó muy pronto una altura extraordinaria. La propia Reina se sintió conmovida. Preguntó repetidas veces por la salud de Miss Nightingale; pidió que le dejasen ver las relaciones que ella enviaba sobre los heridos y la convirtió en el intermediario entre la corona y la tropa.
Haga saber a la señora Herbert “escribió al Ministro de la Guerra” que deseo que Miss Nightingale y las damas que están con ella les digan a aquellos desdichados hombres nobles, heridos y enfermos, que nadie siente un interés más intenso por sus sufrimientos o admira su valor y su heroísmo más que su Reina. Noche y día piensa en sus amados ejércitos. Al igual que el Príncipe. Ruegue a la señora Herbert que comunique mis palabras a aquellas damas, porque sé que nuestra simpatía es muy apreciada por esos nobles muchachos.
FOTO 003 Florence Nightingale atendiendo a un herido
El capellán leyó la carta en las salas: “Es una carta muy emocionante”, dijeron los hombres. Y así pasaron los meses y aquel invierno inclemente que había comenzado con Inkerman y se había arrastrado durante la larga agonía del sitio de Sebastopol concluyó por fin. En mayo de 1855, después de seis meses de trabajo, Miss Nightingale pudo contemplar con algo parecido a la satisfacción el estado de los hospitales de Scutari. Si lo único que hubiesen hecho hubiera sido sobrevivir a la terrible tensión que se les había impuesto, ya habría sido una razón para felicitarse; pero habían hecho mucho más que eso, habían mejorado de forma maravillosa. La confusión y la urgencia en las salas habían terminado: el orden y la limpieza reinaban en ellas; las provisiones eran abundantes y puntuales; se habían ejecutado importantes obras sanitarias. Una simple comparación de los números era suficiente para revelar lo extraordinario del cambio: la tasa de mortalidad entre los casos tratados había caído de un cuarenta y dos por ciento a un veintidós por mil. Pero la dama infatigable no estaba satisfecha todavía. El problema fundamental se había resuelto: se había provisto de forma adecuada a las necesidades físicas de los hombres; quedaban las necesidades espirituales y mentales. Dispuso y arregló unas salas de lectura y recreo. Comenzaron a impartirse clases y se dieron conferencias. Los oficiales estaban asombrados al ver que trataba a sus hombres como si fuesen seres humanos y aseguraban que terminaría por «mimar a los brutos». Pero no era ésa la opinión de Miss Nightingale y estaba justificada. El soldado raso comenzó a beber menos e incluso, que eso parecía imposible, a ahorrar la paga. Miss Nightingale se convirtió en banquero del ejército, recibía y enviaba a casa grandes sumas de dinero todos los meses. Y al fin, a regañadientes, el Gobierno siguió el ejemplo y dispuso de un mecanismo propio para la remisión de dinero. Lord Panmure, no obstante, continuó siendo un escéptico; «no servirá de nada», dijo; «el soldado británico no es un animal que envíe dinero». Pero, de hecho, durante los seis meses siguientes se mandaron a casa 71.000 libras.
En medio de todas estas actividades, Miss Nightingale todavía tuvo tiempo para ocuparse de la inspección de los hospitales en la propia Crimea. El trabajo era muy duro y las condiciones de vida eran casi intolerables. Se pasaba días enteros sobre una silla de montar o la llevaban por aquellas alturas rocosas y desoladas en un carro de equipajes. A veces tenía que permanecer durante horas bajo una intensa nevada, para llegar a un refugio en plena noche, después de caminar durante millas a través de desfiladeros peligrosos. Su capacidad de resistencia parecía increíble, pero finalmente parecía exhausta. Le subió la fiebre y llegó a parecer que estaba muy cerca de la muerte. Pero siguió trabajando; si no podía moverse, al menos podía escribir; y se puso a escribir hasta donde se lo permitía su cabeza; e incluso después seguía escribiendo, en lo que parecía un estado de delirio de la propia muerte. Cuando, después de muchas semanas, tuvo fuerza suficiente para viajar, se le imploró que regresase a Inglaterra, pero ella se negó en redondo. No volvería, dijo, hasta que el último de los soldados hubiese abandonado Scutari.
Casi había llegado ese momento feliz cuando, de repente, las hostilidades larvadas entre las autoridades militares se reanimaron con gran virulencia. El trabajo del Dr. Hall se recompensó con una K.C.B. Letras que, según Miss Nightingale dijo a Sidney Herbert, sólo podía suponer que querían decir «Caballero de los Cementerios de Crimea» y la distinción se le había subido a la cabeza. Ahora era Sir John y no iba a tolerar que se le contradijese. En los últimos tiempos había habido algunas discusiones entre Miss Nightingale y algunas de las enfermeras en los hospitales de Crimea.
"K. C. B!. son las iniciales de una distinción británica: Knight Commander of the Bath, con las que juega la protagonista para convertirlas en Knight of the Crimean Burial-grounds, o sea, Caballero de los Cementerios de Crimea.
La situación se había agravado con algunos rumores de desacuerdos religiosos; porque, mientras las enfermeras de Crimea eran católicas romanas, muchas de las de Scutari eran sospechosas de una censurable tendencia hacia las doctrinas del Dr. Pusey. Miss Nightingale no estaba preocupada ni lo más mínimo por estas diferencias sectarias, pero cualquier insinuación que pusiese en duda su autoridad suprema sobre todas las enfermeras del ejército era suficiente para despertar su ira. Y al parecer la señora Bridgeman, la madre reverenda de Crimea, se había aventurado a poner esa autoridad en tela de juicio. Sir John Hall creyó que había llegado su oportunidad y apoyó con toda su fuerza a Mrs. Bridgeman, o la «reverenda Piedra», como Miss Nightingale prefería llamada. Hubo una lucha violenta, la ira de Miss Nightingale fue terrible. Dijo que el Dr. Hall estaba haciendo lo posible para «echarla de Crimea». No pensaba soportarlo más tiempo, el Departamento de la Guerra no estaba jugando limpio con ella, sólo se podía hacer una cosa: Sidney Herbert debería promover que se . llevasen los documentos a la Cámara de los Comunes, de manera que el público pudiese juzgar entre ella y sus enemigos. Sidney Herbert la aplacó con grandes dificultades. Se cursaron órdenes de forma inmediata que eliminaban toda duda acerca de su autoridad, y la reverenda Piedra se retiró de la escena. Sir John, sin embargo, era más tenaz. Unas pocas semanas más tarde, Miss Nightingale y sus enfermeras visitaron Crimea por última vez y a Sir John se le ocurrió la brillante idea de que podía deshacerse de ella mediante un expediente muy simple: la privaría de alimento hasta que se sometiese; de hecho, dio órdenes de que no se le diesen provisiones de ninguna clase. Ya había ensayado en una ocasión anterior este método con un médico desafortunado, cuya presencia en Crimea había considerado una intromisión. Pero ahora iba a aprender que semejantes trucos eran inútiles con Miss Nightingale. Con una previsión extraordinaria, se había traído grandes cantidades de alimento; e incluso logró reunir más con sus fondos propios y por su propio esfuerzo; de manera que, durante diez días, en aquel país inhóspito, pudo mantenerse ella y mantener a sus veinticuatro enfermeras. Al fin, las autoridades militares intervinieron a su favor y Sir John tuvo que confesar que había perdido. En julio de 1856, cuatro meses después de la declaración de paz, Miss Nightingale salió de Scutari hacia Inglaterra. Su fama era ahora enorme y se había desatado el entusiasmo entre el pueblo. La aprobación real se expresó mediante el regalo de un broche, acompañado de una carta personal.
Usted es consciente, lo sé “escribía Su Majestad”, de la valoración elevada con la que considero la devoción cristiana que ha demostrado durante esta guerra sangrienta y difícil; y no es necesario que repita cuán afectuosamente agradecida estoy por sus servicios, que son comparables a los de mis queridos y bravos soldados, cuyos sufrimientos usted ha tenido el privilegio de aliviar de forma tan misericordiosa. Además, estoy ansiosa por hacer notar mis sentimientos de una forma que espero que sea agradable para usted y, por ello, le envío un broche con esta carta, cuya forma y emblemas conmemoran su trabajo bendito y esforzado y que espero que lleve ¡como símbolo de la alta estima de su Soberana!
