sábado, 16 de abril de 2011

LAS ENFERMERAS QUE LUCHARON POR LA LIBERTAD







LA BELLEZA Y EL DOLOR DE LA BATALLA


Corría el mes de septiembre de 1914 y en Moscú, se relata esta historia. La enfermera Florence Farmborough, quería ver su primer muerto y nos lo describe así: “Quería verlo; quería ver a la Muerte”. Así lo explica ella misma. Nunca antes se había encontrado ante una persona muerta; de hecho, hasta hace muy poco ni siquiera ante un adulto enfermo que guardara cama, lo cual quizá resulte algo extraño teniendo en cuenta que tiene 27 años y es enfermera; seguramente la explicación se halle en que hasta agosto de 1914 llevó una vida muy protegida. Florence nació y se crió en una zona rural de Inglaterra, en el condado de Buckinghamshire, pero ha vivido en Rusia desde 1908, trabajando como institutriz de las hijas de un reputado cardiólogo-cirujano de Moscú.





FOTO 001 Florence Farmborough





La crisis internacional desarrollada durante finales del hermoso y tórrido verano de 1914 le pasó prácticamente desapercibida, ya que en esa época ella estaba junto a sus anfitriones en la dacha que estos poseen en las afueras de Moscú. Una vez de vuelta a la capital se dejó arrebatar por el mismo “entusiasmo juvenil” de tantos otros. Ambas patrias, la antigua y la nueva, acababan de unirse para luchar contra un enemigo común, Alemania, y esta joven y enérgica y decidida no tardó en ponerse a considerar cuál sería la mejor manera de contribuir al esfuerzo bélico. La respuesta fue casi inmediata: haciéndose enfermera. Su empleador, el reputado cirujano, consiguió convencer a los responsables de los hospitales militares que se estaban instalando en Moscú de que aceptaran a sus dos hijas y a Florence como voluntarias. Fueron días maravillosos. Al cabo de un tiempo empezaron a llegar los heridos, dos o tres a la vez. Muchas cosas le resultaron desagradables al comienzo, incluso tuvo que echarse atrás al enfrentarse a una herida abierta de aspecto singularmente horrible. Pero con el tiempo se ha ido acostumbrando. Además, el ambiente se ha vuelto muy agradable. Se ha creado una atmósfera de afinidad, de consenso, sobre todo entre los soldados: “Entre ellos reina siempre un notable compañerismo: los bielorusos se relacionan con los ucranianos en los términos más amigables, los caucasianos hacen lo mismo con gente de los Urales, tártaros con cosacos. En general, se trata de hombres tolerantes y sufridos que agradecen los cuidados y atenciones que reciben; nunca o casi nunca se quejan”. La mayoría de los heridos están impacientes por volver al frente cuanto antes. Pronto se habrán curado las heridas, pronto volverán los soldados a estar de servicio, pronto se ganará la guerra. Por lo general, el hospital solo acoge a heridos leves, lo cual podrá explicar por qué Florence pese a haber trabajado allí tres semanas, todavía no había visto ningún muerto.





Foto 002 Transportando herido





Esta mañana, cuando llega al hospital, pasa delante de una de las enfermeras de noche. Florence le parece que está “cansada y tensa”, y la otra le dice como si nada: “Vasili ha muerto temprano esta madrugada”. Vasili era uno de los pacientes que Florence ha estado atendiendo. Era militar, aunque solo el mozo de cuadra de un oficial, e irónicamente su herida no era una auténtica herida de guerra. Un caballo asustado e inquieto le había dado una mala coz en el cráneo y, tras ser operado, una segunda ironía del destino se sumó a la primera: resultó que padecía un tumor cerebral incurable. Vasili pasó las tres últimas semanas postrado y mudo en su cama, un hombre rubio y bajito de aspecto frágil que no hacía más que enflaquecer día a día ya que le costaba comer, pero en cambio siempre pedía agua. Y acababa de morir sin dramatismo alguno, tan solo y callado como lo estuvo en vida. Florence toma la decisión de ver el cuerpo. A escondidas entra en la sala que sirve de morgue y cierra con cuidado la puerta tras de sí. Un gran silencio. Ahí está Vasili, o lo que era Vasili, tendido en una camilla. Se Ve: … tan flaco, demacrado y encogido que más que un hombre adulto parecía un niño. Su semblante rígido tenía una blancura grisácea, nunca antes había visto yo un color tan extraño en un rostro, y sus mejillas se habían hundido hasta formar dos concavidades. Sobre los párpados hay colocados dos terrones de azúcar que los mantienen cerrados. Ella siente malestar, no tanto por aquel cuerpo inerme sino por esa quietud, ese silencio. Piensa: “La muerte es una inmovilidad horrible, tan silenciosa, tan distante”. Reza una breve oración por el difunto y después se marcha apresuradamente. Florence nos cuenta en febrero de 1915 lo siguiente: ahora ya lo tiene todo superado: los seis meses que pasó en un hospital militar privado en Moscú, los perseverantes estudios para sacarse el título de enfermera, la parte de prácticas la dominaba bien; lo que más le costó fue la teoría, impartida en un ruso complicado, la graduación, la ceremonia de clausura en una iglesia ortodoxa, donde el sacerdote tuvo problemas en pronunciar su nombre “Floronz”, sus intentos de que aceptasen su solicitud de servir en el nuevo hospital de campaña móvil número 10, lo que consiguió gracias, una vez más, a la intervención de su antiguo patrón, el célebre cirujano cardiólogo. Farmborough escribe en su diario: Estoy en plenos preparativos para mi marcha. Me siento muy impaciente por partir, pero todavía queda mucho por hacer, y la unidad en sí todavía no ha entrado en funcionamiento del todo. Mis uniformes de enfermera, delantales y cofias ya están terminados, y me he comprado una chaqueta de cuero negro con forro de franela. Hace conjunto con ella un grueso chaleco de piel de cordero, para el invierno, cuyo nombre en ruso, duschegreyechka, significa “calienta almas”. He oído decir que nuestra unidad estará estacionada en el frente ruso-austríaco de los Cárpatos y que tendremos que montar a caballo; así que he añadido a mi guardarropa unas botas altas y pantalones de montar de cuero negro.





Sophie Botcharski Enfermera del ejército ruso. 21 años. Al igual que Rafael de Nogales, es también testigo de la matanza de armenios con gas clorado. Ve cómo huyen hacia ella centenares de soldados totalmente ciegos y vomitando. Sophie Botcharski, es otra enfermera inglesa que estuvo en los hospitales rusos. Nos cuenta: escarcha, cielo encapotado de invierno. Comprenden que la batalla ha terminado porque el estruendo de las explosiones está menguando y el flujo constante de heridos también. Una semana de trabajo casi ininterrumpido ha llegado a su fin. Bocharski y las demás enfermeras están rendidas. Su jefe lo sabe perfectamente y le da a ella y a otro par de enfermeras un cometido que las alejará del improvisado hospital. Deberán dirigirse a la 4ª División, que está en las inmediaciones, para repartir regalos entre los soldados, los cuales han llegado por correo enviados por particulares desde Rusia y que durante los combates han quedado amontonados en un rincón. Pasan por delante del cementerio militar que Sophie vio el día en que por primera vez llegó a Gerardovo. Observa que ha aumentado tres veces de tamaño, que se ha convertido en “un bosque de cruces de madera”. No se sorprende.





