FLORENCE NIGHTINGALE
Título original: Florence Nightingale. The Wounded Soldier´s Friend. 1890
“Es este un mundo de sufrimiento, donde cada corazón
Conoce su angustia y malestar;
La sabiduría más verdadera y el arte más noble
Es de quien puede el dolor aliviar;
Quien, con pasos suaves y tono gentil
Domina el débil espíritu
Y abre los ojos lánguidos,
Cuando, como el ala de un ángel, se siente fugazmente pasar”
“Vistiendo la blanca flor de una vida de inocencia,
Atendiendo las causas más insignificantes”.
Gracias al tesón de nuestro querido compañero Koldo Santisteban Cimarro, Vocal II del Colegio de Enfermería de Bizkaia, que sin su ilusión y entrega, nunca habría visto la luz este nuevo libro sobre Florence Nightingale en castellano. Otra forma de recuperar la memoria histórica de la Historia de la Enfermería.
FOTO 001 Portadas del libro de 1890 y la portada del libro 2010
Agradecimiento al Colegio de Enfermería de Bizkaia en colaboración con La Academia de Ciencias de Enfermería de Bizkaia, acordaron conmemorar y perpetuar el Centenario de la Muerte de Florence Nightingale (1910 – 2010), con la edición de un libro que fue la primera biografía sobre Florence editada en vida de ella, se titula “Florence Nightingale La amiga del soldado herido” 1890 Eliza F. Pollard. Traducción actualizada por Javier Prieto Goitia. Se le añade un capítulo de la muerte de Florence y dos capítulos sobre los artículos que escribió 1882, titulados: Formación de las Enfermeras y Cómo cuidar al enfermo.
En estas páginas he tratado de narrar la vida de alguien que aún está entre nosotros. Alguien que no ha caído en el olvido, que nunca desaparecerá del recuerdo de quienes la aman y admiran por el trabajo que desarrolló. “Por sus hechos la conoceréis”. Sólo aquellos que han necesitado de su ayuda, que han trabajado a su lado o están vinculados a ella por lazos de sangre y amistad, han tenido el privilegio de adentrarse en el sagrado recinto de su vida privada. Al igual que todas las nobles almas, Florence Nightingale dio poca importancia a los elogios que recibía. Ella realizaba sus obras por amor a Cristo.
Florence puso en práctica sus primeros conocimientos de enfermería con los necesitados de su propio condado. Pasó mucho tiempo visitando hospitales, estudiando su organización y dándose a conocer, en la medida de lo posible, con su disciplinado trabajo. De allí se dirigió a Londres, donde prosiguió sus investigaciones. Fue en este importante período de su vida cuando conoció a la Sra. Elizabeth Fry, cuya vida se acercaba al final. Elisabeth Fry había trabajado con dedicación en un ámbito aún más árido que el de Florence Nightingale, y su entrega era, sin duda, merecedora de una recompensa. Esta mujer de avanzada edad, cuyo eterno descanso estaba tan cerca, se sintió extrañamente atraída hacia su joven compañera, de quien le sorprendió su capacidad para desarrollar tan arduas labores.
En 1849 Florence se inscribió como enfermera voluntaria en este lugar, ampliando sus conocimientos sobre enfermedades y asimilando hasta el más mínimo detalle todo lo relacionado con el sistema de enfermería.
Con toda seguridad Florence Nightingale no podía presagiar la futura empresa que le sería encomendada, pero, aún así, no descuidaba ningún detalle con el fin de alcanzar la perfección en la tarea que ella misma se había propuesto para su vida.
Las Hermanas de San Vicente de Paúl, al igual que las diaconisas de Kaiserwerth, eran mujeres de otra naturaleza cuyas vidas pertenecían a los demás. No concebían el cuidado de sus hermanos enfermos como una acción lucrativa, sino como un trabajo que hacer en nombre de Cristo con amor y desinterés.
