sábado, 13 de marzo de 2010

LOS GUANTES DEL AMOR

Cuando en 1877, bastante desalentado por la inutilidad de mi empeño de muchos años en hacer comprender a algunos de los cirujanos americanos que yo conocía el método de asepsia de Joseph Lister, cayó en mis manos el primer escrito de Koch sobre el descubrimiento de un germen patológico vivo “el bacilo del carbunco”, me había forjado una imagen heroica muy precisa del doctor alemán. Sólo una circunstancia me impidió trasladarme inmediatamente a aquel pequeño lugar de Alemania, apenas conocido, llamado Wollstein, donde vivía Robert Koch: la muerte de mi hijo Tom, a causa de una apendicitis, en aquella época todavía inoperable.
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La figura de Koch adquirió en mi imaginación un aspecto todavía más importante cuando dos años más tarde describió en otro escrito las primeras bacterias que provocaban las horribles infecciones quirúrgicas. ¡Qué poderosa había de ser la cabeza que mediante experimentos increíblemente sencillos demostraba lo que Lister había supuesto! ¿Qué genio el que sacaba a la luz a los “asesinos de la oscuridad” hasta entonces invisibles, a los mortales enemigos de operados y operadores? ¡Con qué insuperable claridad hacía ver aquel hombre la ceguera de los que no podían o no querían comprender la idea de Lister!

Quería conocer a Koch, y me fui para la calle principal de Wollstein. Allí entré en su casa y conocí a Emma Kock, que tenía una fe ciega en el trabajo de su marido, aunque a pesar de él, avanzara sólo paso a paso en su trabajo. De los trabajos de Kock, que como un potente imán me habían atraído al mísero rincón de aquella provincia alemana, no hablaba sino con un tono forzado en el que se advertía una especie de repulsión, recelo, o una mezcla de ambas cosas. Posteriormente se separa de la primera mujer para casarse con su segunda esposa IJedwing.

Kock en esa época hacía esperar mucho en la sala a los pacientes, estaba inmerso en su trabajo, a mí personalmente me hizo esperar mucho tiempo en su casa cuando le fui a ver, pensaba: aquella espera me había hecho presentir la obsesión del hombre que, separado de mí sólo por unos tabiques, estaba en plena caza de bacterias y se olvidaba del mundo que le rodeaba.

Cuando por fin apareció me dijo: ¿Qué quiere usted de mí, vamos a ver? Con gesto breve me tendió la mano, era áspera, manchada, coloreada y estaba corroída por los ácidos. Al entrar en su despacho percibí un olor en el que se mezclaban el ácido fénico y las emanaciones de corral de pequeños animales enjaulados. El olor procedía de la parte trasera de una tosca mampara de madera que Koch había hecho construir de pared a pared de la estancia, por carecer de otro sitio más apropiado. Era un departamento extraordinariamente mísero.

El hecho comprobado de que los descubrimientos que revolucionaban el mundo y que harían triunfar la labor de Lister habían salido de detrás de aquel tabique, resultaba hasta cierto punto sorprendente.
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Me puso delante del microscopio y por primera vez en mi vida vi aquellas bacterias redondeadas llamadas “cocos”, en las que Koch, entretanto, había descubierto el origen de la fiebre purulenta de los operados. Vi de una manera casi tangible al enemigo milenario, objeto de la lucha de Lister. La emoción que experimenté es fácil de comprender, lo mismo que la atención que más tarde presté a Koch cuando éste empezó sus explicaciones haciéndome un relato completo de sus hallazgos.

El tiempo necesario para estas prácticas de su investigación, Kock tuvo que usurparlo a los quehaceres de su profesión de médico rural.