«Será una gran satisfacción para mí», añadía Su Majestad, «conocer a alguien que ha proporcionado un ejemplo tan brillante para nuestro sexo». El broche lo había diseñado el Príncipe Consorte: llevaba una cruz de San Jorge en esmalte rojo y las iniciales reales con diamantes encima. Todo ello estaba inscrito en un círculo en el que se leía: «Benditos sean los misericordiosos».
Seguirá………………….La Segunda y última parte.
AGRADECIMIENTOS
Begoña Madarieta Revilla. Historiadora del Museo Vasco de Historia de la Medicina y de la Ciencia “José Luis Goti”
Koldo Santisteban Cimarro. Enfermero. Vocal Colegio de Enfermería de Bizkaia. Experto en libros antiguos de la Profesión Enfermera.
Raúl Expósito González. Enfermero. Supervisor del Servicio de Medicina Interna del Hospital General de Ciudad Real. Experto en la Historia de los Sangradores.
FOTO 004 Jesús Rubio y Manuel Solórzano
AUTORES
Jesús Rubio Pilarte *
* Enfermero y sociólogo. Profesor de la E. U. de Enfermería de Donostia. EHU/UPV
Miembro no numerario de La RSBAP
jrubiop20@enfermundi.com
Manuel Solórzano Sánchez **
** Enfermero Hospital Donostia. Osakidetza /SVS
Enfermero Servicio de Oftalmología
Hospital Donostia de San Sebastián.
Vocal del País Vasco de la SEEOF
Miembro de Eusko Ikaskuntza
Miembro de la Sociedad Vasca de Cuidados Paliativos
Miembro Comité de Redacción de la Revista Ética de los Cuidados
M. Red Iberoamericana de Historia de la Enfermería
Miembro no numerario de La RSBAP
masolorzano@telefonica.net
Contemporáneos en este libro de Florence Nightingale fueron: La Reina Victoria y el príncipe Alberto. El cardenal Manning, el Dr. Thomas Arnold y el General Charles George Gordon.
Este libro se encuentra ubicado en el Fondo de Reserva de la Biblioteca Koldo Mitxelena, perteneciente a la Diputación Foral de Gipuzkoa.
FOTO 001 Primera página del libro Victorianos Eminentes
FLORENCE NIGHTINGALE
CAPÍTULO I
Todo el mundo conoce la imagen popular de F1orence Nightingale. La mujer del autosacrificio y de la santidad, la doncella delicada de clase alta que despreció los placeres de una vida de comodidad para socorrer a los afligidos; la Dama de la Linterna que se movía entre los horrores del hospital de Scutari y santificaba con su bondad radiante el lecho del soldado moribundo; la imagen es familiar para todos. Pero la verdad era diferente. La Miss Nightingale de verdad no era como el capricho superficial la pintaba. Trabajaba de otra forma y con otras intenciones, se movía bajo el peso de una fuerza que no encuentra lugar en la imaginación popular. La poseía un demonio. Ahora bien, los demonios, sean lo que sean, están llenos de interés. Y así sucede que en la Miss Nightingale real había más cosas interesantes que en la de la leyenda; también había cosas que eran menos agradables.
Pertenecía a una familia muy rica que, a su vez, estaba relacionada, mediante matrimonios, con un círculo extenso de otras familias muy ricas. Había una gran casa de campo en Derbyshire; había otra en New Forest; había apartamentos en Mayfair, para la temporada de Londres, con todas sus fiestas elegantes; y había viajes al Continente, con un número de óperas italianas superior al normal y con atisbos de las celebridades de París. Educada en medio de semejantes ventajas, lo más natural era suponer que Florence mostraría una conveniente apreciación de todo ello y que cumpliría con su deber en aquel estado de vida al que Dios se había complacido en traerla: en otras palabras, se casaría, después de un número suficiente de bailes y fiestas, con un caballero de mérito y viviría feliz a partir de ese momento. Su hermana, sus primas y todas las jóvenes con las que se relacionaba se preparaban para casarse o ya lo habían hecho. Era inconcebible que Florence soñase con ninguna otra cosa; y, sin embargo, soñar es precisamente lo que hacía. :Ah! ¡Cumplir con su deber en aquel estado de vida al que Dios se había complacido en traerla! Seguro que ella no se quedaría atrás en el cumplimiento del deber; pero ¿a qué estado de vida se había complacido Dios en llamarla? Ése era el problema. Las llamadas de Dios son muchas y son extrañas. ¿A qué estado de vida se había complacido en llamar a Charlotte Corday o a Isabel de Hungría? Si no era una llamada, ¿qué era aquella extraña voz en su oído? ¿Por qué había sentido, desde su más temprana juventud, aquellas misteriosas inclinaciones hacia..., apenas sabía hacia qué, pero desde luego hacia algo muy distinto de lo que la rodeaba? ¿Por qué, en su infancia, en el cuarto de los niños, cuando su hermana había mostrado un placer saludable en romper en pedazos las muñecas, ella había mostrado un placer morboso en coserlas y componerlas de nuevo? ¿Por qué se dedicaba a cuidar de los pobres en sus hogares humildes, a cuidar de los enfermos, a poner la pata herida de su perro en complicados cabestrillos, como si fuese un ser humano? ¿Por qué se le llenaba la cabeza de imaginaciones extrañas en las que la casa de campo de Embley se convertía, como por ensalmo, en un hospital, con ella misma de enfermera jefe moviéndose entre las camas? ¿Por qué incluso su visión del cielo se llenaba de pacientes doloridos a quienes ella era útil? Así soñaba y se hacía preguntas y, sacando el diario, vertía en él todas las inquietudes del alma y entonces sonaba la campanilla y llegaba la hora de vestirse para la cena.
Con el paso de los años comenzó a apoderarse de ella una inquietud. Era desgraciada y, por fin, se dio cuenta de ello. Mrs. Nightingale, simultáneamente, empezaba a pensar que algo iba mal. Era muy extraño, ¿qué podría pasarle a la querida Flo? Mr. Nightingale sugirió que sería aconsejable un marido; pero lo curioso era que ella no parecía tener ningún interés en los maridos. ¡Con sus atractivos y sus cualidades! No había nada en el mundo que pudiese impedir que hiciese un enlace en verdad satisfactorio. ¡Pero no! No pensaba nada más que en satisfacer un apetito singular de hacer algo. Como si en cualquier caso no tuviese bastante que hacer, de forma habitual, en casa. Había que cuidar de la porcelana y tenía que leer para su padre después de la cena. Mrs. Nightingale no podía entenderlo; y de repente, un día, la perplejidad se convirtió en consternación y preocupación. Florence dio a conocer un deseo perentorio de ir al Hospital de Salisbury durante unos meses, en calidad de enfermera; y más aún, confesó un plan visionario de establecer al fin una casa propia en un pueblo cercano y fundar allí «algo parecido a una Hermandad Femenina Protestante, sin votos, para mujeres de sentimientos elevados». Todo el proyecto se desestimó por absurdo; y Mrs. Nightingale, después de la primera conmoción de terror, pudo dedicarse con más o menos tranquilidad al bordado. Pero Florence, que ya tenía veinticinco años y sentía que se había deshecho el sueño de su vida, casi llegó a un punto de desesperación.
