Cuando el médico sube al barco el 20 de noviembre de 1854 con destino a Constantinopla, en la costa europea del Bósforo, lucía al sol la silueta del cuartel turco de Escutari (Turquía). Por entonces, dicho cuartel hacía las veces de hospital central del cuerpo expedicionario inglés de la Guerra de Crimea. Anthony Hillary, traficante y logrero de la guerra, residente en Constantinopla, que me había facilitado el permiso para entrar en el lazareto, me dijo:
Anda usted muy equivocado, joven, si cree que el éter y el cloroformo convierten un hospital en un lugar de placer. Pueden echarles a los heridos por las narices el correspondiente producto y los tíos se callarán sin duda mientras les cortan los brazos y las piernas, pero después morirán sin remedio de fiebre purulenta o de gangrena e irán a parar al gran montón de cadáveres.
Así era, a la cirugía le quedaba otro enemigo, cruel, antiquísimo, conocido de siempre y desde siempre temido, enemigo que, con el progreso que suponía la anestesia, parecía cobrar fuerzas de un modo enigmático. Este enemigo era uno sólo, con independencia de los diversos nombres con que se les designará: fiebre traumática, fiebre purulenta, piemia, septicemia, erisipela, gangrena, hemotaxia o, como podría llamársele hoy, infección traumática.
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Cuando llegué al hospital, con sus grandes salas, húmedas y mugrientas paredes. Mis vacilantes pasos espantaron unas ratas que, enfurecidas, reaccionaron lanzándose contra mí y mordiéndome los zapatos, hasta que pude ahuyentarlas. De pronto me encontré en un gran corredor en cuyo suelo, lleno de suciedad, yacían unos junto a otros, multitud de hombres medio desnudos, algunos de los cuales se tapaban meramente con un capote. Todos tenían la piel al descubierto. Deliraban, gemían, juraban, suplicaban y descansaban la cabeza, en el mejor de los casos, sobre una polaina o un mal andrajo.
No encontré ningún enfermero hasta llegar a la siguiente sala, en la que el suelo estaba cubierto al menos con una capa de paja. Los enfermeros se hallaban alimentando con humeante leña verde el fuego que ardía debajo de una enorme caldera de cobre. Cocían pedazos de carne que arrojaban a los enfermos. Éstos a su vez los devoraban hambrientos.
Pregunté a dichos enfermeros por la sala de operaciones y por los médicos. Uno de ellos me miró estupefacto como si yo hubiese caído de otro mundo. De pronto se puso a relinchar de risa. Por lo visto la expresión “sala de operaciones” le había resultado en extremo divertida. Allí todo tenían el cólera y si no me daba prisa en salir de aquella sala, también yo me contagiaría. Hacía ya ocho días que no habían visto la cara a ningún médico.
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Seguí adelante y me encaminé hacia otro corredor. El espectáculo que mis ojos presenciaban se repetía idéntico por doquier. Aunque de vez en cuando veía también algún herido aislado, en general sólo encontraba enfermos de cólera y tifus, cuya vida iba apagándose sin esperanza de salvación.
Al entrar en una pieza en la que encontré por primera vez a enfermos que, en lugar de yacer sobre el desnudo suelo de piedra o encima de paja sucia, estaban acostados sobre sacos llenos de ésta, vi a una mujer que se movía en medio de aquel infierno. Iba embutida en un astroso vestido gris a manera de bata y en una blusa también gris y no menos grotesca de burdo paño. Llevaba una cofia blanca que en aquel ambiente tenía un aspecto ridículo. Supuse que se trataba de una de las enfermeras de Florence Nightingale. Iba de saco en saco sirviendo vino de oporto a los pacientes. Me miró alarmada cuando le pregunté donde estaban los médicos y la sala de operaciones. Únicamente pude comprender su actitud más adelante, cuando me hablaron de la hostilidad con que se había recibido allí a Florence, pero también, en cambio, de la férrea energía con que la señorita Nightingale mantuvo unida su poco disciplinada hueste de enfermeras, con el fin de no ofrecer a los médicos un flanco fácilmente vulnerable.