Kock después de su observación con las ovejas muertas, aislando las bacterias del carbunco. Él creía que para su crecimiento, los gérmenes patógenos necesitan estar a la temperatura normal del cuerpo y además necesitan alguna sustancia que les sirva de medio nutritivo. Kock elige el humor acuoso de ojos sanos de buey, para su cultivo. Con auxilio de su lámpara de petróleo se construye una estufa. Valiéndose de una astilla pone a cultivar sangre de oveja de un bazo que contiene bastoncillos, en humor acuoso. Después se levanta cada noche, a intervalos de una hora poco más o menos, una y otra vez puede comprobar un aumento del número de bastoncillos, pero también se multiplican otros pequeños cuerpos redondos. Arregla el problema aislando la gota de muestra con una lámina de vidrio previamente recalentada y puesta encima de otra lámina de vidrio.
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En Alemania se presentó el joven William Steward Halsted, de Nueva York. Había estudiado en el College of Physicians and Súrgenos y ha trabajado en el Hospital de Bellevue. Actualmente llevaba dos años en Europa. Trabajó también con el profesor Billroth, de Viena, con el profesor Thiersch, de Leipzig, y en Wurzburg. Hasta hora ha estado trabajando con el profesor Volkmann y se interesa vivamente por Lister y su asepsia.

El cirujano Halsted era esbelto, de hombros atléticos y deportivos, tenía una cara singularmente desproporcionada, unas orejas grandes y muy salientes, y una mirada miope pero inteligente. Su aspecto exterior mostraba ya gran parte de la cuidadosa y casi exagerada elegancia que más tarde le distinguiría.

Es muy probable que en aquella hora de nuestro primer encuentro no sospechara, que en la futura lucha por la difusión de la asepsia en todas las salas de operaciones del mundo, iba a desempeñar un papel relativamente importante, en especial en América y singularmente en Nueva York, y que, finalmente, contribuiría a dicha difusión mediante una aportación de índole muy particular.
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He seguido de cerca el desarrollo del método Lister en sus momentos más decisivos; en mi patria traté de persuadir a gran número de nuestros cirujanos de la existencia de los gérmenes vivos como causantes de las enfermedades que se declaran en los hospitales y de que tales gérmenes deben ser alejados de las heridas o destruidos cuando están en ellas. Pero la labor de encontrar adeptos al método Lister era allí tan desconsoladora como lo sigue siendo, hasta cierto punto, en la propia Inglaterra. No obstante, creo que los descubrimientos de Koch pueden cambiar la situación a este respecto.

Probablemente, dijo Halsted, pero no va usted a pretender que quienes no han limpiado en su vida ni sus manos ni los instrumentos, ni han cambiado sus chaquetas de operación hasta que se han quedado tiesas de sangre y pus, crean sin más ni más, de la noche a la mañana, en la historia de las bacterias malignas. Para que triunfe entre ellos la antisepsia, se necesita una nueva generación de cirujanos, de la que Lister sea tal vez el inicio.

De las provincias bálticas de Rusia ha llegado el profesor Von Bergmann, estuvo hace tres años participando como cirujano en la guerra ruso-turca. Allí no había fenol. Pero sus grandes curaciones fueron: envolviendo las piernas y los brazos gravemente heridos con limpios vendajes enyesados. Bergmann trabaja ahora en Wurzburg siguiendo con rigor extremo el método Lister. Pero no parará por saber, porque sus vendajes limpios enyesados y sin fenol se curan sin producir bacterias, ni infecciones, ni supuraciones en las heridas.

Volkman, siendo médico militar de alta graduación, en 1871, durante el sitio de París, se entregó desesperadamente en busca de un remedio a las afecciones quirúrgicas, y lo buscó en el método Lister. Los franceses habían tenido 13.175 amputaciones, de los que murieron 10.000 a consecuencia de afecciones quirúrgicas; del lado alemán no hubo casi ni un solo caso de amputación que se salvara, y la proximidad de los hospitales alemanes se podía adivinar a kilómetros de distancia por el hedor que despedían.