Y por cierto, las dificultades del camino eran grandes. Porque no sólo era una cosa casi inimaginable en aquellos tiempos el que una mujer con medios de fortuna quisiese abrirse camino en el mundo y vivir con independencia, sino que la profesión concreta a la que Florence estaba destinada, tanto por su instinto como por su capacidad, en aquel tiempo, no gozaba de muy buena reputación. Una «enfermera» en aquellos tiempos era una anciana tosca, de costumbre sucia y siempre ignorante, a menudo brutal; una Mrs. Gamp, envuelta con atavíos sórdidos, aficionada a la botella de brandy o que se complacía en irregularidades peores. Las enfermeras de hospital eran conocidas de forma singular por su conducta inmoral; la sobriedad era casi desconocida entre ellas; apenas se les podía confiar la ejecución de los cuidados médicos más simples. Cierto es que las cosas han cambiado desde entonces; y el hecho de que hayan cambiado se debe, mucho más que a cualquier otro ser humano, a la propia Miss Nightingale. No es extraño que sus padres hubiesen sentido un estremecimiento ante la idea de que su hija iba a dedicar su vida a semejante ocupación. «Era como si», ella misma dijo más tarde, «hubiese querido ser pinche de cocina». Y sin embargo, el deseo, absurdo e imposible como era, no sólo permaneció inamovible en su corazón, sino que creció en intensidad de día en día. Su infelicidad se convirtió en una melancolía morbosa. Todo alrededor de ella era innoble y ella misma, estaba claro, para haber merecido tal desgracia, esta aún más innoble que lo que la rodeaba. Sí, había pecado, «ante el trono del juicio final de Dios». «Nadie», declaró, «ha ofendido tanto al Espíritu Santo»; de eso estaba muy segura. Era en vano que orase para librarse de la vanidad y de la hipocresía y no podía soportar sonreír o estar alegre, «porque odiaba que Dios la oyese reír, como si no se hubiese arrepentido de su pecado».
Un espíritu más débil se habría sentido abrumado ante el peso de tales desgracias, se habría rendido o habría cedido. Pero esta joven extraordinaria se mantuvo firme y luchó hasta obtener la victoria. Con una constancia admirable, a lo largo de los ocho años que siguieron al rechazo de su petición de ingreso en el Hospital de Salisbury, luchó, trabajó e hizo planes. Mientras a los ojos de los demás llevaba la vida de una muchacha brillante de la alta sociedad, mientras en su fuero interno era presa de las torturas del arrepentimiento y del remordimiento, sin embargo poseía la energía necesaria para hacer acopio de los conocimientos y para someterse a la experiencia que le permitirían hacer lo que ella había decidido que haría al fin. En secreto, devoraba los informes de las comisiones médicas, los panfletos de las autoridades sanitarias, las historias de los hospitales y asilos. Los intervalos de la temporada de Londres los pasaba en las escuelas gratuitas para niños pobres y en las casas de trabajo no remunerado. Cuando iba al extranjero con la familia, solía emplear su tiempo libre tan bien que apenas había algún gran hospital en Europa con el que no estuviese familiarizada, apenas había una gran ciudad cuyos barrios pobres no hubiese recorrido. Consiguió pasar algunos días en una escuela conventual en Roma y algunas semanas como «Sceur de Charité» en París. Luego, mientras su madre y su hermana tomaban las aguas en Carlsbad, consiguió escaparse a una institución de Enfermeras en Kaiserswerth, donde permaneció durante más de tres meses. Éste fue el acontecimiento decisivo de su vida. La experiencia que obtuvo como enfermera en Kaiserswerth puso el fundamento de todas sus actividades futuras y fue la que de forma definitiva afianzó en ella su vocación.
Pero todavía le aguardaba otra prueba: las tentaciones del mundo que había apartado con desdén y desprecio. Había resistido a una tentación sutil que, en su agotamiento, la había rondado en ocasiones: la de dedicar las energías sofocadas hacia el arte o la literatura. La última ordalía tomó la forma de un joven deseable. Hasta entonces, sus pretendientes no habían sido más que una carga añadida y un motivo de burla; pero ahora, durante un momento, pareció dudar. Un sentimiento nuevo se apoderó de ella, un sentimiento que no había conocido antes y que nunca más iba a conocer. Había reclamado sus derechos sobre ella el instinto más poderoso y profundo de la humanidad. Pero ante ella se elevó aquel instinto con la formidable disposición -¿podría haber sido de otro modo?- del atuendo inevitable de un matrimonio victoriano; y tuvo la fuerza necesaria para aplastarlo bajo el pie.
Tengo una naturaleza intelectual que necesita satisfacción “anotó” y que la podría encontrar en él. Tengo una naturaleza pasional que necesita satisfacción y que la hallaría en él. Tengo una naturaleza activa y moral que necesita satisfacción y que no la encontraría en la vida de él. A veces pienso que en cualquier caso mi naturaleza pasional también encontrará satisfacción.
Pero no, ella sabía en el fondo de su corazón que no podía ser. «Atarme a una prolongación todavía peor de mi vida actual, poner fuera de mi alcance para siempre la posibilidad de labrarme una vida rica y verdadera.» Eso sería un suicidio. Se decidió y rechazó lo que era al menos una felicidad cierta por un bien imaginario que podría no llegar a ser realidad. Y al fin reanudó la vida de espera y amargura de siempre.
Los pensamientos y sentimientos que tengo ahora (escribía) puedo recordarlos desde que tenía seis años. Siempre he sentido que para mí era esencial y siempre he deseado una profesión, una tarea, una ocupación necesaria, algo en lo que desarrollar y emplear todas mis facultades. El primer pensamiento que puedo recordar y el último se refieren al trabajo de enfermera; o en su defecto, un trabajo en la educación, pero un trabajo relacionado con la educación especial, mejor que con la educación infantil. He probado todo, viajes al extranjero, amigos, Todo. ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de mí?
¿Un joven deseable? ¡Polvo y cenizas! ¿Qué es lo que había de deseable en una cosa como ésa? «A los treinta y un años», anotaba en su diario, «lo único que me parece deseable es la muerte». Pasaron tres años más y por fin el paso del tiempo modificó las cosas: su familia pareció darse cuenta de que era lo bastante mayor y lo suficientemente capaz para valerse por sí misma y, por lo tanto, se convirtió en Superintendente de un Hogar de Enfermeras de la Caridad en la calle Harley. Había obtenido la independencia, aunque todavía en una esfera limitada, y su madre todavía no se había resignado por completo: seguro que Florence al menos podría pasar el verano en el campo. Algunas veces, es cierto, entre sus amistades íntimas, Mrs. Nightingale casi lloraba. «Somos patos», decía con lágrimas en los ojos, «y hemos criado un cisne salvaje». Pero la pobre señora se equivocaba: no habían criado un cisne, sino un águila.
CAPÍTULO II
Miss Nightingale llevaba ya un año en su hospital privado en la calle Harley, cuando los hados llamaron a la puerta. Estalló la Guerra de Crimea, estaba en curso la batalla de Alma y la condición terrible de los hospitales militares de Scutari comenzaba a conocerse en Inglaterra. A veces sucede que es un poco difícil seguir los planes de la Providencia, pero en esta ocasión estaba todo claro, hubo una coordinación perfecta de los acontecimientos. Porque durante años Miss Nightingale había estado preparándose; por fin estaba preparada, tenía experiencia, era libre, era madura, pero todavía joven, tenía treinta y cuatro años, estaba deseando servir y tenía experiencia de mando. En ese preciso momento surgió la necesidad urgente de una gran nación y allí estaba ella para satisfacerla. Si la guerra hubiese tenido lugar unos pocos años antes, no habría tenido el conocimiento necesario, quizá incluso ni la energía para ese trabajo; unos pocos años más tarde, sin duda, se habría quedado inmóvil en la rutina de algún trabajo absorbente y, lo que es peor, habría envejecido. No sólo era notable la coincidencia en el tiempo. También coincidía el que Sidney Herbert estuviese en el Ministerio de la Guerra y en el Gobierno; Sidney Herbert era amigo íntimo de Miss Nightingale y estaba convencido, por experiencia personal en los trabajos de caridad, de la capacidad extraordinaria de ella. Con semejantes premisas, apenas parecerá extraño el dar por hecho que la carta de ella, en la que ofrecía sus servicios para ir a Oriente, y la carta de Sidney Herbert, en la que se los solicitaba, en realidad, se cruzasen en el camino. Así sucedió todo, sin un solo fallo. Se concedió el nombramiento; e incluso Mrs. Nightingale, atónita ante la magnitud de la empresa, dio su aprobación. Un par de amigas fieles se ofrecieron como ayudantes personales. Se reunieron treinta y ocho enfermeras; y antes de que transcurriese una semana del intercambio de cartas: Miss Nightingale, en medio de un gran estallido de entusiasmo popular, partía hacia Constantinopla.