FOTO 003 Sophie Botcharski. Enfermera Cruz Roja





Antes solo era una entre muchas jóvenes de clase alta, inexpertas, idealistas y algo arrogantes, que, ebrias de patriotismo y ardor bélico, se habían presentado como voluntarias para servir en la asistencia sanitaria. Sophie recuerda al hombre que llegó al galope hasta la cancela de su finca para entregar un papel. Recuerda que a la mañana siguiente se llevaron los caballos al pueblo muy temprano para seleccionar a los más capaces para servir en la guerra. Recuerda que los mozos de la finca vestidos de domingo, bajaron cantando por el camino y que sus madres y esposas caminaban junto a ellos; que las mujeres para mostrar su dolor, se echaban los delantales por encima de la cabeza una y otra vez, y que sus quejumbrosas voces se elevaban y se hundían en el aire de finales del verano. Recuerda haber extendido la vista por el valle, el río y el inmenso bosque, y que en todos los caminos se veían grupos de gente, caballos y vehículos en marcha, todos yendo en la misma dirección: “Hasta donde alcanzaba la vista había tal cantidad de gente que era como si la tierra misma hubiese cobrado vida”. Botcharski fue destinada a una de las unidades de la Cruz Roja. El uniforme de enfermera se consideraba chic. En realidad no sabía nada. Cuando un día le mandaron limpiar el suelo del quirófano se quedó de piedra porque no había fregado un suelo en su vida. La mayor parte del tiempo ella y sus compañeras permanecían ociosas en una espera que se volvía cada vez más apática. Hasta que hace catorce días se inició la ofensiva alemana. Tras una semana de gran batalla, una gélida tarde la destinaron a ella y a unas cuantas más compañeras al hospital de Gerardovo, por el camino pasaron interminables columnas de trineos tirados por caballos cargados de heridos. Algunos yacían sobre paja, otros sobre abigarrados almohadones, fruto del pillaje de alguna casa. Finalmente Botcharski y las demás llegaron a una gran fábrica. El patio estaba abarrotado de vehículos de todas las clases imaginables y la ambulancia en la que habían llegado ellas tuvo que detenerse frente a la verja. El último ataque fue tan importante y las bajas tan grandes que el aparato sanitario ruso se derrumbó. A las puertas de la fábrica se amontonaron las camillas con los heridos a los que no se había dado cabida en el interior, quienes tuvieron que quedarse fuera y perecieron congelados durante la noche. Dentro de la fábrica los heridos yacían por todas partes, incluso en las escaleras y entre las máquinas, la mayoría en camillas o sobre balas despedazadas de algodón. El poco personal que trabajaba allí dentro apenas tenía tiempo de retirar los cuerpos de los que habían muerto a consecuencia de sus heridas. Un ligero hedor a putrefacción hirió las fosas nasales de Botcharski nada más entrar. Casi se desmaya. Estaba muy oscuro. Había regueros de sangre por el suelo. De todos los rincones se oían voces suplicantes que la solicitaban, manos que se agarraban a su falda. La mayoría de los heridos eran jóvenes y estaban asustados y confusos, lloraban, tenían frío, la llamaban “mamita” aunque ella tuviera la misma edad que ellos. En las grandes salas los focos de las linternas iban de un lado a otro “como ojos errátiles”.





FOTO 004 Ambulancias





Florence Farmborough, se va al frente de Gorlice, una pequeña y paupérrima ciudad de provincias de la Galitzia austro-húngara, ocupada por tropas rusas. Antes de la guerra la ciudad tenía 12.000 habitantes, en cambio, ahora solo son un par de miles los que quedan agazapados y escondidos en sus sótanos. Hasta el momento Farmborough y demás personal del hospital de sangre se han dedicado principalmente a aliviar las necesidades de la población civil, en primer lugar, distribuyendo comida. La carestía de alimentos es grave. El hospital de campaña, móvil número 10 consta de tres secciones. Por un lado dos unidades volantes capaces de desplazarse fácilmente allá adonde más se les necesite, cada una de las cuales dispone de un oficial, un suboficial, dos médicos, un auxiliar médico, cuatro enfermeros, cuatro enfermeras, treinta conductores de ambulancia de dos ruedas tiradas por caballos (con cruces rojas pintadas en las lonas) amén de la misma cantidad de cocheros y mozos de cuadra. Por otro lado, una unidad base donde hay más camas, en la que están los almacenes y que también dispone de aún más recursos para el transporte, concretamente de automóviles. Florence pertenece a una de las dos unidades volantes. Han improvisado un hospital acondicionando una casa abandonada, la han limpiado a fondo, pintado y montado un quirófano y una farmacia. Este sábado Florence y demás personal de la ambulancia se despiertan antes del alba por el ruido del fuego de artillería pesada. Se levanta trastabillando de la cama. Por suerte se acostó completamente vestida. Todos pensaban que se estaba tramando algo muy gordo. Después de un montón de explosiones empiezan a llegar los heridos. Florence cuenta: al comienzo podíamos ayudarlos a todos; después su número nos desbordó. Llegaban a centenares y de todas direcciones; algunos iban por su propio pie, otros reptaban o se arrastraban por el suelo. En esta desesperada situación al personal sanitario no le queda otro remedio que efectuar una brutal selección. Los que se tienen en pie se quedan sin auxilio; a estos simplemente se les exhorta a que sigan hacia la retaguardia y se dirijan a alguna de las unidades estacionarias. Los que no pueden andar son tan numerosos que hay que tenderlos al aire libre, donde primero se les dará analgésicos y después se les curarán las heridas. “Era lastimoso oír los gritos y gemidos de los heridos” Florence y demás personal hacen cuanto está en su mano para ayudar, pese a tener la sensación de que todo es en balde, porque el flujo de cuerpos desgarrados y rotos parece no menguar nunca. Atendiendo gritos y llamadas, las sombras de sus siluetas se mueven de aquí para allá, iluminadas por rachas de una luz áspera y lejana. A las seis de la mañana siguiente, aproximadamente, Florence y demás personal oyen un nuevo y espantoso estruendo. Se oye un grito “Retirada”. Finalmente llega la temible orden: partida inmediata, hay que abandonar el equipo y a los heridos. ¿Abandonar a los heridos? ¡Sí, abandonar a los heridos! ¡Los alemanes están a las puertas de la ciudad! Florence coge su abrigo y su mochila y sale corriendo del edificio. Los heridos chillan, suplican, llaman y maldicen. “No nos dejéis, por el amor de Dios”. Alguien se agarra al borde de la falda de Florence, y ella se desengancha esa mano por la fuerza. Luego desaparece con los demás por la carretera de hoyos.





Olive King, Conductora de ambulancia Como de costumbre Olive King ha madrugado. Ya está sentada tras el volante de su ambulancia. Va acompañada de su superiora Mrs. Harley, jefa de transporte. Olive May King es una australiana de 29 años nacida en Sydney e hija de un próspero hombre de negocios. En muchos sentidos, también es una hija de papá, más que nada porque su madre murió cuando ella sólo tenía 15 años. Creció y se educó siguiendo las pautas convencionales, acabando sus estudios en Dresde, donde la música y la pintura eran asignaturas. En ella conviven en tensión el sincero e ingenuo anhelo de casarse y tener hijos, por un lado, y por el otro, un temperamento enérgico e inquieto. Durante los años previos a la guerra viajó mucho por Asia, América y Europa, siempre acompañada por una carabina. Al estallar el conflicto pasó de ser espectadora a contendiente; por su temple aventurero y su ferviente patriotismo. Escogió el único camino abierto a las mujeres en 1914: la asistencia sanitaria. Al mismo tiempo es revelador que King no quisiera convertirse en enfermera, sino que al enrolarse escogiera el papel mucho más inusual de conductora, llevando el volante de una gran ambulancia de la marca Alda que se compró ella misma, aunque con el dinero de su padre. La organización para la cual trabaja King se llama The Scottish Women´s Hospital (Hospital Femenino Escocés). Es una de las muchas unidades sanitarias privadas que se instauraron en 1914, pero esta tiene de especial el haber sido creada por sufragistas radicales y estar dirigida únicamente por mujeres.





FOTO 005 Olive King, Conductora de ambulancia





La ambulancia que King conduce esta mañana es la suya. El número de matrícula es el 9862, pero ella siempre le llama “Ella”, abreviatura de Elefante. Y la ambulancia, efectivamente, es muy grande, más bien un minibús: caben nada menos que dieciséis pasajeros sentados. La parte de atrás destinada a la carga es pesada, y rara es la vez que King consigue que Ella supere los cuarenta o cuarenta y cinco kilómetros por hora. Pasadas las diez y media están de vuelta. Con la ayuda de otra de las conductoras, Mrs. Wilkinson, King descarga los bancos y mesas que han encontrado y los colocan en el jardín. A continuación las dos se cambian de ropa y empiezan la limpieza de la caseta que les sirve de alojamiento a las conductoras. A la noche, la cena consiste en espárragos, es la temporada, son buenos y baratos. Después de la cena se retiran a sus habitaciones a escribir cartas; el correo sale por la mañana. King le comunica a su hermana: No creo que falten muchos meses para que acabe la guerra. El fracaso, gracias a Dios, de ese maldito gas venenoso acabará convirtiéndose en un gran revés para Alemania. ¿No es estupendo que las nuevas máscaras antigás den tan buenos resultados?. Dios debería hacer que esas horribles granadas de gas explotasen por sí solas y matasen a 500.000 alemanes. Sería una maravillosa manera de vengar la carnicería de nuestros pobres soldados, y ojalá que Él enviara incendios o inundaciones que destruyeran o hiciesen saltar por los aires todas las fábricas de munición alemanas. King escribe esto en su cuarto recién fregado, recostada en la camilla rota que le sirve de cama. Por lo demás, descontando una silla y una gramola, la habitación está vacía. El cuarto tiene una chimenea con repisa de mármol; allí tiran las colillas de los cigarrillos, las cerillas y otras basuras. Le entra frío y sueño.