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El traslado allí de miles de heridos y enfermos fue lo que indujo al mayor Hillary y al doctor Menzies a aceptar la colaboración de aquellas mujeres y a abrirles el paso a salas, corredores y pasillos. Para empezar y justo en el momento de su llegada, dispusieron que Florence y sus compañeras se alojaran en una habitación donde yacía, desde algunos días antes, el cadáver de un general ruso. Sólo después de insistir varias veces me contestó aquella enfermera que no me molestase en buscar la sala de operaciones. No había ninguna en todo el hospital. También se carecía de instrumental quirúrgico. Los cirujanos operaban en una sala en la que había también multitud de heridos. No se disponía siquiera de una mampara con que poder separar a los recién operados del resto de los heridos.
Llegué a otra sala semioscura llena de un aire espeso. En medio de aquella pieza trabajaban los cirujanos. Los heridos estaban echados sobre tablas horizontales apoyadas en caballetes. En el suelo y alrededor de esta “mesa de operaciones” yacían multitud de recién operados mientras iban llegando sin cesar nuevos heridos que los turcos llevaban allí desde los barcos.
Después de estar operando todo el día el doctor McGrigor le invitó a realizar la ronda con él. Como no había agua para lavarse las manos, me las restregué por los pantalones y le acompañé. Me detuve ante una puerta que abrió de un empujón, el cirujano se dirigió al enfermero: ¿Qué novedades?. Veintidós muertos, señor. Y allá abajo hay algunos que piden a gritos un sacerdote. El cirujano contestó, y mañana por la mañana otros veintidós, y a la tarde otros tantos. En estos momentos de cada 100 operados con técnica correcta y sin dolor, mueren 70. Algo debe de haber en el hecho de que la fiebre traumática sea constante y de índole maligna desde que se opera con cloroformo y gracias a ello podamos cortar con más libertad y más a fondo. El cloroformo no sería, después de todo, la última novedad tras la cual se ocultara el diablo.
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Encendió otra lámpara que pendía junto a la puerta y pasó a lo largo de la fila de heridos. Por encima de las yacijas flotaba un penetrante olor a podredumbre. Los operados yacían apretadamente unos contra otros. Vendajes hediondos manchados por la supuración, rostros pálidos, amarillentos, ojos hundidos, pómulos salientes, manos que en el término de pocos días se habían vuelto esqueléticas, respiración acelerada de estertor, síntomas todo ello de lo que entonces se sabía indicador de las distintas especies de fiebres traumáticas y que “al igual que el dolor en tiempos pasados”, se consideraba como un mal enigmático y fatal.
Al salir al corredor, pasaron unos enfermeros trasladando cadáveres y recién operados. En la otra sala el enfermero de turno contestó: “Diez muertos, señor”. La señora Florence Nigthingale estuvo aquí con dos de sus mujeres enfermeras distribuyendo té y vino. “Desde entonces los pacientes se encuentran más tranquilos”.
Al doctor McGrigor, el oír el nombre de “la señora” le ponía de muy mal humor. Fueron a la sala vecina y les dijo a sus acompañantes en esta todos tienen la erisipela, es inútil que pasemos, ya no se puede hacer nada por ellos. Sin embargo llamó a la puerta y cuando el enfermero de turno hubo abierto, le dirigió, atragantándose, la consabida pregunta de: ¿Qué novedades?. En el centro de la habitación, en el suelo, había una lámpara y junto a ella una tetera con la que una mujer alta y en extremo delgada iba llenando copas y se las pasaba a otras dos mujeres vestidas con la misma ropa gris y tosca que las cubría a manera de saco. Estas dos mujeres se acercaban a los lechos de los heridos y, alzándoles la cabeza, les daban a beber el té. Aunque yo no había visto nunca a Florence Nightingale, comprendí que debía ser la que estaba junto a la lámpara.
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Los heridos no han comido ni bebido nada caliente desde ayer “dijo con una voz todo dulzura, pero bajo cuya apacible vibración parecía ocultarse, a punto de surgir, un tono de mayor dureza”. Hemos traído té y vino tinto. Espero que no tenga usted nada que objetar, doctor McGrigor.