Entre las cartas innumerables que recibió al partir, había una del Dr. Manning que en aquellos momentos trabajaba en relativa oscuridad como cura católico en Bayswater. «Dios la protegerá», escribía, «y mi oración pedirá para usted que su único objeto de adoración, modelo de conducta y fuente de consolación y fuerza, sea el Sagrado Corazón de nuestro Señor Divino».
Hasta qué punto se cumplió la oración del Dr. Manning, debe permanecer como materia de duda; pero hay algo que sí sabemos: que si en alguna ocasión fue necesaria una plegaria, desde luego lo fue para Florence Nightingale en aquellos momentos. Aun siendo oscura la pintura del estado de las cosas en Scutari, tal como se le ofrecía al público inglés en los despachos del corresponsal de The Times y en multitud de cartas particulares, la realidad resultó ser todavía más oscura. Lo que había sucedido, en breve, era la desintegración completa de los servicios médicos en el teatro de la guerra. Los orígenes de este terrible desastre fueron complejos y múltiples; se extendían hacia atrás, a través de largos años de paz y confianza, en Inglaterra; podrían trazarse a través de interminables ramificaciones de la incapacidad administrativa: desde los defectos inherentes a unos sistemas confusos, hasta las pequeñas torpezas de los oficiales de menor graduación y, desde la ignorancia inevitable de los ministros del Gobierno, hasta las exigencias fatales de la rutina estricta. Unas encuestas posteriores mostraron con claridad que el mal era, en realidad, el peor de todos los males, es decir, uno que no se había originado por ninguna razón particular y por el que no se podía culpar a nadie. Toda la organización de la maquinaria de guerra era inútil y estaba anticuada.
El anciano Duque había presidido durante el período de una generación la Guardia Montada y había reprimido las innovaciones con mano de hierro. Había un extraordinario solapamiento de autoridades, un cambio increíble de responsabilidades de un lado para otro. En cuanto a la idea de crear y mantener un servicio médico adecuado para el ejército, en la atmósfera de un caos antiguo, ¿cómo podría haberle entrado a nadie en la cabeza? Antes de la guerra, los tolerantes oficiales de Westminster estaban convencidos por naturaleza de que todo estaba bien, o al menos tan bien como podría esperarse; cuando alguien, por ejemplo, tenía la iniciativa temeraria de proponer la formación de un cuerpo de enfermeras del ejército, caía en el más completo de los ridículos. Cuando la guerra hubo comenzado, los galantes oficiales británicos que controlaban la organización tenían otras cosas en que pensar antes que en los pequeños detalles de la organización médica. ¿Quién se había preocupado por semejantes menudencias en la Península? Y seguro que, en aquella ocasión, se había hecho bastante bien. De manera que las precauciones más elementales no se tuvieron en cuenta y los preparativos más necesarios se aplazaron de forma indefinida. Se ordenó al oficial en jefe médico del ejército, el Dr. Hall, que estaba en la India, que se presentase al momento, pero no pudo viajar a Inglaterra antes de hacerse cargo de sus deberes en el frente. Y no fue sino al final de la batalla de Alma, cuando la guerra llevaba varios meses de duración, cuando se consiguieron plazas de hospital en Scurari para más de un millar de hombres. Hubo, sin duda, errores, insensateces y torpezas por parte de algunos individuos; pero, a la hora de hacer el balance global, fueron poco importantes: síntomas insignificantes del mal profundo del cuerpo político, la calamidad enorme del derrumbe administrativo.
Miss Nightingale llegó a Scutari, un suburbio de Constantinopla, en el lado asiático del Bósforo, el 4 de noviembre de 1845, diez días después de la batalla de Balaklava y un día antes de la batalla de Inkerman. La organización de los hospitales, que ya se había resentido bajo el peso de la batalla de Alma, se sometía ahora a la presión añadida que implicaban estos dos encuentros sangrientos y desesperados. Ya se recibían grandes destacamentos de heridos. Los hombres, después de recibir el tratamiento muy pobre que podían ofrecer los hospitales más pequeños en Crimea, se embarcaban al momento en grupos de 200 a través del Mar Negro hacia Scutari. En tiempos normales, este viaje duraba cuatro días y medio, pero los tiempos no eran normales y ahora el trayecto duraba a menudo una quincena o tres semanas. Recibía, no sin razón, el nombre de «pasaje medio». El middle passage, el pasaje medio, era el nombre que recibía una parte del viaje a través del Océano Atlántico, desde la costa oeste de África hasta las Indias Occidentales. El nombre se le daba a la etapa más larga del viaje de los barcos esclavistas que navegaban desde África hacia América o las Indias Occidentales.
Bajo cubierta y a veces encima de ella se amontonaban los heridos, los enfermos y los moribundos: hombres que habían sufrido la amputación de alguno de sus miembros, hombres que estaban en las garras de la fiebre o de la congelación, hombres, que estaban en la etapa terminal de la disentería o del cólera; sin camas, a veces sin mantas, a menudo casi sin ropa. El cirujano o el par de cirujanos a bordo hacían lo que podían; pero no había botiquín y la única forma de enfermería disponible era la que proveían un puñado de soldados inválidos, que de costumbre ellos mismos llegaban postrados al final del viaje. No había ningún otro alimento además de las raciones en salazón de la dieta marina; e incluso el agua estaba guardada de tal forma que quedaba fuera del alcance de los más débiles. Durante muchos meses, la media de muertes durante estos viajes fue de setenta y cuatro de cada mil; los cadáveres se arrojaban al agua ¿y alguien diría que eran los más desafortunados? En Scutari, el lugar, de desembarco, construido con toda la perversión de la ingenuidad oriental, sólo permitía acercarse con grandes dificultades, y si el tiempo era malo no se podía desembarcar de ninguna manera. Cuando el acercamiento era posible, en primer lugar había que desembarcar a lo que quedaba de los hombres y a continuación había que llevados por una cuesta muy pronunciada durante un cuarto de milla hasta el hospital más próximo. Sólo los casos más graves podían llevarse en camillas, porque había muy pocas; el resto se llevaba o se arrastraba colina arriba por los soldados convalecientes que se podían reunir, aquellos que no estaban tan evidentemente enfermos como para no poder trabajar. Por fin se preparaba el viaje, con lentitud, uno por uno, vivos o moribundos, los heridos se conducían hasta el hospital. Pero en el hospital, ¿qué encontraban?
Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate, las puertas del engaño no llevaban esta inscripción y, no obstante, tras ellas se abría la boca del infierno. Las necesidades, la negligencia, la confusión, las desgracias, de todos los tipos y con todos los grados de intensidad, llenaban los pasillos interminables y los apartamentos enormes del barracón gigantesco, el cual, sin pensado y sin preparación, se había dispuesto de forma apresurada como el refugio principal para las víctimas de la guerra. El edificio era radicalmente defectuoso. Estaba construido sobre un enorme alcantarillado y los pozos negros cargados de inmundicia enviaban su veneno a las habitaciones superiores. Los suelos estaban tan podridos que muchos de ellos no podían fregarse; las paredes acumulaban suciedad; multitudes increíbles de insectos pululaban por todas partes, y a pesar de que el edificio era enorme, sin embargo resultaba demasiado pequeño. Contenía cuatro mil camas, apretadas todas juntas, de manera que sólo quedaba sitio para pasar entre ellas. En medio de tales condiciones, el sistema de ventilación más complicado habría tenido defectos, pero es que no había ventilación. El hedor era indescriptible. «Estoy familiarizada», dijo Miss Nightingale, «con las viviendas de los peores barrios de la mayoría de las grandes ciudades europeas, pero nunca había estado en ningún lugar comparable a la atmósfera del Hospital del barracón por la noche». Los defectos estructurales sólo podían compararse a las deficiencias de los objetos más comunes de uso hospitalario. No había suficientes camas, las sábanas eran de lona y tan bastas que los heridos se horrorizaban ante ellas y rogaban que los dejasen sólo con las mantas; no había mobiliario de habitación de ningún tipo y las botellas vacías de cerveza se utilizaban como candelabros. No había palanganas, ni toallas, ni jabón, ni escobas, ni bayetas, ni bandejas, ni platos; no había ni zapatillas, ni tijeras, ni cepillos para el calzado, ni betún; tampoco había cuchillos, o tenedores, o cucharas.