Sophie Botcharski es testigo del uso del gas Fosgeno en Wola-Szydlowiecka. 31 de mayo de 1915





No es el fuego de fusilería el que las despierta. A ese ruido hace ya mucho que se acostumbraron. Ella y las demás enfermeras se levantan de la cama sin recibir orden ninguna, mirándose con preocupación y desconcierto las unas a las otras. Ese ruido siempre es inquietante, de mal agüero. Significa ataque; significa heridos; significa muerte. Se visten y se reúnen con los soñolientos estudiantes de medicina en una sala grande. El jefe irrumpe en la sala y les comunica que los alemanes están bombardeando Wola-Szydlowiecka. Entonces ocurre algo inesperado. Sophie Botcharski conoce el sonido del fuego nutrido, sabe lo que implica, sabe también que rara es la vez en que no se prolonga hora tras hora, en ocasiones, un día tras otro. Se hace un súbito silencio, el eco de las detonaciones se extingue. Unos cuantos soldados llegan corriendo por la carretera. Al cabo de un rato también del bosque cercano salen figuras. Cada vez aparecen más hombres corriendo presas de pánico. Sophie Botcharski y los demás dan por supuesto que vienen a su hospital de campaña, pero cuando los soldados llegan a su altura pasan por su lado sin girarse siquiera. Los ve correr ciegamente en estampida. Ve que los rostros tienen un tono azulado, algunos casi amarillo. Ve que a muchos hombres les sale espumarajos por los labios, ve que otros vomitan. Una ambulancia tirada por caballos aparece entre crujidos por la carretera, el carruaje se bambolea y da bandazos debido a la gran velocidad. En el pescante hay dos enfermeros, “sin sus gorras y con las bocas desencajadas por el espanto”. Tampoco la ambulancia se detiene, pero uno de los hombres sentados en el pescante, al pasar de largo, grita algo así como que “todos están muertos”. Después esos dos también desaparecen. Al final, uno de los que huyen se detiene a medias y como respuesta a sus preguntas dice chillando: “¡Nos envenenan como a ratas, los alemanes nos han echado encima una niebla que nos persigue!”. También entre el personal del hospital cunde el pánico. Sophie y los demás corren hacia el bosque donde han visto desaparecer a muchos fugitivos. Solo una persona se queda en el hospital de sangre, un niño que en vez de huir quiere pelear y que para ello ha cogido un fusil. Cuando se giran lo ven de pie en el umbral. Con los dedos el chico va comiéndose la mermelada de un bote que se ha metido en el bolsillo de la chaqueta.





FOTO 006 Heridos gas fosgeno





Tras un largo rato de espera en el bosque rodeados de hombres despavoridos y vomitando, Sophie y los demás reciben órdenes de dirigirse a las trincheras. El silencio es total. Se ponen en marcha en sus ambulancias de motor, atraviesan Wola-Szydlowiecka, que ahora solo consta de “chimeneas que despuntan entre montones de ladrillos”, pasan campos arados por las granadas, vislumbran una tierra de nadie “quemada y descolorida”. No ven ni una sola persona, al menos ninguna que se mantenga de pie. El único ruido que se oye es el de los motores de las ambulancias. En el flota un olor raro. Botcharski desciende a una trinchera. Allí ve cuerpos, gran cantidad de cuerpos, algunos vistiendo el uniforme pardo del ejército ruso, otros enfundados en la tela gris del uniforme de campaña alemán. Ha visto cadáveres antes, pero esto es nuevo. Porque estos cuerpos están tumbados en posiciones “tan retorcidas, tan torturadas y anormales que a duras penas pudimos separar un cuerpo del otro”. El mismo gas venenoso que les quitó la vida a los soldados rusos segó las de los atacantes alemanes. Siguen buscando y rebuscando y siguen encontrando cadáveres en las trincheras, en los refugios, en los bosques. Acurrucado tras una ametralladora cubierta de un polvo rojo hallan a un enfermero. Al tocarlo el hombre se desmorona, muerto. A los que dan señales de vida se les traslada y agrupa en un campo. Las enfermeras les van quitando las guerreras, que apestan a gas, pero aparte de eso poco es lo que pueden hacer por ellos. En el anterior ataque alemán con gas venenoso utilizaron bromo acetona, conocida como T-Stoff, una especie de gas lacrimógeno muy irritante pero no letal. En cambio esto era totalmente distinto: esto es un gas clorado. El personal sanitario siente que el pánico se está apoderando de ellos. El desconcierto es general. A alguien se le ocurre la idea de inyectar una disolución de cloruro sódico a las torturadas víctimas. Como único resultado los sujetos fallecen al instante. A las enfermeras no les queda otro remedio que presenciar impotentes cómo los hombres, con sus azulados semblantes, mueren “esas muertes horribles”, todos ellos totalmente conscientes hasta el final, pugnando en vano por respirar mediante silbantes y prolongadas aspiraciones. El color oscuro de los rostros hace que sus ojos, mejor dicho el blanco de sus ojos, destaque con inquietante claridad.





FOTO 007 Ambulancias tiradas por caballos





Se les acerca una mujer, les explica que anda buscando a su hijo. La dejan que busque. Sophie la observa mientras se va desplazando más y más lejos por el campo, yendo de una silueta tumbada a la otra. La mujer busca entre los vivos y entre los muertos. Nada. Pide entonces ser llevada hasta las trincheras, lo cual, contra toda previsión, se le concede; tal es el clima de caos y resignación: ¿qué daño podría causar en una situación como aquella? La mujer se marcha en una ambulancia junto con un enfermero. Al cabo de un rato ven el carruaje de vuelta. La mujer está sentada en la ambulancia, y arrimando a su lado, va el cuerpo de su hijo muerto. “Toda la noche explica Sophie Botcharski caminamos entre ellos con faroles en las manos, sin poder hacer nada, entre los enfermos y los que se estaban asfixiando”. Hacia el amanecer llegan órdenes de que a los enfermos se les inyecte aceite de alcanfor, una sustancia que suele utilizarse en casos de envenenamiento o colapso. Los enfermos tendidos en aquel campo que a estas alturas todavía viven reciben diez gramos cada uno. Eso parece aliviar un poco sus molestias.





El Final de las tres mujeres





Florencia Farmborough estaba enseñando en Moscú en 1914. Se ofreció como voluntaria para la Cruz Roja de Rusia y después del entrenamiento fue enviada a una unidad en la primera línea. Recorrió Polonia, Austria y Rumania y se vio envuelta en el caos de la retirada rusa. Recogió sus terribles experiencias en sus diarios y en las fotografías. Florencia Farmborough abandonó Rusia tras la Revolución de 1917. La guerra de Florence Farmborough terminó en el momento en que el barco en el que viajaba ella y los demás refugiados zarpó del puerto de Vladivostok. La nave se le antojó un palacio flotante. Subieron a bordo al son de una música, y cuando finalmente entró en su camarote se vio en mitad de un ensueño de sábanas blancas y visillos blancos. Luego estuvo en cubierta contemplando cómo aquel país llamado Rusia “al que había amado con tanto sentimiento y servido con tantas ganas” se desvanecía despacio, muy despacio, hasta que lo único que quedó de él fue una tenue sombra gris en la línea del horizonte. Para entonces una niebla azulada se había levantado sobre el mar impidiéndole ver nada más. Así que bajó a su camarote, y decidió quedarse. La excusa que dio a los demás fue que estaba mareada.





A Sophie Botcharski le tocó paseando por Moscú, en un día muy frío y nevando en compañía de un grupo de amigos de su época en el ejército. La gran ciudad era un lugar oscuro y deprimente, oscuro también en un sentido literal: tras la mayoría de las ventanas las luces estaban apagadas, y debido a la escasez de gas solo se habían encendido una de cada dos farolas. Muchas tiendas estaban cerradas a cal y canto, algunas con orificios de bala en las paredes. Por las calles no circulaba apenas ni un alma. Un camión con hombres armados pasó de largo: bolcheviques. Sophie y sus amigos doblaron por un callejón cubierto de nieve. Entonces vieron avanzar hacia ellos un grupo de soldados. Se pusieron alerta, máxime al descubrir que unos cuantos de ellos cargaban pesadamente con una ametralladora. Cuando se cruzaron los grupos, Sophie reconoció a uno de los soldados: Alexis. Fue un reencuentro alegre pero breve. Él y los demás se habían desmovilizado por cuenta propia, se les había acabado la comida, y ya apenas circulaban trenes. Habían decidido llevarse la ametralladora al pueblo, “por si acaso”. Ella dijo: “Son tiempos muy lúgubres”. Él replicó: “Huelen a sangre”.





Olive King se hallaba en Salónica, donde acababa de llegar procedente de Inglaterra. Había ido para solicitar permisos oficiales para la creación de una cadena de cantinas destinadas a aliviar las necesidades de los refugiados y soldados serbios que volvían a casa. Su unidad hacía ya tiempo que se había trasladado al norte yendo en pos del desmoronado ejército búlgaro. Sus dos ambulancias desaparecieron junto con las tropas que avanzaban. Su cabaña de madera fue trasladada y vaciada casi al completo; todas sus pertenencias fueron minuciosamente empaquetadas por sus camaradas serbios. De cara al inminente viaje a la liberada Belgrado, King revisó todo lo que había acumulado y se le antojó que era simple basura. Entre otros objetos tiró un baúl entero lleno de ropa vieja y pilas de periódicos y boletines. Todo eso había pasado a la historia.