El doctor McGrigor dijo: “Tierna como una niña, gruñó con un acento de protesta que, no obstante, envolvía quizás un matiz de admiración. Pero su espíritu es duro como el acero. ¿Qué se adelanta con repartir té, preparar sopas y acariciar cabezas?”. El que se ve atacado por la fiebre traumática se muere lo mismo con la señorita Nightingale que sin ella.
Rendidos de cansancio y sin prestar atención al ruido de las ratas, nos echamos a dormir en una cama turca. Al mediodía siguiente regresé con paso vacilante al embarcadero. Mi experiencia de Escutari sirvió para que tuviera idea clara de la época en que, liberada la cirugía del dolor, habría de luchar con su segundo gran enemigo: la infección traumática.
LA DAMA DE LA LÁMPARA. CENTENARIO 12 MAYO 2010
Al estallar las luchas en Crimea, la armada inglesa estaba deficiente en soldados y en material de guerra. (Al final del primer año, la mitad del ejército inglés estaba incapacitado por enfermedad).
El 18 de Octubre de 1.854, Florence Nightingale recibió el nombramiento de Superintendente del cuerpo femenino de enfermeras de las fuerzas inglesas establecidas en el hospital general inglés de Turquía.
La obra de Florence se resume en un párrafo que dice:
“Yo utilizo la palabra enfermería a falta de otra mejor. Se ha limitado a significar poco más que la administración de medicamentos y la aplicación de cataplasmas. Pero debería significar el uso apropiado del aire, la luz, el calor, la limpieza, la tranquilidad y la selección de la dieta y su administración, y con el menor gasto de energía por el paciente”.
Desarrolló toda una serie de necesidades, las cuales son importantes tanto para el enfermo como para el no enfermo.
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La ventilación y la calefacción, está basada en la necesidad de mantener el aire que respire el enfermo puro, ya que en muchos sitios existe la costumbre de airear la habitación de manera que el aire que penetra en ella es el procedente del pasillo, el cual está comunicado con el aire de las salitas y de otras habitaciones, por lo que dicho aire estará contaminado con humos, gases e inhalaciones, y nunca puede ser igual que el aire que proceda desde el exterior, que realmente será mucho más puro; todo ello sin olvidar ocuparse cuidadosamente del calor. Cuando ella llega con sus enfermeras al Hospital de Escutari, se encuentra con grandes salas sin ventilación y sin ventanas.
Toda casa u hospital debe disponer de aire puro, agua pura, desagües eficaces, limpieza y luz. Resaltando la importancia de la limpieza, tanto dentro como fuera de la casa, ya que si no hay limpieza, la ventilación no sirve para nada, pues lo único que se logra es trasladar la suciedad de un lugar a otro.
Cuidar los pequeños detalles. Hay que ser puntual a la hora de realizar todas las tareas de enfermería, y el silencio es fundamental que se mantenga a partir de las 22 horas. Una habitación deshabitada puede ser un foco de contaminación al carecer de ventilación y limpieza. Dar confianza al enfermo e información, la falta de información puede causar en el paciente desconfianza.
Evitar el ruido innecesario o el ruido que crea inquietud en la mente y daña al paciente. Hay que evitar que el ruido despierte al paciente, ya que si está en su primer sueño, seguramente no podrá volver a dormirse. Hay que asegurarse que las puertas y ventanas no chirrían o que las persianas o cortinas no sean movidas por el viento.
Hay que evitar dar alimentos sólidos antes de las 11,00 de la mañana, pues tendrán la boca seca y les costará tragar. Hay que dar el alimento con la frecuencia y puntualidad que requieran. De igual modo no hay que dejar la comida que no se come el paciente al lado de la cama con la esperanza de que se la coma antes de que traiga la siguiente (hay que retirarla se la haya comido o no). Hay que evitar hablar al enfermo mientras come, o que hable él. De igual modo hay que mirar cuanto ha comido y cuanto debería haber comido. Así hay que procurar que la taza tenga los bordes limpios y no esté mojada por debajo, pues se puede manchar el enfermo.