El suministro de carbón era por lo general insuficiente, las disposiciones de cocina eran inadecuadas hasta el absurdo y la lavandería era una farsa. En cuanto al material puramente médico, las cosas no estaban mejor. Hacían falta camillas, material para entablillar y también hacían falta las drogas más habituales. Para proveer a tales necesidades, para luchar contra semejantes dificultades, había un puñado de hombres aplastados bajo el peso de un trabajo incesante, atados por la tradición de la rutina oficial y debilitada, bien por la avanzada edad, bien por la pura incompetencia. Habían demostrado estar muy por debajo de las exigencias de su tarea. El doctor jefe se hallaba perdido en las imbecilidades del optimismo senil. El desgraciado oficial cuyo cometido era subvenir a las necesidades del Hospital se hallaba atado de pies y manos por los formularios de la burocracia. Unos pocos de los médicos más jóvenes luchaban con valentía, pero ¿qué podían hacer?, sin preparación, desorganizados, con la única ayuda que podían encontrar entre el desgraciado grupo de soldados que podían reclutar entre los convalecientes para atender a sus camaradas enfermos, se enfrentaban a la enfermedad, a las mutilaciones y a la muerte en todas sus formas aterradoras; todo esto se apilaba ante ellos de forma tumultuosa y en una masa en constante crecimiento. Eran como náufragos que luchaban no por obtener la seguridad, sino por la simple existencia en el momento siguiente; para ganar, con otro esfuerzo todavía más frenético, un breve respiro ante las aguas de la destrucción.
FOTO 002 Atendiendo a su perro herido. Fiesta. Al final de su vida
En estas circunstancias, aquellos que se habían curtido hacía tiempo en la contemplación del sufrimiento humano, cirujanos con un conocimiento mundial de los dolores, soldados familiarizados con las carnicerías de los campos de batalla, misioneros con recuerdos de hambres y plagas pudieron apreciar, no obstante, un matiz del horror que no habían conocido con anterioridad. Había momentos y había lugares en el Hospital del barracón de Scutari en los que la mano más fuerte comenzaba a temblar y el ojo más valiente se veía obligado a mirar a otra parte.
Llegó Miss Nightingale, y ella, en cualquier caso, en aquel infierno, no perdió la esperanza. Por una razón: había traído material de socorro. Antes de salir de Londres había consultado al Dr. Andrew Smith, el presidente del Comité Médico del Ejército, si sería útil llevar equipos de algún tipo a Scutari, y el Dr. Andrew Smith le había contestado que «no se necesitaba nada». Incluso Sidney Herberr le había dado seguridades en ese sentido. Tal vez, quizá debido a alguna clase de error, podría haber habido algún retraso en la entrega de equipos médicos que, según dijo él, se habían enviado desde Inglaterra «con profusión», pero «en cuatro días se habría solucionado». Ella prefirió fiarse de su instinto y en Marsella compró grandes cantidades de provisiones misceláneas, que fueron de extrema utilidad en Scutari. También llegó con amplias provisiones de dinero: en conjunto, a lo largo de su estancia en Oriente, recibió, procedentes de recursos privados, unas siete mil libras, y además pudo obtener otros valiosos medios de ayuda. Había llegado a Scutari, al tiempo que ella, Mr. Macdonald, de The Times, encargado del deber de administrar las cantidades enormes de dinero recogidas a través de la agencia de ese periódico para ayudar a los enfermos y a los heridos. Y Mr. Macdonald tuvo la sensatez de ver que el mejor uso que se podría hacer de los fondos de The Times era ponerlo a disposición de Miss Nightingale.
No puedo concebir “escribía un testigo presencial”, al mirar con calma hacia el pasado, hacia las tres primeras semanas posteriores a la llegada de los heridos de la batalla de Inkerman, cómo habría sido posible haber evitado un estado de cosas demasiado lamentable para contemplarlo, si Miss Nightingale no hubiese estado allí, con los medios que puso a su disposición Mr. Macdonald.
Pero la opinión oficial era diferente. ¡Cómo!, ¿iba a admitir la administración pública, al aceptar la caridad externa, que era incapaz de cumplir sus propios deberes sin la ayuda de la benevolencia privada e irregular? ¡Eso, nunca! Y en consecuencia, cuando se le pidió a Lord Stratford de Redcliffe, el embajador en Constantinopla, que indicase cómo podían emplearse los fondos de The Times, él contestó que se les podría encontrar un destino muy bueno: la construcción de una iglesia protestante inglesa en Pera.
Mr. Macdonald no perdió más tiempo con Lord Strarford y al momento unió sus fuerzas a las de Miss Nightingale. Pero con semejante disposición mental en las altas esferas es fácil imaginar la clase de disgusto y alarma que debió de haber invadido al médico y al cirujano normales ante la irrupción repentina de un grupo de amateurs y de mujeres. No podían comprenderlo, ¿qué tenían que hacer las mujeres en la guerra? Los coroneles, sin pretensiones de refinamientos, aliviaban el aburrimiento contando chistes pesados acerca de “la Niña”; mientras que el pobre Dr. Hall, una especie de terrier tosco con forma de hombre, que había luchado todo el camino hasta llegar a la cumbre de su profesión, se quedó sin habla por el asombro y al fin dijo que el nombramiento de Miss Nightingale era extraordinariamente cómico.
El nombramiento de ella, de hecho, era oficial, pero esto apenas hacía más fáciles las cosas. En los hospitales era deber suyo ofrecer sus servicios y los de sus enfermeras cuando los solicitaban los médicos, pero no antes. Al principio, algunos de los cirujanos no encontraban nada que pedirle y, aunque otros la recibían bien, la mayoría era hostil y recelosa. Poco a poco comenzó a ganar terreno. No se podía negar su buena voluntad y no se podía menospreciar su capacidad. Con tacto consumado y con toda la delicadeza de la fuerza extraordinaria, por fin logró imponer su personalidad sobre el grupo suspicaz de hombres con mando que la rodeaba y que se hallaba debilitado, desanimado y abrumado por el trabajo. Se mantuvo firme, era como una roca en medio de un océano airado; sólo en ella había seguridad, consuelo, vida. Y de esta manera amaneció la esperanza en Scutari. El reino del caos y de la noche antigua comenzó a decrecer; el orden apareció en el escenario, y también el sentido común, y el sentido de la anticipación, y la capacidad de decisión; y todo ello radiaba desde la pequeña habitación a un lado de la gran galería del hospital militar donde, noche y día, la señora superintendente se sentaba a su tarea. El progreso podría ser lento, pero era seguro. El primer síntoma de un gran cambio llegó con la aparición de algunos de los objetos necesarios de los que el hospital había estado desprovisto durante meses. Los enfermos comenzaron a disfrutar del uso de toallas y jabón, cuchillos y tenedores, peines y cepillos para los dientes. Es probable que el Dr. Hall resoplase cuando oyese hablar de ello y que preguntase, con un gruñido, que para qué quería un cepillo de dientes un soldado; pero el buen trabajo continuó. Y al fin, todo lo relativo al aprovisionamiento de los hospitales, de hecho, lo llevaba a cabo Miss Nightingale.
Al parecer, sólo ella sabía dónde echar mano de lo que se necesitaba, cualquiera que fuese la contingencia; sólo ella sabía administrar las provisiones con prontitud; pero sobre todo, solamente ella poseía el conocimiento del arte de soslayar las influencias perniciosas de las regulaciones oficiales. Éste era su mayor enemigo y, a veces, incluso a ella la derrotaba. En una ocasión, 27.000 camisas enviadas a petición de ella por el Gobierno del Interior, llegaron, desembarcaron y lo único que faltaba era desempaquetarlas. Pero entonces intervino el «intendente» oficial. «No podía desempaquetarlas», dijo «sin permiso del Comité». Miss Nightingale suplicó en vano, los enfermos y los heridos yacían medio desnudos, tiritando por falta de ropas, pero pasaron tres semanas antes de que el Comité diese salida a las camisas. Un poco después, sin embargo, en una ocasión parecida, Miss Nightingale pensó que podría dar una muestra de su propia autoridad. Ordenó que un envío del Gobierno se abriese a la fuerza, mientras el infeliz «intendente» permanecía al lado, retorciéndose las manos en medio de una agonía departamental. Cantidades enormes de provisiones valiosas enviadas desde Inglaterra yacían, según averiguó, enterradas en el abismo sin fondo de la aduana turca. Otras mercancías pasaban en barco, enterradas bajo las municiones destinadas a Balaklava, sin que en Scutari lo advirtieran y, de esta manera, el material de hospital se transportaba tres veces de un lado a otro del Mar Negro antes de que llegase a su destino. Todo el sistema estaba claramente mal diseñado y Miss Nightingale propuso a las autoridades inglesas que se estableciese un almacén del Gobierno en Scutari para la recepción y distribución de los envíos. Seis meses después de su llegada, el almacén era una realidad.