Les ruego a varios compañeros que vayan a ver a Von Bergmann, allí encontrarán no sólo el pulverizador y los vendajes de fenol, sino también los demás accesorios de la técnica Lister. Desde que eliminó los delantales y chaquetas operatorias de color negro que utilizaban para operar (eran de este color para disimular la suciedad y la sangre), todos los médicos y enfermeras que trabajan con él llevan siempre batas blancas y limpias. Es un cuadro completamente nuevo el que se ve en este hospital.
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En el transcurso de los primeros años que siguieron a 1880, fueron sacados uno tras otro de sus milenarios escondites y puestos a la luz del día los “asesinos de la oscuridad”. Se descubrieron el Staphylococus pyogenes y el Streptococus pyogenes, diabólicos causantes de distintas formas de fiebres purulentas. El alemán Febleisen descubrió la bacteria de la erisipela, variedad de estreptococo de extraordinaria capacidad de resistencia. Care Batton demostró que el tétanos era provocado por la presencia de bacterias que más tarde tuvo que descubrir Kitasato, discípulo japonés de Koch.

Se unieron biólogos y cirujanos para demostrar que en efecto, la fiebre purulenta, la erisipela y el tétanos eran provocados por gérmenes vivos. Las fuerzas de vanguardia habían adoptado a regañadientes los métodos de Lister y admitido, por la fuerza de los hechos, los descubrimientos de Koch; pero para la gran masa de los rezagados de todo el mundo, los procedimientos de Lister resultaban excesivamente complicados y laboriosos. Una vez más mostraba su poder la pereza humana de que ya Semmelweis había sido víctima.

El hecho de que el fenol producía a los cirujanos numerosas lesiones epidérmicas que resistían a cualquier tratamiento, pero también, y no menos, el de la pulverización de dicha sustancia originaba a veces intoxicaciones y afecciones renales, constituían un grato pretexto para regir una y otra vez las incomodidades del tratamiento de las heridas de acuerdo con el método Lister. En multitud de hospitales, el camino para el tratamiento con fenol no quedó expedito hasta la muerte de los viejos cirujanos. Otros no capitularon hasta que los pacientes dejaron de acudir sin más a sus malolientes clínicas.
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Cuando Halsted empezó a trabajar en Nueva York, le fue imposible introducir las prácticas antisépticas en el quirófano del Hospital Bellevue. Se vio obligado a plantar una tienda de campaña en el jardín y operar allí. En el Presbyterian Hospital estalló un conflicto que condujo a la enemistad entre Halsted y el cirujano titular Briddon, porque, ante los estudiantes que llenaban el quirófano, el primero invitó a éste a que se lavara las manos.

En los quirófanos no sólo se sumergían en solución de fenol los instrumentos, no sólo nadaban en fenol los materiales de sutura, no sólo los vendajes estaban empapados de ácido fénico, sino que el pulverizador rociaba fenol en tal cantidad, como nunca lo había hecho en las operaciones practicadas por Lister: incluso la cavidad abdominal se bañaba por entero en litros de solución de fenol. Un torrente de nuevos medios antisépticos vino a asociarse al fenol. A su cabeza figuraba el sublimado.

Sabido es que Lister había supuesto que los gérmenes de las afecciones quirúrgicas proceden generalmente del aire y se alojan en las heridas; pero que también se posan en las manos y en los instrumentos. Por esta razón, por encima de su mesa de operaciones hacía flotar una nube de fenol producida por su pulverizador. Lange y Schimmelbusch, ayudantes de Bergmann, descubrieron que los gérmenes llegaban a las heridas, no por el aire, sino más bien por contacto directo con la suciedad, los instrumentos y las manos. En 1887, el propio Lister no vaciló en suspender los pulverizadores y declararlos superfluos. Los resultados obtenidos después de varios estudios era que el ácido fénico al 2 % destruía en un minuto las bacterias del carbunco, pero había formas resistentes de estas bacterias llamadas esporas.

Koch demostró que para combatir las bacterias y sus esporas se podía realizar con un chorro de vapor. Consecuencia de ello Schimmelbusch, ayudante de Bergmann, decía que puesto que las bacterias entraban en las heridas por las manos, instrumentos o material de vendaje, para conseguir el exterminio total de las bacterias se tenía que someter el material y los instrumentos a un chorro de vapor. En ese tiempo el francés Terrier llegó a la creación del esterilizador de vapor, que en muy poco tiempo fue introducido en todas las salas de operaciones del mundo.