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Variedad en la alimentación: No hay que centralizar la alimentación en la carne, sino que también hay que darles vegetales, leches y sus derivados. La jalea, al contrario de lo que se cree, no nutre y tiene tendencia a producir diarrea, en cambio el caldo de carne es muy nutritivo, sobre todo si se añade a otros alimentos. No se debe de dar té o bebidas excitantes después de las 17 horas, pues puede producir insomnio.
El cuidado de la cama y de la ropa de cama. El enfermo suda, y esa humedad con materia orgánica se va acumulando en las sábanas. Así, hay que tener un buen somier, que permita el paso del aire hacia el colchón. Siempre es mejor poner la cama limpia a un paciente que ponerle una cama ancha, para que se vaya moviendo de un lado a otro. La cama no debe nunca estar pegada a la pared, pues la enfermera debe tener fácil acceso a ambos lados y alcanzar fácilmente cualquier parte del cuerpo del enfermo. Igualmente, esta debe estar en el sitio más iluminado de la habitación y tener una ventana a través de la cuál se pueda mirar hacia afuera.
La limpieza en las habitaciones y salas. Hay que quitar el polvo de la habitación siempre con un paño húmedo, pues sino se esparce por toda la habitación. Nunca debe haber alfombras en la habitación del enfermo, pues estas acumulan suciedad. Las paredes no deben estar empapeladas ni enyesadas, sino que deben ser de cemento blanco no absorbente, cristal o baldosín glaseado.
La falta de limpieza en habitaciones y salas se puede originar por:
- El aire sucio que entra de fuera.
- El aire sucio que procede del interior de la casa, debido al polvo, etc.
- Aire sucio procedente de alfombras.
Limpieza y aseo personal del paciente y enfermo. La piel hay que lavarla y cambiarla de ropa, ya que muchas enfermedades se purifican a través de la piel. Después de una buena limpieza el enfermo se encuentra mucho más a gusto. La enfermera debe lavarse las manos varias veces al día para evitar trasladar las enfermedades de un paciente a otro. Siempre limpia más el agua caliente con jabón que el agua fría. Hay que frotar bien la suciedad con una toalla, pues sino no saldrá bien la suciedad. Después de una buena limpieza, la piel absorbe agua, se hace más suave y transpira mejor.
HISTORIA DEL LAVADO DE LAS MANOS
El entreacto de la historia de la cirugía durante el cual no existían ya dolores operatorios, no tenía que haber durado forzosamente algo más de tres decenios. Porque el sombrío poder de la fiebre purulenta habría podido ser descubierto y combatido en sus causas, pocos años después del descubrimiento de la anestesia; puesto que el hombre que comprendió estas causas y sus fatales consecuencias, el hombre que sospechó y vio claramente después el camino que conducía al infierno de la fiebre y de la muerte por supuración y además de verlo lo proclamó desesperadamente ante sus contemporáneos, este hombre existió, vivió efectivamente. Pero se rieron, se burlaron de él y de sus descubrimientos, exactamente de la misma manera como lo habían hecho con las ideas de Horase Wells.
Aquel hombre se llamaba Semmelweis. La historia de la vida de Ignaz Philipp Semmelweis se considera en nuestros días como uno de tantos monumentos de oprobio levantados por médicos y hombres de ciencia, por obra y gracia del menosprecio con que acogieron conocimientos de superior calidad y verdades recién descubiertas.
Es posible que, a pesar de mi juventud, fuese yo uno de los primeros hombres de Estados Unidos que conoció el nombre de Semmelweis. Es muy posible que fuera yo, en virtud de uno de los singulares caprichos del azar que tantas veces han influido en mi vida.
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El 9 de agosto de 1848, es decir, pocos meses después de mi regreso a América procedente de Escocia, recibí inopinadamente una carta de Alemania, que contenía, entre otras, las siguientes frases.