BIBLIOGRAFÍA





EL LIBRO: La belleza y el dolor de la batalla es el primer libro que se publica en español del sueco Peter Englund. Él es un escritor y profesor de narrativa histórica, secretario de la Academia Sueca y ganador de premios como el August o el Selma Lagerlöf. Es éste un libro que trata sobre la Primera Guerra Mundial. Pero no se trata de un libro sobre qué fue esa guerra, es decir, sobre sus causas, su progreso, su final y sus consecuencias, sino un libro sobre cómo fue. Aquí no se hallarán tanto factores como personas, no tanto procesos como impresiones, vivencias y estados de ánimo. El autor se ha propuesto reconstruir, más que el curso de unos acontecimientos, un universo emocional. La belleza y el dolor de la batalla nos muestra a veinte individuos, personajes reales todos, rescatados del anonimato o del olvido, situados en las capas más bajas de la jerarquía. Aún con todas las diferencias en cuanto a destino, roles, sexo y nacionalidad, a todos estos personajes les une el hecho de que a cada uno de ellos la guerra les robó algo: la juventud, las ilusiones, la esperanza, la humanidad; la vida.





FOTO 008 Olive King





“El lector seguirá de cerca a veinte individuos, personajes reales todos, por supuesto (no hay en este libro nada ficticio, su contenido se basa en los documentos de diversa índole que dichas personas dejaron), todos ellos rescatados del anonimato o del olvido, todos situados en las capas más bajas de la jerarquía. Mayoritariamente se trata de gente muy joven, hombres y mujeres de apenas veinte años. De esta veintena de personajes dos caerán en combate, dos serán tomados prisioneros, dos se convertirán en héroes homenajeados, dos acabarán siendo, físicamente, unas piltrafas. Varios de ellos reciben la guerra con los brazos abiertos pero aprenden a aborrecerla; algunos la aborrecen desde el primer día; otro la ama de principio a fin. Uno de ellos perderá literalmente la razón y dará con sus huesos en un hospital psiquiátrico, otro no llegará a oír ni un solo disparo. Y así sucesivamente. Pese a todas las diferencias en cuanto a destino, roles, sexo y nacionalidad les une el hecho de que a cada uno de ellos la guerra les robó algo: la juventud, las ilusiones, la esperanza, la humanidad, la vida. La mayor parte de estas veinte personas vivirán experiencias dramáticas y atroces; sin embargo, lo que se pretende enfocar es el lado cotidiano de la guerra. En cierto modo este texto es un pedazo de anti historia, lo que he querido ha sido reencauzar a sus elementos más atómicos e ínfimos, es decir, al individuo y sus vivencias, un acontecimiento que, se mire por donde se mire, hizo época.” Peter Englund. FOTO 009 Portada del Libro, y varios entrevistados





AUTORES





Jesús Rubio PilarteEnfermero y sociólogo. Profesor de la E. U. de Enfermería de Donostia. EHU/UPV Miembro no numerario de La RSBAP jrubiop20@enfermundi.com





Manuel Solórzano SánchezEnfermero Servicio de Oftalmología Hospital Donostia de San Sebastián. Osakidetza /SVS Vocal del País Vasco de la SEEOF Miembro de Eusko Ikaskuntza Miembro de la Sociedad Vasca de Cuidados Paliativos Miembro Comité de Redacción de la Revista Ética de los Cuidados M. Red Iberoamericana de Historia de la Enfermería Miembro no numerario de La RSBAP masolorzano@telefonica.net

sábado, 9 de abril de 2011

HISTORIA DEL PISTERO



La Autora original de este trabajo es mi amiga Teresa Miralles Sangro, profesora titular de la Escuela Universitaria de Enfermería de Alcalá de Henares. Además de tener varios libros publicados, tiene numerosos artículos tanto nacionales como internacionales a cada cual mejor y también comunicaciones, conferencias y ponencias a nivel Nacional e Internacional. Es muy interesante y fácil leer sus múltiples trabajos.





Este trabajo sobre “El pistero”, aunque anteriormente ya lo había presentado, fue su particular colección lo que llamó la atención en el XI Congreso Nacional y VI Internacional de Historia de la Enfermería celebrado el año pasado en Noviembre en Barcelona. Si queréis consultar el resumen del Congreso de Barcelona, está en estas dos direcciones:




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Me vuelve asombrar mi amiga y querida enfermera Mª Teresa Miralles Sangro, su magnífica y extensa exposición esta vez para sorprendernos gratamente fue la exposición de múltiples “Pisteros”. Con el fin de conocer el origen y la historia de un instrumento tan cotidiano durante un tiempo para las enfermeras como fue el pistero y tomando como punto de partida su definición: el diccionario de Lengua Castellana incluye el término pistero en 1882 y lo define como: de pisto, jugo de aves), vasija, por lo común en forma de jarro pequeño o taza, con un cañoncito que le sirve de pico y un asa en la parte opuesta, que se usa para dar caldo u otro líquido a los enfermos que no pueden incorporarse para beber.


Igualmente, se pone de manifiesto que el pistero fue útil y se empleó habitualmente durante un siglo, siendo utilizado en dos ámbitos: en un principio, en el doméstico por la madre, esposa o hermana dentro del plano familiar o por la doméstica encargada de los cuidados del enfermo y más tarde en el sanitario, hospitales, sanatorios y asilos, por enfermeras y religiosas.


Su Trabajo

Hacia tiempo que lo conocía cuando yo tomé conciencia del pistero. En realidad los coleccionaba. Hace muchos años que despertó en mí la curiosidad, el interés por identificar, buscar y reunir aquellos utensilios que sirvieron en su momento para ocuparse de, preocuparse por, confortar a, en definitiva cuidar a las personas.


En rastros y mercadillos había comprado frascos, medicamentos, ropas, vasos, biberones, vacías, pisteros, libros con estampas alusivas, todo lo encaminado a ofrecer cuidados para la vida. Con ocasión de un nuevo hallazgo y al poner el objeto junto a los demás, me di cuenta de que tenía bastantes pisteros, casi todos distintos y desde luego de muy diversa procedencia. Los había comprados, regalos de familiares para mi colección, otros fueron donaciones de sus dueñas, después de mucha conversación y algo de súplica, y también alguna colega interesada en el mismo tema, hizo su aportación.


Me pareció un instrumento que por su “humildad” había pasado inadvertido, como de puntillas. Alguien lo diseñó, lo inventó. Los artesanos primero y más tarde la industria se interesaron por él, y con el tiempo fue desapareciendo en silencio, despacito, sin hacer ruido, para dejar paso a su sustituta la jeringa.


Pero ¿qué es un pistero?. Esta sería la primera pregunta. Partir de su definición nos permitiría conocer ese “algo más” sobre su origen y reflexionar, en los inicios del Tercer Milenio, sobre lo que ha supuesto la presencia del pistero en un momento determinado, convirtiéndose así en el hecho histórico sobre el que comenzar nuestra investigación.


Roque Bárcia define el pistero, en el año 1882, como “vasija en forma de jarro pequeño, con un cañoncito que le sirve de pico, y que se usa para dar caldos o líquidos a los enfermos agravados”. (Diccionario general etimológico de la Lengua Española, 1ª Edición).


Aquél mismo año 1884, el Diccionario de Lengua Castellana de La Real Academia Española incluye el término pistero y lo define como; “(De pisto, jugo de aves) m. Vasija, por lo común en forma de jarro pequeño o taza, con un cañoncito que le sirve de pico, y una asa en la parte opuesta, que se usa para dar caldo u otro líquido a los enfermos que no pueden incorporarse para beber”. (Diccionario de la Lengua Castellana. Por la Real Academia Española. Duodécima Edición).


Esta definición aparece, con pocas variaciones, en otros diccionarios y enciclopedias de la época y se mantiene en el tiempo, pudiendo encontrar en la actualidad la descripción del pistero como “vasija pequeña con cañoncito que le sirve de pico y un asa en la parte opuesta, que se usa para dar de beber a los enfermos”. (Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano 1894. Enciclopedia Espasa 1896).
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Desde el punto de vista etimológico la palabra pistero deriva del latín pistus, machacado; “Jugo o substancia que, machacándolo ó aprensándole, se saca del ave, especialmente de la gallina ó perdiz, el cual se ministra caliente al enfermo que no puede tragar cosa que no sea líquida, para que se alimente y cobre fuerzas”.


En algunas ocasiones la designación del pistero varía adoptando localismos; en Cataluña se le identifica como “bebedor de malat”, en la provincia de Guadalajara “pitorrilla” y en Soria “tetero”. (Información recogida mediante entrevista pautada con las mujeres de Medranda y Castiblanco en Guadalajara.


María Moliner define el pistero como “picoleta”, vasija de forma especial prolongada por un lado en forma de caño y con asa en el lado opuesto, que se emplea para dar alimento líquido a los enfermos que no pueden incorporarse para tomarlo”. (Diccionario de uso español. Gredos. Madrid).


En el País Vasco, en los caseríos a los pisteros se les llamaba de dos formas, una de ellas era tutu-katilu y la otra gargail-ontzi. (Iñaki Villoslada Fernández, técnico de euskera de la Unidad de Comunicación del Hospital Donostia, de San Sebastián).