El cirujano alemán Adolf Neuber, cambio los mangos de madera de los instrumentos, y los hicieron de una sola pieza de meta, así podían ser hervidos en agua. Pero había un lugar en el cual ni el vapor ni el agua hirviente podían ejercer su acción antiséptica: las manos de los cirujanos y sus ayudantes médicos y enfermeras.
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Entre 1885 y 1890 se hicieron numerosos ensayos. Se lavaban, cepillaban y frotaban las manos con paños esterilizados o con algodón impregnado de alcohol y sublimado. Con tales prácticas se conseguía una limpieza de gérmenes de gran eficacia, pero, al parecer, la antisepsia absoluta no se conseguía. Se ensayó con cubrir las manos con una capa de pomadas esterilizadas. Pero esta capa desaparecía en algunos puntos durante las manipulaciones operatorias. El austriaco alemán Mikulicz, fue el primero que ideó y empleo los guantes de algodón esterilizados al vapor. Pero mientras se trabajaba se humedecían inmediatamente y había que cambiarlos sin cesar.

Por fin, durante el verano de 1890 llegó de Baltimore una noticia en sí misma insignificante, pero en el fondo salvadora. Procedía de la recién fundada Universidad Hospital Johns Hopkins. El alma de esta universidad era William Steward Halsted, a la sazón profesor de cirugía en Baltimore. Halsted había solucionado el problema de las “manos limpias”.
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Halsted se alojaba en dos habitaciones del tercer piso del Hospital Johns Hopkins en Baltimore. Seguía siendo muy elegante y tenía un peculiar estilo de vida. Había hecho pintar las paredes varias veces hasta que quedaron a su gusto, puso sus antiguos muebles y la chimenea abierta, la habitación tenía un aire de refinada elegancia. Le cuidaba una señorita; fumaba Pall Mall y bebía café turco muy cargado eran las dos pasiones que tenía. Pero el café había que prepararlo con especial cuidado, antes de molerlo, le gustaba separar grano por grano y desechar los que a su parecer no estaban suficientemente tostados.

Observé que la joven que estaba con él en su casa, sabía preparar a la perfección el café al gusto de Halsted. Éste me la presentó: era la señorita Caroline Hampton, enfermera en jefe de la sala de operaciones. No sólo me llamo la atención por su cuidada belleza, sino por su distinguido porte, que tenía algo de la amable y correcta dignidad de Halsted, un tanto suavizado en ella por el encanto personal característico de las gentes del sur.

De las pocas palabras pronunciadas por la señorita Caroline, pude colegir una educación e instrucción esmeradas, pero también un fondo de energía innegable. Poco después se retiro discretamente.

Halsted no dijo una sola palabra acerca de sus cuestiones personales. Contó algo de sus proyectos respecto al tratamiento quirúrgico de las enfermedades de la tiroides y del cáncer de pecho y de su idea de convertir “Johns Hopkins” en la célula germinal de la cirugía científica de América. Pero no pronunció una sola palabra acerca del importante invento que acababa de hacer para la obtención de una asepsia rigurosa y sin fallos: “los guantes de goma”.

El mientras vivió no lo contó a nadie, guardó silencio. Porque en la historia de tal invento se mezclan por partes iguales los factores objetivos con los más íntimamente personales, es decir, con lo que él gustaba de ocultar rodeándolo cuidadosamente de una muralla. Pero estos factores personales tenían su origen en Caroline Hampton, con la cual se casó el 4 de junio de 1890, muy poco después de mi visita a su casa.

La historia del invento de Halsted se contará siempre, sin duda, como uno de los episodios más encantadores que se conocen en el camino seguido por la cirugía. La señorita Hampton había llegado a Baltimore en la primavera de 1889, procedente de Nueva York, recién “diplomada en enfermería” por el hospital de aquella ciudad.