“Un joven médico llamado Ignaz Semmelweis, que trabajaba en el hospital de obstetricia de Viena, sostiene, en oposición a todas las ideas clínicas de nuestra época, que la fiebre puerperal es consecuencia de la transmisión de las llamadas sustancias infecciosas por las manos de médicos y estudiantes, que, después de practicar autopsias, no se las han lavado convenientemente. Semmelweis niega validez a todo el sistema doctrinal de nuestra medicina y sostiene la necesidad de una rigurosa limpieza de las manos con agua dorada para ahuyentar la fiebre puerperal de los hospitales”.
Dejé la carta a un lado.
No estreché la mano que el destino me tendía. Yo, testigo del descubrimiento de la anestesia, el joven médico que gracias a ella se había convertido en creyente del progreso, no comprendí la importancia de la noticia del descubrimiento de la “infección por contacto” de Semmelweis, que entonces ya, después de haberse vencido los dolores operatorios, habría sido capaz de combatir, en los quirófanos de los hospitales de todo el mundo, a la nidada homicida de las enfermedades infecciosas de las heridas, de las fiebres purulentas, y las epidemias de erisipela y tétanos.
Lo comprendí en medida tan escasa como los prestigiosos médicos que ocupaban las cátedras más insignes de Europa y se burlaban literalmente del joven Ignaz Philipp Semmelweis y que, condenando su doctrina, guardaban los informes de su descubrimiento en los archivos del olvido, como yo había a mi vez arrinconado la carta de Kiel, para no acordarme más de ella.
Hoy, esto parece incomprensible; pero demuestra hasta qué punto todos “con raras excepciones”, somos esclavos de ideas arraigadas o cunado menos de uso común, y cuán difícil nos resulta admitir alguna novedad, sobre todo si ésta nos parece excesivamente sencilla para solucionar arduos problemas.
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La historia de este descubrimiento se nos presenta como una epopeya extraordinariamente trágica.
El húngaro-alemán Ignaz Philipp Semmelweis, natural de Ofen, que a los veintidós años de edad, en febrero de 1846, ocupó el cargo de ayudante en la primera clínica de obstetricia de Viena, nunca se había ocupado con anterioridad de esta disciplina científica. Cuando Semmelweis empieza su trabajo, la fiebre puerperal no es para él otra cosa que un concepto médico, una consecuencia nefasta y no siempre evitable del parto. La obstetricia de entonces no sabía nada concreto acerca de las causas de la fiebre puerperal, ni del origen de las afecciones de las heridas quirúrgicas. Esta ignorancia y esta resignación es transmitida a Semmelweis por sus maestros, como una fatalidad irremediable, de una manera perfectamente lógica, hasta que él mismo se enfrenta personalmente con la terrible dolencia.
La sección de obstetricia del Hospital General de Viena era, por los años 1840, un nido de incubación de la fiebre puerperal. En el primer mes en que Semmelweis se hace cargo de su puesto, en las salas de obstetricia mueren no menos de 36 madres sobre 208. Las parturientas que ingresan en este hospital forman casi siempre parte del grupo designado con el nombre de “indigentes”, con frecuencia destinadas a ser madres “sin la bendición de la Iglesia”.
En aquellos tiempos, las mujeres que se respetaban traían sus hijos al mundo en sus propios hogares. El profesor Klein, director de la Clínica, que veinte años antes había reemplazado al famoso profesor Johann Boer “que entonces era, sin lugar a dudas, el primer especialista de Europa en su ramo”, adopta frente a la fiebre puerperal una actitud estática e indiferente. El propio Boer llamaba a Klein el “menos capacitado entre los incapacitados”, pero no pudo evitara que la protección cortesana designara para un cargo tan importante a un hombre tan falto de imaginación.
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La sección de obstetricia del Hospital General de Viena se halla dividida en dos subsecciones. La primera, que es donde trabaja Semmelweis, está destinada a las clases de obstetricia de los estudiantes de medicina. En la segunda, éstos no tienen acceso. Está destinada a la formación de las comadronas. Semmelweis comprueba que la primera subsección pierde más del 10 % de parturientas por fiebre puerperal, mientras que la segunda tiene por lo regular un porcentaje de víctimas inferior al 1 %. Semmelweis llega a la conclusión de que si la fiebre puerperal fuese lo que se designa con el nombre de epidemia, el número de víctimas de ambas secciones tendría que ser más o menos igual. Semmelweis no puede explicarse la razón de la diferencia existente. Ante tales razonamientos, Klein se limita a encogerse de hombros.