El diccionario nos permitió comprobar que el vocablo pistero hace referencia, en primer lugar, al contenido para el que está diseñado; el pisto, caldos y purés. Pero además, en la definición del término se incluye al destinatario de su contenido; el enfermo que no puede incorporarse, estableciendo así la relación de ayuda en la alimentación como expresión del cuidado, y enlazando directamente con nuestro sistema de referencia, la actividad de cuidar.


Llegado este momento, completamos nuestra pregunta: ¿Era el pistero un instrumento creado por y para el uso doméstico del que más tarde se valen las enfermeras? o, por el contrario, ¿Es el pistero un instrumento para la alimentación de los enfermos, concebido en el ámbito sanitario/hospital y utilizado por enfermeras religiosas y laicas? En la búsqueda de datos comenzamos estudiando el contenido y la utilización del pistero, por lo que tuvimos que indagar sobre el pisto como alimento destinado a los enfermos.


La nutrición ha sido utilizada desde tiempos remotos como medio para recuperar la salud. El tipo de alimentos que se ofrece a la persona enferma se enmarca en cada contexto cultural. En la Península Ibérica, los dietistas medievales hacen referencia a la nutrición como primera barrera contra la enfermedad; Arnau de Vilanova (1239-1311), en su libro De conservanda iuventute et retardanda senectue o el Regimen sanitatis, concede gran importancia al caldo de, entre las aves, la mejor sería la gallina, el pollo y el capón, es decir, el pisto, como reconstituyente para enfermos y convalecientes.


Del mismo modo, Sebastián de Covarrubias, capellán de Felipe III, en su obra Tesoro de la lengua castellana o española (1611), introduce el término pisto como denominación de “la sustancia que se saca del ave, habiéndola primero majado y puesto en una prensa, y el jugo que de allí sale volviéndolo a calentar se da al enfermo que no puede comer cosa que haya de mascar, porque con aquello, en efecto, le dan la sustancial del ave”, lo que constata que en el siglo XVII el pisto fuera utilizado como remedio contra la enfermedad.


Prolongando la búsqueda, encontramos que en el Diccionario de Autoridades la palabra pisto se explica como “el jugo o substancia, que machacándolo o aprenfandolo, fe faca del ave, efpecialmente de la gallina o perdiz: el cual se ministra caliente al enfermo que no puede tragar cofa que no fea liquida, para que fe alimente y cobre fuerzas”. “A los enfermos de mayor peligro les hacia echar en los piftos y caldos, polvos de perlas y otras cofas cordiales. A piftos, que fignifica poco a poco, con efcaféz y miferia”. La dieta, junto con la sangría y la purga constituían los tres pilares terapéuticos del momento.


J.Prieto y A.Galindo, en su trabajo sobre la clasificación y significado de los términos utilizados durante los siglos XVI y XVII recogen algunos que forman parte de la alimentación de los enfermos y parecen susceptibles de que se administraran en pistero. Podemos destacar de entre ellos la absintina, principio amargo y tóxico del ajenjo, empleado como tónico y estimulante que puede ingerirse en forma de infusión. La bebida cordial, obtenida de la mezcla de flores en infusión, y el cocimiento, resultado de hervir en agua sustancias medicinales como leños, raíces, hojas, cortezas, buscando promover la sudoración del enfermo.


Además, el Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana especifica que la palabra pisto procede del “jugo de carne de ave”, Principios del Siglo XVII. Del latín pistum, participio de pinsare “machacar”, pero no es seguro si el castellano lo tomó del dialecto mozárabe, o lo derivó del raro verbo pistar “machacar algo para sacarle el jugo” (1629), que a su vez hubo de tomarse del it. dial. pistare, it. pestare “machacar”, procedente del latín vg. pistare, intensivo de pinsare.


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De todos modos, en algunas publicaciones de medicina popular, herencia de los famosos “libros caseros”, aparecidos en las últimas décadas del siglo XVII y primeras del XVIII se pone al alcance del público profano una literatura orientada a fomentar la higiene y educación sanitaria en los que tiene su apartado la alimentación a los enfermos. De ellos destacan la Georgica curiosa de W.H. von Hohberg (1682), El ecónomo prudente de F.P.Florinus (1707), o el Padre de familia escrita por el Barón de Münchhausen.


No hemos encontrado ninguna alusión al modo en como se suministraba este tipo de alimento en la Edad Media. Por lo que hay que suponer que se emplearan los mismos utensilios, cuencos y vasos, que utilizara el resto de la familia, aún con el riesgo de derramar el líquido. Lo que sí nos consta es que en tiempos de Felipe II se usó el pistero como utensilio para proporcionar líquido al enfermo. Se recoge en el Inventario de reales bienes muebles que pertenecieron a Felipe II. El mismo Rey en una carta escrita a su hija en 1586 relata las enfermedades y medicaciones a que le sometían, leemos: Por que de la gota tuve algunas calenturillas fue menester sangrarme dos veces que me hizo mucho provecho. Junto a la sangría venía la purga. Sánchez Cantón atestigua que a consecuencia de la frecuencia del empleo de esta técnica, se le fabricó un vaso, que tenía media caña que sube desde el borde, con un pico largo junto al pie, para purgarse, según consta en la testamentaría del rey. (El estreñimiento. Una mirada a través del tiempo. J. Puerto Sarmiento. Aran. Madrid 1999)


Sin embargo, el pistero como tal no aparece en la literatura hasta el siglo XIX. De los que comienzan a publicarse en este periodo destaca El médico del Hogar escrito por la doctora Jenny Springer, premiado, en la Exposición Internacional de Higiene de Dresde en 1911. En el capítulo dedicado a “Los cuidados prestados a los enfermos” la autora hace referencia a los que no pueden comer por sí solos, recomendando se les administre alimentos líquidos “que se le introducirán en la boca mediante unas vasijas con pitorro”.


Ya iniciado el siglo XX aparecen otros títulos, en la misma línea, editados en España; La salud, (1925), El médico en casa (1925), La enseñanza de las ciencias y las artes del Hogar (1928), El tesoro de hogar (1932), Guía práctica de la salud (sin fecha, aunque por el tema y tipo de edición, con ilustraciones art-decó, coincide con la época), en todos ellos se trata el tema de la alimentación a los enfermos.


Rossiter incluye el pistero, como instrumento, en la relación del “Equipo de que ningún hogar debe carecer” de su libro El Tesoro del Hogar, identificando su contenido como: “La carne de gallina, ligera y digestiva se recomienda a los enfermos y a los convalecientes y a los individuos cuyo estómago es difícil; se extrae de ella un caldo reconfortante”, y describiendo la técnica de su manejo “Los enfermos postrados en cama con fiebre, pueden beber mejor usando un pistero o tubo de cristal encorvado, lo que les libra de sentarse, ser levantados y de otros inconvenientes”.


Si bien los efectos terapéuticos y reconstituyentes del caldo de pollo se conocen, de forma empírica, desde hace siglos, su base científica no es del todo conocida. En la actualidad, Stephen Rennard ha llevado a cabo una investigación sobre sus efectos en el sistema inmune, llegando a la conclusión de que “el caldo de pollo alivia los síntomas del resfriado al reducir la inflamación de las mucosas de la nariz, la garganta y los pulmones” al disminuir la acción de los neutrófilos. (El caldo de pollo y su papel en el sistema inmune. Centro Médico de la Universidad de Nebraska. New Scientist/El Mundo. Número 406).


Una vez vistos el origen y la historia del vocablo, examinados el contenido y la finalidad del objeto, nos queda estudiar la colección de pisteros. Se trata de un total de 35 piezas, que han sido agrupadas por criterios de fabricación, material, fecha, lugar y adecuación de estilo, así como por su procedencia y contextualización histórica.


Partimos de la premisa de que aunque el pistero es una vasija, de tamaño manejable, de considerable profundidad y destinado a contener algún líquido, tiene unos rasgos, específicos y peculiares que lo caracterizan. En primer lugar, el tamaño de la abertura por donde se llena. Esta abertura, que en otras vasijas suele estar completa, y se adapta a la forma del círculo que la conforma, en los pisteros, está algo cerrada, generalmente una tercera parte del círculo, para que el líquido no se vierta sobre la persona que lo bebe. La segunda característica es el pitorro, de más o menos longitud, que insertándose en el cuerpo del pistero facilita, mediante un fino chorro, el vaciado del contenido.


Los materiales utilizados en la fabricación de los pisteros son la cerámica y el vidrio. En la presente colección predomina la cerámica, con 32 unidades, frente a 3 de vidrio. Los de cerámica, todos ellos vidriados para salvar su porosidad y evitar que el líquido rezume, están clasificados en barro, loza blanca, China Opaca y porcelana de pasta dura y translúcida.