Al parecer, el temperamento aristocrático de Halsted le había causado, desde un principio, gran impresión. Caroline procedía de una familia acomodada de plantadores del sur. Unas tías la habían educado al estilo de vida sureño, hasta que un día la enérgica voluntad de Caroline se rebeló contra el aislamiento y la tutela a que se sentía sometida y bajo su propia responsabilidad se trasladó a Nueva York para hacerse enfermera.
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Sin otro móvil que la simpatía que por ella sentía, Halsted la había nombrado “enfermera en jefe” de la sala de operaciones a fin de evitar que la orgullosa belleza tuviera que someterse a la voluntad de la “enfermera mayor”. Desempeñando las funciones inherentes a su nombramiento, se había conquistado de una manera definitiva el corazón blindado y tímido de Halsted.

En el invierno de 1889 – 1890 se habían presentado ciertas alteraciones en la piel de las manos de Caroline. La causa había que buscarla indudablemente en el sublimado corrosivo empleado en la sala de operaciones para la desinfección de manos. El sublimado producía eccemas que se ampliaban sin cesar. También los brazos estaban afectados. A finales de año, Caroline se vio ante la alternativa de ver sus manos corroídas por los eccemas o abandonar la sala de operaciones y en consecuencia a “Johns Hopkins”, a Baltimore y a Halsted.

Como sea que éste jamás habló de lo que ocurriera en su corazón en aquellos momentos decisivos, hemos de limitarnos a colegir que lo que dio alas a su inventiva fue el recóndito temor de ver desaparecer de su lado a Caroline. El caso es que a los pocos días se presentaba a ésta y le entregaba un par de guantes de goma extraordinariamente fina, hasta el punto de que, protegiéndole las manos, no dificultaba su trabajo.

Guantes de tal naturaleza no habían existido jamás. Los guantes de goma que llevaban a veces los anatomistas para las disecciones eran de un material tosco y poco práctico y desde luego, inservibles tanto para operar en un cuerpo vivo como para ayudar en las operaciones.
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En cambio “los guantes de Halsted” que fueron fabricados por expreso encargo suyo por la Goodyear Rubber Company, eran ligeros y delicados, y constituían como una segunda y fina piel humana. Caroline los llevó a partir de aquel día. Se esterilizaban al vapor. Las manos protegidas por ellos ya no necesitaban del sublimado. Cuando Caroline, casada ya con Halsted, abandonó su puesto de la sala de operaciones, los guantes se quedaron allí. Y éstos que, por decirlo así, habían venido al mundo como “guantes del amor”, se convirtieron, en manos de los ayudantes, en un instrumento quirúrgico imprescindible.

Muy pronto, los guantes de goma habían conquistado ya las salas de operaciones del mundo entero, colmando así una importante laguna en el sistema de la asepsia. La cirugía estaba armada para ampliar el área de su labor a todos los órganos del cuerpo humano, incluyendo los más ocultos y susceptibles a la infección. El segundo gran obstáculo que obstruía su desenvolvimiento había sido vencido de modo definitivo.
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En otro artículo escrito en Baltimore decía así:

LOS GUANTES QUIRÚRGICOS SE INVENTARON POR AMOR
En el caso de los guantes quirúrgicos, fue casualmente el amor el sentimiento que impulsó su invención. William Halsted (1852-1922), un joven norteamericano, terminó la carrera de medicina, iniciada en 1876, en la Universidad de Columbia. Viajó a Europa para conocer los últimos avances de la ciencia hipocrática, y se codeó con profesionales de alto calibre como Billroth y Kaposi. El primero revolucionó la cirugía gástrica, mientras que el segundo descubrió varias enfermedades dermatológicas. Halsted a su regreso alcanzó fama como cirujano en Nueva York. Defendía la asepsia en las salas de operación y aplicaba anestesia con morfina. En 1886 trabaja en Baltimore en el campo de la cirugía experimental: con animales trataba de mejorar las técnicas de sutura intestinal. En oncología desarrolló una teoría muy aceptada que explica las etapas en el crecimiento de un tumor, el cual según el concepto halstediano, primero ataca un órgano, luego los ganglios linfáticos, y más tarde, todo el organismo (metástasis) a través de la sangre.