Semmelweis empieza a investigar las causas de lo inexplicable, una y otra vez se dirige con los estudiantes al depósito de cadáveres y practica la autopsia en cuerpos de mujeres. Y siempre descubre el mismo cuadro: supuraciones e inflamaciones en casi todas las partes del cuerpo; no sólo en la matriz, sino también en el hígado, el bazo, las glándulas linfáticas, peritoneo, riñones y meninges. El cuadro sindrómico tiene un notable parecido al de las afecciones purulentas y quirúrgico-purulentas de las heridas. Después de terminar las correspondientes autopsias, se dirige a la sala de las mujeres, con los estudiantes. Las examina cuidadosamente, tanto a las que en breve van a dar a luz, como a las que están de parto o ya paridas. Enseña a los estudiantes, en cuyas manos está adherido aún el olor dulzón del depósito de cadáveres, los métodos usuales de exploración en aquella época. Pero impulsado por un ardiente e irresistible deseo de saber, practica las exploraciones de una forma mucho más minuciosa de lo que en general es costumbre.
Sin embargo, el resultado de su celo no es precisamente la adquisición de mayores conocimientos sobre la enfermedad. Se manifiesta, por el contrario, en un aumento repentino del número de enfermas y moribundas y justo sólo en su primera sección, por lo demás preferida ya de la muerte. La cifra de defunciones de su sección se convierte en el terror de las mujeres que no tienen hogar donde dar a luz y pasar la primera semana del puerperio. Se resisten desesperadamente a ser llevadas a “la sección de la muerte”.
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El carácter de Semmelweis cambia, discute con todo el mundo, se aferra a su trabajo, presa de desesperación, discute a las noches con su compañero de habitación Markusowsky, también discute con Kolletschka, catedrático de medicina legal, que trabaja con él todas las mañanas en el depósito de cadáveres. A finales de 1846, la mortalidad de su sección llega hasta el 11,4 %, en la sección segunda sólo el 0,9%.
Después de torturarse sin poder descubrir la diferencia entre las dos secciones, escribiría quince años después: “Todo quedaba sin la menor explicación, todo era dudoso. Sólo el gran número de muertes era una realidad indudable”.
Estando Semmelweis descansando en un viaje obligado a Venecia, a su vuelta se entera que el profesor Kolletschka ha fallecido por culpa de un corte insignificante que le produce un estudiante con el bisturí en el brazo en la sala de autopsias. Cuando pide ver el acta de la autopsia, observa que es la misma que si fuese la autopsia de una mujer recién parida.
Y Semmelweis se pregunta: ¿no serán también las mismas causas de la muerte de Kolletschka y de las víctimas de la fiebre puerperal? Éste había fallecido a causa de una lesión en la que el bisturí había introducido rastros de sustancias cadavéricas en descomposición.
¿Llevaron él mismo y sus estudiantes con las manos las mismas sustancias al vientre lesionado de las parturientas, al trasladarse de su trabajo en la sala de autopsias al reconocimiento en las salas de aquéllas? Él se inculpaba y decía: “… sólo Dios sabe el número de mujeres que por mi causa han bajado a la tumba prematuramente”.
El 15 de mayo, bajo su responsabilidad y sin consultar con Klein, fija en la puerta de la clínica un anuncio que dice: “A partir de hoy, 15 de mayo de 1847, todo médico o estudiante que salga de la sala de autopsias y se dirija a la de alumbramientos, viene obligado antes de entrar en ésta a lavarse cuidadosamente las manos en una palangana con agua dorada dispuesta en la puerta de entrada. Esta disposición rige para todos. Sin excepción. I. P. Semmelweis”.
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Semmelweis no sabe todavía nada de bacterias, se descubrirán treinta años después, pero él ha dado con el secreto de su transmisión por las manos e instrumentos médicos y cirujanos, secreto que tres decenios después se convertiría en la base de la asepsia.