Identificar quién y dónde hizo los pisteros nos obligó a recordar la evolución de la cerámica y entroncar en ella la datación y origen de nuestro objeto de estudio. La cerámica Ibérica comienza su historia con la invasión de los árabes, mucho más evolucionados en el dominio artístico, en el siglo VIII. A partir del siglo XIII la cerámica hispano-morisca, producida por los musulmanes, comienza a expandirse por diversas localidades de las provincias de Cataluña, Valencia y Aragón, es la cerámica llamada de “brillo”, más tarde, durante los siglos XVI y XVII adquirieron gran auge los hornos de Talavera y Puente del Arzobispo, y también en otras muchas localidades.


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Inicialmente, los objetos fabricados en cerámica fueron ornamentales aunque las formas se corresponden a las tradicionales vajillas, platos y potes, de metal y barro de épocas anteriores. La llegada del XVIII supondrá un cambio en la concepción de la cerámica, quedando claramente diferenciados los objetos de uso corriente de los que decoran las viviendas de la nobleza.


Dentro de la categoría de cerámica utilitaria, es a finales del XVIII o principios del XIX, cuando se produce el verdadero auge artístico y creativo, aunque los servicios de mesa seguían siendo, en su mayoría, metálicos, de estaño o de plata, y en la cocina se mantenía el cobre. Pero la cerámica se introducía de manera imparable y llegaba a todos los estratos de la sociedad. Las fábricas de producción proliferaron cubriendo la variada demanda. Por un lado existía una cerámica popular, de procedencia rural o urbana, y por otro, la cerámica de calidad, que tenía asegurado un mercado, estable pero reducido, en la alta sociedad. En resumen, la riqueza y variedad de las artesanías es el espejo en el cual se refleja la complejidad geográfica e histórica de la Península Ibérica.


Tenemos un espléndido ejemplar que, a principios del siglo XX, fabricó, en loza tosca coloreada, un artesano anónimo. Al igual que otras muchas piezas de la colección este pistero no tiene marca. También de loza, identificamos otros ejemplares en blanco. Aunque no es fácil establecer el orden cronológico, pues el mismo molde se utilizaba durante mucho tiempo, por su hechura y ausencia de marca, incluimos su datación en este periodo.


A pesar de que los modelos, anteriormente reseñados no tienen marca, es habitual que las piezas de cerámica presenten una marca que las identifique. Por lo que se refiere a los pisteros, algunos llevan la marca en seco, encuadrada entre líneas, encerrada en círculo o simplemente aparecen las iniciales de la fábrica en letra itálica.


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En tierras ricas en caolín o arcilla, como Galicia, se produjo la loza iluminada de la fábrica de Sargadelos, como muestra de ellos queda un magnífico ejemplar en el Museo Provincial de A Coruña. Es un pistero grande y redondo, coloreado a pincel sobre bizcocho, y estampado con paisaje fantástico.


De la fábrica Ibero-Tanagro, hay un pistero de “China opaca” y otro de loza blanca, con marcas inscritas en verde en el reverso de las piezas, que se corresponden con los años 40 del siglo XX.


De la industria de Sevilla, los talleres de loza en La Cartuja, elaboraron cantidad de elementos para las vajillas, conocidos también como cerámica de Pickmann. Entre su manufactura encontramos varios pisteros, redondos, ovalados y con forma de pato, cuyas bases muestran la marca de la fábrica, un ancla coronada, que se utilizó durante el primer cuarto del siglo XX.


La Fabrica de la Moncloa cierra definitivamente su manufactura según real decreto de 1850. El grueso de su archivo se ha conservado en el Palacio Real de Madrid, concretamente en la sección administrativa. En su sección de inventarios (A.G.P. Sec. Admón. Leg/770) hemos encontrado, en el apartado de Loza, la relación de 10 jarras de “pico de pato” y 4 jarras pequeñas de “pico de pato”.


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Una idea de la popularidad del pistero, a principios del siglo XX, nos la da su manufactura y comercialización. De esta época tenemos la información que nos facilita la lista de precios de 1908 de la fábrica de loza y porcelana Falcó y Compañía, en Valdemorillo (Madrid). Esta lista nos informa de la producción tanto de vajillas como de objetos de todo orden, entre los que se encuentran los pisteros. Los pisteros largos con forma de pato, en blanco, se vendían a 0,70 ptas. Los decorados con filete azul a 0,90 ptas. El precio de los decorados con filete oro, estampados y bandas con filete de oro era de 1,00 ptas. Del mismo modo se incluyen en el listado los precios de los pisteros redondos. Su costo es análogo, pero los redondos tienen otra posible decoración: Estampados, fondo, fondito, bandas y filete coral, cuyo valor asciende a 0,95 ptas.

En cuanto a la forma, pueden clasificarse en tres grupos: las adaptadas a la figura de animales (4) con que se guisa el pisto, palomas, patos, gallinas. Ovalados (25) que representan una mayoría, y redondos (7), que son los mas antiguos y por eso mismo son mas escasos y difíciles de encontrar. Dentro de estos, la variante puede ser el lugar donde se inserta el asa para cogerlos, unas veces sale del lado opuesto al pitorro o caño (4) y otras veces sale del frente de quien lo coge, al lado izquierdo del pitorro (3).

El tamaño del pistero deriva de la naturaleza de su función. La persona enferma y postrada en cama, tiene que beber, a pequeños sorbos, cantidades regulares y frecuentes, de donde se deduce que ni el tamaño ni la capacidad del pistero necesitan ser muy grandes. De los estudiados, los mayores (7) alcanzan los 200 ml., los medianos son los más frecuentes (25) con capacidad para 100 ml. y por último, los más pequeños (3) con una cabida de 50 ml. Otra aplicación menos frecuente del pistero es la dispensa de medicamentos. En este caso su tamaño es francamente menor, 25 ml.


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La decoración aunque variada nos permite establecer distintos grupos. Todos ellos tiene en común la pertenencia del pistero al grupo de los enseres domésticos y, más concretamente, a aquellos destinados al cuidado de la vida en un momento específico, el de la enfermedad de un ser querido. Con la dificultad añadida de la necesidad de hacerlo tumbado.

Una de las características de los pisteros populares “piezas sueltas de taller artesanal, generalmente sin marca” es la belleza de sus formas. El hombre, al fabricar los útiles que precisa para satisfacer sus necesidades (materiales y espirituales), ha tratado de crear algo bello siguiendo la tendencia de plasmar un reflejo de su propia alma en la obra realizada. Los pisteros no son una excepción.
De la primera etapa, finales del XVIII y a lo largo del XIX, descubrimos pisteros de barro coloreado, tratando de seguir los colores del animal del que han adoptado su forma, paloma, pato o gallina. También de esta época hay pisteros redondos, con el asa al frente, y dibujo vegetalista de ramas y flores.
Iniciado el siglo XX la decoración se centra, las más de las veces, en la parte superior del cuerpo. Es un trébol en relieve, algunos en color, que cierra medio círculo de su embocadura, y que se apoya en hojas de las que parten los tallos que recorren el pico llegando al final de su embocadura.


Otro grupo son los pisteros que forman parte de las piezas de unas vajillas. En este caso, como es natural, su decoración es la misma que para el resto de las piezas y por lo general están identificados con marca de fábrica.

En cuanto a los pisteros de cristal (4) “incoloro y soplado al molde” al fabricarse de uno en uno, son todos diferentes. Su decoración se repite: una flor de estilo modernista en la parte superior. La flor, de línea sinuosa, estilizada, geométrica y angular, fue el elemento decorativo utilizado, en otras artes decorativas, de los estilos modernistas durante las décadas del 1920 y 1930.

Para la contextualización de todos estos datos en el mundo de los cuidados al enfermo, era necesario averiguar si la utilización del pistero fue únicamente popular y doméstica, o también alcanzó el ámbito profesional de la enfermería. Y en caso de ser así, ¿cuándo empiezan las enfermeras a usar el pistero? Planteamos la búsqueda a partir de la fecha en que la Real Academia Española incluye el término pistero en su Diccionario, el año 1884.
En este contorno de época y tiempo, finales del siglo XIX, las enfermeras laicas que había en España eran pocas, con bajo nivel cultural y escasa formación. Por el contrario, la mayoría de las enfermeras eran religiosas, formadas por de las distintas órdenes con el fin de cuidar a los enfermos. No es hasta el año 1898 cuando se inaugura en España la primera escuela para enfermeras laicas, aunque sin ninguna relación con las instituciones docentes. Se trata de la Real Escuela de Enfermeras de Santa Isabel de Hungría. La regulación oficial de los estudios de enfermería tuvo lugar durante el reinado de Alfonso XIII, mediante Real Orden el año 1915. A partir de ese momento se crea una nueva ocupación sanitaria, la enfermería.
Rastreando los manuales que se utilizaban en la época, para la formación de enfermeras, encontramos que la mayoría incluyen el tema de la alimentación de los enfermos, con títulos como; “Alimentación para enfermos”, “Menú para convalecientes”, “Alimentación infantil”, “Maneras de presentar y servir comidas a los enfermos”, “Dietética y Farmacia doméstica”, “Alimentos empleados en enfermedades febriles”.