Nuestro hombre llego a ser un cirujano de gran reputación que operaba con maestría la tiroides, la paratiroides, una hernia, una mama con cáncer, de la misma manera que le agarraba sutura a una arteria y no permitía la hemorragia (hemostasia). En el quirófano era ayudado por la enfermera Carolina Hampton. Halsted se acostumbró o se enamoró de ella. Es lo mismo: Aristóteles decía que el hombre es un animal de costumbres. Pero en esa época, el equipo integrante de la mesa de operaciones se lavaba las manos con preparados de mercurio. Una de esas sustancias le provocó una dermatitis a Carolina. La salida era una sola: abandonar la profesión para no seguir padeciendo el eccema. William temió perder a la muchacha y por eso sugirió a la Goodyear, la misma de los neumáticos, que le hiciera unos guantes de goma para su amada. Se los hicieron, y así terminó casándose con Carolina. Luego de cinco años de usar guantes en su quirófano entendió que los mismos eran muy eficientes para prevenir infecciones. Entonces fue cuando los sugirió como método de asepsia en cirugía.

Bibliografía
“El siglo de los cirujanos” de Jürgen Thorwald
Los guantes quirúrgicos se inventaron por amor

FOTO 012 Caroline Hampton

FOTOS
FOTO 001 Joseph Lister
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FOTO 002 Joseph Lister
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FOTO 003 De izquierda a derecha: Welch, Halsted, Osler, Kelly. Se decía que la difícil personalidad de Halsted hizo que Sargent le pintara en colores que acabarían consumiéndose con el tiempo. Como nota: La representación cuidadosa por Sargent del dedo pulgar de Halsted, corto y rechoncho.
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FOTO 004 College of Physicians and Súrgenos
http://chicagopc.info/Chicago%20postcards/Medical/Schools/u%20of%20il%20college%20of%20physicians%20&%20surgeons%20ahdc.JPG

FOTO 005 Joseph Lister. Utilizando el spray en la Sala de Operaciones
http://cleanroom.net/wp-content/uploads/2009/05/lister_spray.gif

FOTO 006 College of Physicians and Súrgenos. Nueva York. 1887
http://library.cpmc.columbia.edu/hsl/archives/imgtimelines/1887_L.jpg

FOTO 007 El cirujano alemán Adolf Neuber
http://www.eigenfett.ch/tl_files/ipower_fb/bilder/swissestetix_eigenfett_Vincenz_Czerny_2.jpg

FOTO 008 Johns Hopkins
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FOTO 009 El cirujanoWilliam Steward Halsted y la enfermera Caroline Hampton
Escaner del libro “El siglo de los cirujanos”

FOTO 010 Los guantes de Halsted
http://www.medgadget.com/archives/img/gloveSM.jpg

FOTO 011 Joseph Lister Sala de hospital
http://www.personal.psu.edu/faculty/j/e/jel5/micro/lister.jpg

FOTO 012 Caroline Hampton
http://1.bp.blogspot.com/_P3ExNj-rAaU/SjBoK83HwzI/AAAAAAAABLU/v2EmFGiPa0Y/s320/carolina.gif

*Manuel Solórzano Sánchez y **Jesús Rubio Pilarte
* Enfermero Hospital Donostia. Osakidetza /SVS
* Miembro de la Red Iberoamericana de Historia de la Enfermería
** Enfermero y sociólogo. Profesor de la E. U. de Enfermería de Donostia. EHU/UPV
masolorzano@telefonica.net
jrubiop20@enfermundi.com
Etiqueta: Historia de la Enfermería

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hello,nice post thanks for sharing?. I just joined and I am going to catch up by reading for a while. I hope I can join in soon.

Javier Álvarez Caperochipi dijo...

Halsted y Carolina. Esta es una página sobresaliente de la historia de la medicina, a la que Halsted se refirió como la conjunción de Venus y Esculapio. Además, los guantes de goma, fue uno de los progresos de la cirugía de más rápida difusión por todo el mundo, en una época sin internet.Javier Alvarez Caperochipi