El jabón, el cepillo de uñas y la cal dorada hacen su entrada en su sección, hay muchos compañeros que creen que “el lavado es exagerado”, y él tiene que estar vigilante para que todos cumplan las normas de lavarse las manos. Reiteradamente se da cuenta de la desidia que tienen sus compañeros y los estudiantes de hacer caso omiso de la norma de lavarse las manos, y provocan en él ataques de furor que de bondadoso le convierten de la noche a la mañana en un odiado tirano. A finales de 1847 consigue bajar la mortalidad en su sala de un 12,4 % a un 3,04 %.
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¿Pero cuando se había alcanzado antes una cifra tan baja de mortalidad? ¡NUNCA!
Bibliografía
El siglo de los cirujanos. Jürgen Thorwald. Mayo 2005
La Dama de la Lámpara. Florence Nigthingale.
FOTOS
FOTO 001.- Hospital de Scutari. Turquia. Florence Nigthingale
http://www.thekidswindow.co.uk/images/CMScontent/Image/8545-004-DB630AA5.jpg
FOTO 002.- Hospital de Scutari con heridos. Turquia. Florence Nigthingale
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FOTO 003.- Hospital de Scutari con heridos. Turquia. Florence Nigthingale. 1855
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FOTO 004. Hospital Florence Nightingale
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FOTO 005.- Hospital de Scutari con heridos. Turquia. Florence Nigthingale
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FOTO 006.- Hospital de Scutari con heridos. Turquia. Florence Nigthingale
http://i.telegraph.co.uk/telegraph/multimedia/archive/01522/florence_1522160c.jpg
FOTO 007.- Hospital de Scutari con heridos. Turquia. Florence Nigthingale. Médico militar y enfermeras.
http://cache2.asset-cache.net/xc/50615015.jpg?v=1&c=IWSAsset&k=2&d=E41C9FE5C4AA0A14D02649B144B0CE4B4724D44D8EF643467CB7B06FDD7F3FFCB01E70F2B3269972
FOTO 008.- Ignaz Philipp Semmelweis. 1818 – 1865. En 1847 descubrió una de las causas de la infección de las heridas en la suciedad de las manos de los médicos.
FOTO 009.- Desinfección y esterilización en una consulta de glaucoma de los tonómetros y las lentes de Goldman. Errores adversos. Trabajo presentado por Manuel Solórzano el 2 de julio de 2005 en Marbella, obteniendo el Primer Premio del VIII Congreso Nacional de Oftalmología de la Sociedad Andaluza de Enfermería Oftalmológica.
FOTO 010.- El llamado “blocao” del Hospital General de Viena, donde trabajó Rokitansky.
FOTO 011.- Desinfección y esterilización en una consulta de glaucoma de los tonómetros y las lentes de Goldman. Errores adversos. Trabajo presentado por Manuel Solórzano el 2 de julio de 2005 en Marbella, obteniendo el Primer Premio del VIII Congreso Nacional de Oftalmología de la Sociedad Andaluza de Enfermería Oftalmológica.
FOTO 012.- Óleo, cuadro del lavado de manos de Semmelweis. Desinfección y esterilización en una consulta de glaucoma de los tonómetros y las lentes de Goldman. Errores adversos. Trabajo presentado por Manuel Solórzano el 2 de julio de 2005 en Marbella, obteniendo el Primer Premio del VIII Congreso Nacional de Oftalmología de la Sociedad Andaluza de Enfermería Oftalmológica.
FOTO 013.- Óleo, cuadro del lavado de manos de Semmelweis
https://www.imss.org/shop/img/big/semmelweis.jpg
FOTO 014.- Sellos y monedas conmemorativas.
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Manuel Solórzano Sánchez
Enfermero Hospital Donostia. Osakidetza /SVS
masolorzano@telefonica.net
Etiqueta: Historia de la Enfermería
El perro que desafía la Inteligencia Artificial
Hace 1 semana
1 comentario:
Gran artículo y gran fuente de información, felicidades al redactor del post.
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