Mientras tanto había reorganizado las cocinas y las lavanderías de los hospitales. Los trozos de carne mal cocinados, servidos de forma pésima a intervalos irregulares, que hasta entonces habían sido la única dieta para los enfermos, se sustituyeron por comidas puntuales, bien preparadas y apetitosas; además, se servían a quienes las necesitaban comidas vigorizantes extra, sopas, vinos y conservas de frutas “lujos absurdos”, gruñó el Dr. Hall. Hubo una cosa, sin embargo, que no pudo conseguir. La separación de los huesos y la carne no formaba parte de la cocina oficial: la regla decía que el alimento debía dividirse en porciones iguales, y si algunas de las porciones eran sólo hueso, bien, todos los hombres tenían idénticas oportunidades. La regla quizá no era muy buena, pero estaba ahí. «Deshuesar la carne», se le dijo, «requeriría un nuevo Reglamento del Servicio». En cuanto a las disposiciones del lavado, hubo una revolución. Hasta la llegada de Miss Nightingale, el número de piezas de ropa interior que habían logrado lavar las autoridades era el de siete. La ropa de cama del hospital se «lavaba» en agua fría. Alquiló una casa turca, hizo instalar calentadores y empleó a las mujeres de los soldados para el trabajo de lavandería. Los gastos los proveían sus fondos privados y los de The Times, y desde ese momento los enfermos y los heridos tuvieron el consuelo de las sábanas limpias.
Después dirigió su atención hacia la ropa de vestido. Debido a las exigencias militares, el mayor número de los hombres había abandonado el equipo, los macutos se habían perdido de forma irremediable; sólo eran dueños de lo que había encima de sus personas y en general para lo único que servía aquello era para una destrucción lo más rápida posible. El «intendente», por supuesto, señaló que, de acuerdo con el reglamento, todos los soldados deberían traer con ellos al hospital una provisión adecuada de vestidos y añadió que no era asunto suyo subvenir a esas deficiencias. Al parecer, sí era asunto de Miss Nightingale. Consiguió calcetines, botas y camisas en cantidades enormes; mandó hacer pantalones y batas. «La realidad es que», dijo a Sidney Herbert, «ahora estoy vistiendo al ejército británico». De repente llegó la noticia desde Crimea de que un contingente nuevo y grande de heridos y enfermos se esperaba en breve. ¿Dónde irían? Toda pulgada disponible en las salas estaba ocupada, el asunto era grave y preocupante; y las autoridades estaban aterrorizadas. Había algunas habitaciones en ruinas en el Hospital del barracón, inadecuadas como vivienda humana, pero Miss Nightingale creía que, si se tomaban medidas a tiempo, se podrían habilitar para que acomodasen varios cientos de camas. Uno de los médicos se mostró de acuerdo con ella; el resto de los oficiales parecía indeciso: sería un trabajo demasiado caro, decían, haría falta edificar y además, ¿quién asumiría la responsabilidad? El curso natural consistía en informar al director general del Departamento Médico del Ejército, en Londres; luego, el director general haría una solicitud ante la Guardia Montada, la Guardia Montada obligaría a actuar a la Intendencia General, la Intendencia General expondría el asunto ante el Tesoro, y si el Tesoro daba el consentimiento, el trabajo se podía llevar a cabo, con todos los permisos, varios meses más tarde de que la necesidad que los ocasionó hubiese desaparecido.
Miss Nightingale, sin embargo, ya se había decidido y convenció a Lord Stratford, o creyó que lo había convencido, para dar la aprobación al gasto necesario. Se contrataron con toda rapidez ciento veinticinco hombres y se comenzó el trabajo. Los trabajadores se pusieron en huelga, con lo cual Lord Stratford se lavó las manos respecto a todo el asunto. Miss Nightingale contrató otros doscientos hombres bajo su propia responsabilidad e hizo los pagos a través de sus recursos propios. Las salas estaban dispuestas para la fecha en que se necesitaban, quinientos hombres enfermos se recibieron allí y todos los materiales, incluidos cuchillos, tenedores, cucharas, vasos y toallas, los proporcionó Miss Nightingale. Esta mujer notable, en realidad, desempeñaba la función de un jefe de administración. ¿Cómo había sucedido esto? ¿No era su deber simplemente atender a los enfermos? Y a decir verdad, ¿no era como un ángel de consolación, una gentil «Dama de la Linterna», como en realidad había quedado en la imaginación de sus contemporáneos? Sin duda así era, pero no era menos cierto que, como ella dijo, los asuntos específicos de la enfermería fueron «la menos importante de las funciones a las que se la había obligado». Estaba claro que en el estado de desorganización en el que habían caído los hospitales de Scutari, las necesidades más vitales, más acuciantes eran algo más que la enfermería; eran necesidades de los elementos imprescindibles de la vida civilizada, de los objetos materiales más comunes, la limpieza más elemental, los hábitos rudimentarios de orden y autoridad. «Oh, Miss Nightingale», dijo una persona de su grupo cuando se acercaban a Constantinopla, «cuando desembarquemos, sin perder el tiempo, ¡vayamos a atender a los pobres muchachos!». «Las más fuertes harán falta en los fregaderos», respondió Miss Nightingale. Y fue en el fregadero y todo lo que acompañaba al fregadero donde empeñó sus mayores energías. Sin embargo, decir eso quizá es exagerar. Pues a quienes la vieron trabajar entre los enfermos, moviéndose noche y día de cama en cama, con su coraje inquebrantable, con una vigilancia infatigable, parecía como si la fuerza concentrada de una devoción sin paralelo e indivisa apenas pudiese ser suficiente sólo para esa parte de su trabajo. En aquellas vastas salas, dondequiera que el sufrimiento fuese mayor y la necesidad de ayuda fuese más grande, allí estaba, como por arte de magia, Miss Nightingale. En el momento de alguna operación aterradora, su presencia de ánimo sobrehumana daría valor a la víctima para soportarlo e incluso casi para la esperanza. Su simpatía aliviaba los dolores de los moribundos y devolvía a quienes todavía vivían algo de los encantos olvidados de la vida. Una y otra vez sus esfuerzos incansables rescataban a aquellos a quienes los cirujanos habían abandonado como enfermos incurables. Su simple presencia traía consigo una influencia extraña. Una idolatría apasionada se extendió entre los hombres: besaban su sombra cuando pasaba. Más aún. «Antes de que ella llegase», dijo un soldado, «todo eran maldiciones y juramentos, pero después era tan sagrado como una iglesia». El privilegio más apreciado por el guerrero se abandonó en atención a Miss Nightingale. En aquellos «pozos profundos de la desdicha humana», como ella misma dijo, nunca oyó utilizar alguna expresión «que pudiese afligir a una dama».