En cuanto a la utilización del pistero por las enfermeras, los tratados profesionales de aquél periodo, recomiendan a la enfermera usar un tubo metálico, o mejor un tubo de cristal (chalumeau), o si no puede aspirar, echad el líquido despacio en su boca por medio de un pistero, así consta, entre otros, en el “Manual de la Enfermera Hospitalaria”, editado por la Cruz Roja en 1931. Al lado de los textos casi siempre encontramos las correspondientes ilustraciones.
El único autor que mostró su disconformidad con el uso del pistero fue el Dr. Manuel Usandizaga que en su libro “Manual de la enfermera” (1934), advierte: Cuando un enfermo no se puede incorporar, las bebidas se le pueden dar con un pistero (mal procedimiento), con un vaso especialmente construido para este fin o, mejor todavía, con un grueso tubo de vidrio acodado, que se utiliza como las pajas con que se sirven los refrescos en los cafés.

Sin embargo, unos años mas tarde se sigue proponiendo el uso del pistero en los libros de enfermería; Valls Marín en su “Manual de la Enfermera” (1940) recomienda Para la toma de líquidos también se puede utilizar el corriente pistero. El Dr. Murga autor de “La Enfermera Española” (1942) propone utilizar el pistero cuando el enfermo no puede alimentarse por sí sólo.

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A. Box en el “Manual para Practicantes, Matronas y Enfermeras” que redactó en 1951, nos explica las ventajas y los inconvenientes del uso del pistero. A los enfermos que no pueden incorporarse para tomar los líquidos (caldo, leche, extracto de cereales) se les proporcionan éstos con un pistero, con un vaso especial o haciéndoles que chupen con una varilla hueca de vidrio desde el vaso, como si se tratase de una paja de refresco. Este último método es el más limpio y está muy extendido en América. El pistero es de difícil limpieza, pues tiene rincones. Los vasos especiales resultan caros y se rompen mucho.


Pimulier F.S. describe en el “Manual del Practicante” (1952) como alimentar a los enfermos que no pueden hacerlo por sí solos: ...requiere, por parte de la enfermera, especial atención para evitar la ingestión de los alimentos a temperatura y cantidades excesivas. Cuando se trata de alimentos líquidos se utiliza, corrientemente, el pistero dejando al paciente pausas suficientes para efectuar la respiración.

En el año 1953 se unifican los títulos de Enfermeras y Practicantes en Ayudante Técnico Sanitario, unificándose también sus estudios, que persiguieron una formación técnica en línea con el desarrollo de la medicina en los grandes hospitales. El Tema de la Alimentación se trata como Nutrición y Metabolismo o bajo el epígrafe Nociones de Terapéutica y Dietética. El pistero como elemento auxiliar para la alimentación de los enfermos no aparece.

Esto contrasta con la práctica asistencial. Durante la década de los años 60 en los centros sanitarios, ya fueran clínicas, sanatorios, hospitales o asilos, la utilización del pistero, todavía, era habitual. Como utensilio destinado a la comida de los enfermos, formaba parte y era del mismo material (anagrama o iniciales estampadas en la loza o porcelana) de la vajilla del centro al que pertenecieran. Nos cuenta una ATS que lo utilizaban para iniciar la tolerancia a la alimentación de los enfermos, con agua, manzanilla, té, o caldo de pollo. Era frecuente que cada habitación contara con un pistero para los posibles enfermos que en ella estuvieran, y que una vez utilizado, la enfermera lavaba y dejaba recogido en una batea, sumergido en antiséptico, listo para su utilización en el siguiente turno. Resulta curioso que no se haya encontrado en la bibliografía ni el vocablo, ni su utilidad.FOTO 009 En julio de 1977 se aprobó en España la integración en la Universidad de las Escuelas de ATS como Escuelas Universitarias de Enfermería. La formación de las nuevas enfermeras mueve su centro de interés, en relación al acto de cuidar, al contexto humano y social. En la bibliografía consultada, correspondiente a la formación de los Diplomados en Enfermería, Enfermeras y Enfermeros no aparece la palabra pistero; es lógico, los avances con respecto a las técnicas de alimentación a los enfermos promueven la utilización de otros dispositivos, entre ellos la jeringa, que utilizada directamente o en conexión con una sonda, pasa a ser la sustituta del pistero.

Apoya esta idea la información obtenida mediante entrevista, de la que se desprende que la gente mayor, enfermeras profesionales y mujeres por lo general, identificaban el objeto y conocían su empleo, cuando les preguntaba por él, pero nadie sabía el origen ni el significado de la palabra pistero. Simplemente era una vasija de uso doméstico y sanitario, destinada a contener líquidos para la alimentación de enfermos. En el ámbito rural, se decidía su uso cuando el paciente era incapaz de tragar, por lo que las más de las veces ya era demasiado tarde para esperar una recuperación del enfermo.

Los textos narrativos de la época recogen alusiones que hacen pensar en el pistero como último recurso. Así lo leemos por ejemplo en la novela Ágata ojo de gato de Caballero Bonald: “....Puso Alejandra en un vaso un poco de agua, a la que añadió con mano temblorosa un chorreón del contenido de dos de los frascos y, después de santiguarse, le indicó al marido que, a ver cómo se las arreglaban para hacerle tragar íntegramente aquella pócima a Manuela, cosa que lograron mal que bien con ayuda de un pistero”.

CONCLUSIONES

El estudio y posterior análisis de los diferentes datos recogidos, pone de relieve aspectos de la convivencia de la sociedad española, rural y urbana, de los que pueden extraerse algunos hechos.

En primer lugar la preocupación por proporcionar alimento, de manera confortable y efectiva, a la persona enferma que no puede incorporarse. Estableciendo así la relación de ayuda en la alimentación como expresión del cuidado.

El segundo lugar, es destacable el hecho de concebir el pistero, (vasija en forma de taza con un cañoncito que le sirve de pico y un asa en la parte opuesta), para administrar el pisto, comida ideal para la pronta recuperación del enfermo.

El pistero se utilizó en dos ámbitos; en el doméstico de la vida cotidiana, por la madre, esposa o hermana en el plano familiar, o la doméstica encargada de los cuidados del enfermo y más tarde en el sanitario por enfermeras y enfermeros.

Que el pistero es una pieza común utilizada por todas las capas de la población lo demuestra la diversidad de calidades y manufacturas que encontramos, desde los fabricados en barro, pasando por los de loza y llegando a los de cristal y porcelana.

El material con que están hechos los pisteros, tanto los de uso doméstico como los hospitalarios es el mismo, y su evolución sigue los pasos del utilizado para los enseres domésticos.

El tercer aspecto es el relacionado con el periodo cronológico. El uso del pistero se inició a finales del siglo XVIII, se confirmó durante el XIX, y tuvo su máximo apogeo en las décadas 30 y 40 del siglo XX, para ir decayendo durante la última mitad del siglo.

Museo de la Farmacia Catalana

Facultad de Farmacia y Museo de la Farmacia Catalana. Por sus magníficas fotos de los pisteros y su exposición del medicamento del mes. Diciembre de 2007

Definición Tassa: Taza Vas petit de porcellana, de terra, etc, amb nansa, per a prendre líquids. Una modalitat és la tassa de broc (an feeding cup; c pistero; fr vase à bec), emprada per a donar beguda als malalts. Traducción: Vaso pequeño de porcelana, de tierra, etc., con asa, para beber liquidos. Una modalidad es la taza de pico, utilizada para dar de beber a los enfermos.

fr.: tasse à/de malade, tasse à bec, biberon de malade, tasse canard, canard de malade.

en.: invalid feeder, feeding cup, feeding bottle, nursing cup,sick feeder.

it.: colombine.

Tasses de broc: Tazas de pico

Tasses amb bec: Tazas con pico

Tasses de malalt: Tazas de enfermos

Biblioteca de Farmàcia. CRAI


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AGRADECIMIENTOS

Mª Teresa Miralles Sangro. Por sus magníficas publicaciones sobre la Historia de la Enfermería.

María Carmen Saiz Azurza. Por su foto del pistero diferente. Enfermera de Salud Laboral del Hospital Donostia de San Sebastián.

Iñaki Villoslada Fernández, técnico de euskera de la Unidad de Comunicación del Hospital Donostia, de San Sebastián

Facultad de Farmacia y al Museo de la Farmacia Catalana. Por sus magníficas fotos de los pisteros y su exposición del medicamentos del mes. Diciembre de 2007

Francisco Gabaldón Ortega, Enfermero y Presidente de la Sociedad Española de Enfermería Oftalmológica (SEEOF), por su traducción del catalán al castellano.

Autores de la Exposición:

Manuel Subirà i Rocamora. Fundació Concòrdia Farmacèutica

Iris Figuerola i Pujol. Museu de la Farmàcia Catalana. Facultat de Farmàcia. Universitat de Barcelona

Col·laboradors:

Núria Garriga i Rovira. Becària de col·laboració

Josep Maria Rovira i Anglada. Membre de l’Associació Catalana de Ceràmica

Biblioteca de Farmàcia. CRAI


AUTORES

Jesús Rubio Pilarte

Enfermero y sociólogo.