Era heroica, y éstos eran los regalos humildes que ofrecían quienes eran de un molde más grosero a la calidad más alta. En verdad, era heroica. Pero su heroísmo no era el de esa categoría simple, tan grata a los lectores de novelas y de hagiografías: el heroísmo sentimental y romántico con el que la humanidad reviste a los objetos de su predilección, no, estaba hecho de un material más fuerte. Para el soldado herido en su lecho del dolor, ella podría muy bien aparecer con el aspecto de un ángel de misericordia, pero los cirujanos militares, y los ayudantes sanitarios, y sus enfermeras y el «intendente» y el Dr. Hall, e incluso el propio Lord Strarford podría contar una historia diferente. No fue mediante una dulzura gentil y una abnegación femenina como había sacado al orden de la oscuridad en los hospitales de Scutari ni como había vestido al ejército inglés, con sus propios recursos, ni como había extendido su dominio sobre los poderes adversos y compactos del mundo oficial; sino mediante un método estricto, disciplina rigurosa, atención constante hacia los detalles, trabajo incesante y mediante la determinación permanente de una voluntad indomable. Bajo su aspecto calmado y frío se disimulaban fuegos apasionados y vehementes. Al pasar por las salas, con su vestido sencillo, tan tranquila, tan carente de pretensiones, el observador casual la habría tomado de forma inocente por el ejemplo de una dama perfecta; pero el ojo atento habría percibido algo más que eso; habría percibido la serenidad de las deliberaciones de gran responsabilidad bajo el aspecto de la frente capaz, la señal del poder en la curva dominante de la fina nariz y las trazas de un temperamento peligroso y severo, un poco perverso, un poco burlón y, sin embargo, algo preciso, en la boca pequeña y delicada. Había humor en su cara, pero el observador curioso se preguntaría si era un humor de una clase agradable; se podría preguntar, incluso, al oír las risas y al advertir las bromas con las que alegraba el ánimo de los pacientes, qué clase de diversión sardónica no airearía esta dama en la intimidad de su habitación. En cuanto a su voz, era cierto, incluso en mayor medida que su aspecto, que «tenía en ella algo que uno se ve obligado a llamar autoridad». Aquellos tonos claros no tenían necesidad de más énfasis. «Nunca le oí levantar la voz», dijo una de sus acompañantes. Sólo que cuando ella había dado su opinión parecía como si no pudiera suceder ninguna otra cosa a continuación sino la obediencia. En una ocasión, cuando ella hubo dado una indicación, un médico se aventuró a observar que no se podía hacer. «Pero debe hacerse», dijo Miss Nightingale. El oyente casual que escuchó las palabras no pudo olvidar en toda su vida la autoridad irresistible que había en ellas. Y se dijeron con tranquilidad, de hecho, se dijeron con una gran tranquilidad.
A altas horas de la noche, cuando las muchas millas de camas yacían envueltas en la oscuridad, Miss Nightingale se sentaba a trabajar, en su habitación diminuta, en la correspondencia. Era la más formidable de todas sus tareas. Había que escribir cientos de cartas a los amigos y parientes de los soldados, había que manejar una masa enorme de documentos oficiales, había que responder a su correspondencia personal y, lo más importante, estaba también la redacción de los largos informes confidenciales que enviaba a Sidney Herbert. De ninguna manera se trataba de comunicaciones oficiales. Su alma, atada durante el día por las restricciones y la reserva de una responsabilidad enorme, se desbordaba en estas cartas con toda su vehemencia natural, como un torrente desbordado lo hace por el aliviadero de una presa. Aquí, por fin, no suavizaba las cosas. Aquí pintaba con los colores más oscuros las escenas repulsivas que la rodeaban y rasgaba sin remordimientos los últimos velos que todavía envolvían la verdad abominable. Además, llenaba páginas con recomendaciones y propuestas, con críticas de los más menudos detalles de organización, con cálculos elaborados de las contingencias, con análisis exhaustivos y afirmaciones estadísticas que se apilaban con ardor indesmallable uno sobre otro. Y más aún, su pluma, con la virulencia de la volubilidad, se apresuraba a discutir los méritos de cada individuo, a denunciar al cirujano incompetente, a ridiculizar a la enfermera arrogante. Sus sarcasmos también exploraban las filas de los oficiales con la precisión mortal de una ametralladora. Los motes que ponía eran terribles. No respetaba a nadie: Lord Stratford, Lord Raglan, la señora Stratford, el Dr. Andrew Smith, el comisario general, el intendente, a todos ellos los criticaba con violencia. La futilidad intolerable de la humanidad la obsesionaba como una pesadilla y contra ella mostraba su mueca de ira. «Hago bien en estar enfadada», era el estribillo de sus gritos. ¿Cuántos hombres justos había en Scutari? ¿Cuántos se preocupaban por los enfermos o habían hecho algo para aliviarlos? ¿Eran diez? ¿Eran cinco? ¿Había uno tan siquiera? No estaba segura.
En una ocasión, durante varias semanas, los denuestos descendieron sobre la cabeza del propio Sidney Herbert. No había interpretado de forma correcta sus deseos; había tergiversado sus instrucciones precisas y hasta que no hubo admitido el error y hubo pedido perdón en los términos más abyectos no volvió a recuperar su confianza. Mientras este malentendido estaba en el punto crítico, un joven caballero aristocrático llegó a Scutari con una recomendación del Ministro. Había salido de Inglaterra con el deseo romántico de rendir homenaje a la heroína angelical de sus sueños. Había abandonado, dijo, una vida de comodidades y lujo, para dedicarse noche y día al servicio de aquella dama gentil; ejecutaría los oficios más humildes, se «mataría» por ella, sería su siervo y se sentiría recompensado con una simple sonrisa. En verdad, obtuvo una simple sonrisa, pero de una clase que no esperaba. Miss Nightingale al principio no quiso ver al visitante; cuando lo admitió a su presencia creyó que se trataba de un emisario enviado por Sidney Herbert para hacerla responsable de los errores en la disputa que mantenían, de manera que tomó notas a lo largo de la conversación e insistió en que las firmase al final. El joven caballero regresó a Inglaterra en el barco siguiente. Esta disputa con Sidney Herbert, sin embargo, fue un incidente excepcional. Siempre la apoyó con firmeza, al igual que Lord Panmure, su sucesor; y el hecho de que contase durante toda la estancia en Scutari con el apoyo del Ministerio del Interior fue su carta de triunfo a lo largo de su trato con las autoridades de los hospitales. Pero no sólo la apoyaba el Gobierno: la opinión pública en Inglaterra reconoció desde muy pronto la importancia enorme de su misión, y la estimación entusiasta de su trabajo alcanzó muy pronto una altura extraordinaria. La propia Reina se sintió conmovida. Preguntó repetidas veces por la salud de Miss Nightingale; pidió que le dejasen ver las relaciones que ella enviaba sobre los heridos y la convirtió en el intermediario entre la corona y la tropa.
Haga saber a la señora Herbert “escribió al Ministro de la Guerra” que deseo que Miss Nightingale y las damas que están con ella les digan a aquellos desdichados hombres nobles, heridos y enfermos, que nadie siente un interés más intenso por sus sufrimientos o admira su valor y su heroísmo más que su Reina. Noche y día piensa en sus amados ejércitos. Al igual que el Príncipe. Ruegue a la señora Herbert que comunique mis palabras a aquellas damas, porque sé que nuestra simpatía es muy apreciada por esos nobles muchachos.
FOTO 003 Florence Nightingale atendiendo a un herido
El capellán leyó la carta en las salas: “Es una carta muy emocionante”, dijeron los hombres. Y así pasaron los meses y aquel invierno inclemente que había comenzado con Inkerman y se había arrastrado durante la larga agonía del sitio de Sebastopol concluyó por fin. En mayo de 1855, después de seis meses de trabajo, Miss Nightingale pudo contemplar con algo parecido a la satisfacción el estado de los hospitales de Scutari. Si lo único que hubiesen hecho hubiera sido sobrevivir a la terrible tensión que se les había impuesto, ya habría sido una razón para felicitarse; pero habían hecho mucho más que eso, habían mejorado de forma maravillosa. La confusión y la urgencia en las salas habían terminado: el orden y la limpieza reinaban en ellas; las provisiones eran abundantes y puntuales; se habían ejecutado importantes obras sanitarias. Una simple comparación de los números era suficiente para revelar lo extraordinario del cambio: la tasa de mortalidad entre los casos tratados había caído de un cuarenta y dos por ciento a un veintidós por mil. Pero la dama infatigable no estaba satisfecha todavía. El problema fundamental se había resuelto: se había provisto de forma adecuada a las necesidades físicas de los hombres; quedaban las necesidades espirituales y mentales. Dispuso y arregló unas salas de lectura y recreo. Comenzaron a impartirse clases y se dieron conferencias. Los oficiales estaban asombrados al ver que trataba a sus hombres como si fuesen seres humanos y aseguraban que terminaría por «mimar a los brutos». Pero no era ésa la opinión de Miss Nightingale y estaba justificada. El soldado raso comenzó a beber menos e incluso, que eso parecía imposible, a ahorrar la paga. Miss Nightingale se convirtió en banquero del ejército, recibía y enviaba a casa grandes sumas de dinero todos los meses. Y al fin, a regañadientes, el Gobierno siguió el ejemplo y dispuso de un mecanismo propio para la remisión de dinero. Lord Panmure, no obstante, continuó siendo un escéptico; «no servirá de nada», dijo; «el soldado británico no es un animal que envíe dinero». Pero, de hecho, durante los seis meses siguientes se mandaron a casa 71.000 libras.