Profesor de la E. U. de Enfermería de Donostia. EHU/UPV

Miembro no numerario de La RSBAP



Manuel Solórzano Sánchez

Enfermero Servicio de Oftalmología

Hospital Donostia de San Sebastián. Osakidetza /SVS

Vocal del País Vasco de la SEEOF

Miembro de Eusko Ikaskuntza

Miembro de la Sociedad Vasca de Cuidados Paliativos

Miembro Comité de Redacción de la Revista Ética de los Cuidados

M. Red Iberoamericana de Historia de la Enfermería

Miembro no numerario de La RSBAP

domingo, 3 de abril de 2011

En Beasaín, una titulada “Junta de Guerra Carlista” es la encargada de ordenar los fusilamientos



“¿Qué eran tus hijos?”, preguntaron a una loca. “Comunistas como yo”. Al día siguiente apareció el cadáver de la infeliz mujer


A todas las enfermeras que sirvieron en hospitales republicanos se las cortó el pelo y se las desnudó en la plaza pública


Artículo aparecido en el periódico de Madrid “La Voz”, año XVIII, número 5.107, jueves 6 de mayo de 1937


FOTO 001 Cabecera del periódico


Este artículo es simplemente para recordar que todas las guerras solo producen muerte, destrucción, horror, terror, sufrimiento… que da igual el bando, el lugar del mundo o la época, todos los contendientes cometen excesos y atrocidades, como las que vemos en cualquier informativo. Podemos aprender de nuestra experiencia, aunque sea dolorosa, para resolver cualquier conflicto sin tener que recurrir a la violencia.


El artículo dice así: (Baiona) Siguen llegando evadidos de la zona facciosa de Guipúzcoa. Últimamente lo hicieron varios de Beasaín, populosa villa inmediata a San Sebastián. Afirman estos evadidos que en Beasaín no quedan hombres de veinte a treinta y siete años. Los que no han sido víctimas de las pistolas en las cunetas del camino a San Sebastián, han sido arrancados a palos de sus casas y llevados a las líneas de fuego de los frentes rebeldes. Los que rebasan de estos años, han de ir desde las siete de la mañana a las siete de la noche a trabajar en la fábrica de vagones, donde no cobran jornal alguno. Como recompensa a su agotadora labor se les facilitan dos ranchos inmundos al mediodía y por la tarde. Las mujeres tienen que trabajar en iguales circunstancias. El campo está abandonado, sin cultivar, y la miseria es espantosa. Los comercios están intervenidos, y los que no, se hallan en ruina, pues no hay ventas, porque la carencia de dinero es absoluta.


La actuación de la “Junta de Guerra Carlista” Apenas entraron los fascistas en Beasaín, fue nombrado alcalde del pueblo José Luis Guridi, y comandante militar, Roberto Mariones, teniente retirado, natural de Pamplona, los cuales nombraron, a su vez, una titulada “Junta de Guerra Carlista”, integrada por los falangistas Epifanio Argiñano, Agustín Mendía, Juan Ezquiega (dueño de una imprenta), Juan Asla y Fermín Pérez, encargado de delatar a los republicanos y nacionalistas. Los crímenes perpetrados por esta Junta son elevadísimos. Entre ellos los siguientes:


En Beasaín habitaba desde hace años la familia Igartus, naturales de Bilbao. Primeramente fueron ejecutados el padre y dos hijos. En la lucha sostenida por los leales, antes de llegar los fascistas a la villa, resultó herido otro de los hijos, llamado José Luis. Después de curado estuvo detenido y trasladado a Pamplona. Se le puso en libertad, y al llegar a Beasaín, fue asesinado en la misma puerta de su casa. Otro de los hijos, José María, después de haber estado detenido, una madrugada lo llevaron a las cercanías de la mina “Mutilos”, lo hicieron desnudar a fuerza de culatazos, dejando acribillado a balazos, junto a una cuneta.


Gregorio Bagué trata de huir, lo detienen durante quince días, le dejan en libertad, mediante el pago de una multa de 500 pesetas, y luego lo asesinan en su propia casa, ante sus cuatro hijos, el mayor de quince años.


El Presidente de la Sociedad Recreativa es delatado por Fermín Pérez. Lo sacan de su casa, lo conducen hasta las tapias del caserío Zapatari, junto al cementerio, y allí lo acribillan a balazos. Al moldeador de la Compañía Auxiliar de Ferrocarriles Luis González lo arrastran hasta el mismo lugar que el anterior, y allí le vacían la cabeza a tiros. El cadáver, al encontrarlo, estaba desnudo.


Habían desaparecido, dos directivos de las Juventudes Socialistas, Vergara y San Martín. Apelaron a una estratagema. Aseguraron que iban a bombardear La Casa del Pueblo, y ordenaron, que salieran todos los vecinos. Los dos muchachos, de dieciocho y veintiún años, aparecieron, y entonces fueron detenidos y fusilados en la misma puerta. Al comerciante Guillermo Ugarte, de filiación carlista, por el sólo hecho de advertir a una patrulla de pistoleros fascistas que acababan de incendiar un auto que tuvieran cuidado, porque allí había una fábrica de productos químicos, lo asesinaron a tiros de fusil. Otra víctima del furor fascista fue el carnicero Andrés Izaguirre, carlista, porque se hizo responsable de un muchacho que habían detenido, llamado Crespo. Ambos fueron ejecutados.


Otro vecino de filiación carlista llamado Evaristo Mendía, fue acusado de tener luces sospechosas que orientaban al enemigo. A culatazos lo condujeron al cementerio, y a un hijo suyo de diecinueve años le hicieron abrir la fosa. Después de matar al padre, se llevaron al muchacho, enviándolo a uno de los grupos de choque del frente de Burgos. Un tal Onésimo, conocido por el “Hijo del periodista”, lo destrozaron a machetazos, desvalijando después su casa.


También fusilaron junto al cementerio al guarda de la fábrica de vagones Uribe, a dos factores del ferrocarril hijos de una vecina llamada Carlota, y a una pobre mujer enloquecida llamada “La mata”. Esta, al ver asesinar a sus dos hijos, perdió la razón y pasaba día y noche por el pueblo, rompiéndose las ropas y preguntando por los que no habían de volver.


“¿Qué eran tus hijos?” le dijeron una noche los falangistas de una patrulla. “Comunistas como yo”, respondió la pobre loca. Acto seguido la llevaron al cementerio y la mataron a tiros.


Al entrar los fascistas en Beasaín encontraron a cuatro guardias civiles leales que había heridos en el hospital. Uno era gallego; otro, un brigada recién ascendido. Los otros dos, navarros. A los cuatro los sacaron de las camas y los llevaron al caserío Zapatari, y después de asesinarlos quemaron los cadáveres. También han sido asesinados un tal Albania de Vitoria; Chinchurreta, Lanciego, Manuel Larzábal, Redondo, Soto, un cobrador del Banco de San Sebastián, Oñativia, el escribiente de la Compañía, auxiliar, Domingo Martínez; el tabernero Olavaria y el criado de un derechista que se llamaba Samaniego.

FOTO 002 Anagrama central del Diario

Con las mujeres se ha extremado la crueldad. A todas las enfermeras que prestaron servicio a las tropas republicanas se las cortó el pelo al rape, y las hacían desnudarse en plena plaza pública. Han “desaparecido” once vecinas que simpatizaban con los leales a la República.


Del pueblo han sido expulsados cinco sacerdotes nacionalistas; cuatro de parroquias inmediatas, entre éstas Lecaroz, y uno de Beasaín, D. Pedro Mori, fueron fusilados. (Argos)



FOTO 003 Enfermeras


BIBLIOGRAFÍA


LA VOZ, Diario independiente de la noche fundado por D. Nicolás M. Urgoiti en 1920. Redacción: Larra número 8, Apartado 249, Teléfono 32610. Madrid. Precio 15 céntimos. Año XVIII. Número 5.107. Jueves 6 de mayo de 1937.


AGRADECIMIENTO


Javier Alonso Antón, Unidad de Comunicación del Hospital Donostia de San Sebastián.


AUTORES


Jesús Rubio Pilarte *


Enfermero y sociólogo. Profesor de la E. U. de Enfermería de Donostia. EHU/UPV


Miembro no numerario de La RSBAP


jrubiop20@enfermundi.com


Manuel Solórzano Sánchez **


Enfermero Servicio de Oftalmología Hospital Donostia de San Sebastián. Osakidetza /SVS


Vocal del País Vasco de la SEEOF


Miembro de Eusko Ikaskuntza


Miembro de la Sociedad Vasca de Cuidados Paliativos


Miembro Comité de Redacción de la Revista Ética de los Cuidados


M. Red Iberoamericana de Historia de la Enfermería


Miembro no numerario de La RSBAP


masolorzano@telefonica.net