En medio de todas estas actividades, Miss Nightingale todavía tuvo tiempo para ocuparse de la inspección de los hospitales en la propia Crimea. El trabajo era muy duro y las condiciones de vida eran casi intolerables. Se pasaba días enteros sobre una silla de montar o la llevaban por aquellas alturas rocosas y desoladas en un carro de equipajes. A veces tenía que permanecer durante horas bajo una intensa nevada, para llegar a un refugio en plena noche, después de caminar durante millas a través de desfiladeros peligrosos. Su capacidad de resistencia parecía increíble, pero finalmente parecía exhausta. Le subió la fiebre y llegó a parecer que estaba muy cerca de la muerte. Pero siguió trabajando; si no podía moverse, al menos podía escribir; y se puso a escribir hasta donde se lo permitía su cabeza; e incluso después seguía escribiendo, en lo que parecía un estado de delirio de la propia muerte. Cuando, después de muchas semanas, tuvo fuerza suficiente para viajar, se le imploró que regresase a Inglaterra, pero ella se negó en redondo. No volvería, dijo, hasta que el último de los soldados hubiese abandonado Scutari.
Casi había llegado ese momento feliz cuando, de repente, las hostilidades larvadas entre las autoridades militares se reanimaron con gran virulencia. El trabajo del Dr. Hall se recompensó con una K.C.B. Letras que, según Miss Nightingale dijo a Sidney Herbert, sólo podía suponer que querían decir «Caballero de los Cementerios de Crimea» y la distinción se le había subido a la cabeza. Ahora era Sir John y no iba a tolerar que se le contradijese. En los últimos tiempos había habido algunas discusiones entre Miss Nightingale y algunas de las enfermeras en los hospitales de Crimea.
"K. C. B!. son las iniciales de una distinción británica: Knight Commander of the Bath, con las que juega la protagonista para convertirlas en Knight of the Crimean Burial-grounds, o sea, Caballero de los Cementerios de Crimea.
La situación se había agravado con algunos rumores de desacuerdos religiosos; porque, mientras las enfermeras de Crimea eran católicas romanas, muchas de las de Scutari eran sospechosas de una censurable tendencia hacia las doctrinas del Dr. Pusey. Miss Nightingale no estaba preocupada ni lo más mínimo por estas diferencias sectarias, pero cualquier insinuación que pusiese en duda su autoridad suprema sobre todas las enfermeras del ejército era suficiente para despertar su ira. Y al parecer la señora Bridgeman, la madre reverenda de Crimea, se había aventurado a poner esa autoridad en tela de juicio. Sir John Hall creyó que había llegado su oportunidad y apoyó con toda su fuerza a Mrs. Bridgeman, o la «reverenda Piedra», como Miss Nightingale prefería llamada. Hubo una lucha violenta, la ira de Miss Nightingale fue terrible. Dijo que el Dr. Hall estaba haciendo lo posible para «echarla de Crimea». No pensaba soportarlo más tiempo, el Departamento de la Guerra no estaba jugando limpio con ella, sólo se podía hacer una cosa: Sidney Herbert debería promover que se . llevasen los documentos a la Cámara de los Comunes, de manera que el público pudiese juzgar entre ella y sus enemigos. Sidney Herbert la aplacó con grandes dificultades. Se cursaron órdenes de forma inmediata que eliminaban toda duda acerca de su autoridad, y la reverenda Piedra se retiró de la escena. Sir John, sin embargo, era más tenaz. Unas pocas semanas más tarde, Miss Nightingale y sus enfermeras visitaron Crimea por última vez y a Sir John se le ocurrió la brillante idea de que podía deshacerse de ella mediante un expediente muy simple: la privaría de alimento hasta que se sometiese; de hecho, dio órdenes de que no se le diesen provisiones de ninguna clase. Ya había ensayado en una ocasión anterior este método con un médico desafortunado, cuya presencia en Crimea había considerado una intromisión. Pero ahora iba a aprender que semejantes trucos eran inútiles con Miss Nightingale. Con una previsión extraordinaria, se había traído grandes cantidades de alimento; e incluso logró reunir más con sus fondos propios y por su propio esfuerzo; de manera que, durante diez días, en aquel país inhóspito, pudo mantenerse ella y mantener a sus veinticuatro enfermeras. Al fin, las autoridades militares intervinieron a su favor y Sir John tuvo que confesar que había perdido. En julio de 1856, cuatro meses después de la declaración de paz, Miss Nightingale salió de Scutari hacia Inglaterra. Su fama era ahora enorme y se había desatado el entusiasmo entre el pueblo. La aprobación real se expresó mediante el regalo de un broche, acompañado de una carta personal.
Usted es consciente, lo sé “escribía Su Majestad”, de la valoración elevada con la que considero la devoción cristiana que ha demostrado durante esta guerra sangrienta y difícil; y no es necesario que repita cuán afectuosamente agradecida estoy por sus servicios, que son comparables a los de mis queridos y bravos soldados, cuyos sufrimientos usted ha tenido el privilegio de aliviar de forma tan misericordiosa. Además, estoy ansiosa por hacer notar mis sentimientos de una forma que espero que sea agradable para usted y, por ello, le envío un broche con esta carta, cuya forma y emblemas conmemoran su trabajo bendito y esforzado y que espero que lleve ¡como símbolo de la alta estima de su Soberana!
«Será una gran satisfacción para mí», añadía Su Majestad, «conocer a alguien que ha proporcionado un ejemplo tan brillante para nuestro sexo». El broche lo había diseñado el Príncipe Consorte: llevaba una cruz de San Jorge en esmalte rojo y las iniciales reales con diamantes encima. Todo ello estaba inscrito en un círculo en el que se leía: «Benditos sean los misericordiosos».
Seguirá………………….La Segunda y última parte.
AGRADECIMIENTOS
Begoña Madarieta Revilla. Historiadora del Museo Vasco de Historia de la Medicina y de la Ciencia “José Luis Goti”
Koldo Santisteban Cimarro. Enfermero. Vocal Colegio de Enfermería de Bizkaia. Experto en libros antiguos de la Profesión Enfermera.
Raúl Expósito González. Enfermero. Supervisor del Servicio de Medicina Interna del Hospital General de Ciudad Real. Experto en la Historia de los Sangradores.
FOTO 004 Jesús Rubio y Manuel Solórzano
AUTORES
Jesús Rubio Pilarte *
* Enfermero y sociólogo. Profesor de la E. U. de Enfermería de Donostia. EHU/UPV
Miembro no numerario de La RSBAP
jrubiop20@enfermundi.com
Manuel Solórzano Sánchez **
** Enfermero Hospital Donostia. Osakidetza /SVS
Enfermero Servicio de Oftalmología
Hospital Donostia de San Sebastián.
Vocal del País Vasco de la SEEOF
Miembro de Eusko Ikaskuntza
Miembro de la Sociedad Vasca de Cuidados Paliativos
Miembro Comité de Redacción de la Revista Ética de los Cuidados
M. Red Iberoamericana de Historia de la Enfermería
Miembro no numerario de La RSBAP
masolorzano@telefonica.net
1 comentario:
Desconocía mucha de la informacion que comentan aquí sobre la enfermería...
Estoy mmuy contenta de haber leído este artículo (eso que lo vi de pura casualidad, estaba buscando en realidad delivery en providencia), pero bueno, no quise dejar de comentar y agradecer que compartan este tipo de publicaciones.
Saludos!
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