Muy a su pesar, Florence Nightingale reconoció que en este sentido Inglaterra estaba en desventaja con respecto a sus vecinos europeos. No teníamos instituciones innovadoras y no parecía haber intención alguna de crearlas. Padres, madres y hermanos se habrían puesto en pie de guerra al pensar que sus hijas y hermanas estarían siendo instruidas por un personal de enfermería decadente.
Sólo aquellos que han experimentado los horrores de la guerra pueden darse cuenta del valor real de estas cuatro palabras. Levantarse por la mañana y acostarse por la noche sin temor alguno en el apacible calor del hogar rodeados de nuestros seres queridos y sujetos únicamente a los males que no podemos evitar, contrasta tan vivamente con el pensamiento del desolado campo de batalla, con los muertos, los moribundos y sus lastimosos gritos de dolor, que no nos queda más que rezar por la paz sobre la tierra.
FOTO 002 Guerra de Crimea, monjas enfermeras
Durante cuarenta años Inglaterra había permanecido en paz. La tierra prosperó, el comercio, las artes y las ciencias florecieron; la riqueza fluyó por doquier y la educación y la religión lograron rápidos avances. Los países rivales de Inglaterra y Francia olvidaron viejas rencillas y se extendió entre unos y otros la mano de la amistad.
Fue en medio de una paz como ésta, en el año 1853, cuando una nube surgió por el este. Al principio no parecía más grande que la mano de un hombre y la gente sonreía con incredulidad ante el rumor de una posible guerra; se hablaba de ello de forma vaga, sin desatar alarma alguna.
La certeza de que la guerra era inevitable penetró en cada corazón, incluso en aquellos que hasta última hora habían albergado la esperanza de una posible paz. Europa se había dividido repentinamente en dos grandes bandos a punto de luchar entre sí, y aquellos que quedaron en sus hogares sufrieron la dolorosa incertidumbre del sino de tan valientes hombres al recordar las palabras del poeta: “El camino de la gloria conduce a la tumba”.
Muy significativo fue el discurso de Sir Charles Napier realizado a la flota fondeada en la Bahía de Kioge:
“Muchachos, la guerra ha sido declarada. Son muchos y muy audaces. En caso de que inicien la batalla, sabéis cómo deshaceros de ellos. En caso de que permanezcan en puerto, tenemos que intentar aproximarnos donde están. El éxito depende de la rapidez y decisión en el ataque. Muchachos, ¡afilad vuestros alfanjes y la victoria será nuestra!”
Una carta de William Howard Russell, corresponsal de The Times, desató la indignación pública en relación a esta situación.
La carta decía así:
“Carecemos del instrumental más básico que todo hospital requiere; no hay el menor cuidado en lo que respecta a la limpieza. El hedor es terrible y la fetidez del aire hace que el ambiente sea prácticamente irrespirable, salvo a través de algunas grietas practicadas en las paredes y techos. Por lo que puedo observar, los hombres mueren sin que nadie a su alrededor haga el menor esfuerzo por salvarlos. Los enfermos se encuentran sufriendo del mismo modo que cuando fueron recogidos del campo de batalla por sus camaradas, quienes, a pesar de que no tenían permitido quedarse con ellos para asistirles, los llevaban sobre sus espaldas desde el campamento con la mayor ternura. Parece que son los enfermos los que cuidan de los enfermos y los moribundos los que cuidan de los moribundos”.
Y estas palabras fueron seguidas por otras no menos sentidas que sensibilizaron todos los corazones:
“¿Acaso no hay mujeres entre nosotros dispuestas a asistir a los enfermos y a mitigar el sufrimiento de los soldados en los hospitales de Scutari? ¿Ninguna de las hijas de Inglaterra está lista para realizar esta necesaria obra de misericordia en esta hora de extrema necesidad?
Francia ha enviado generosamente a sus Hermanas de la Misericordia, quienes ya están junto a las camas de los heridos y moribundos, ofreciendo sus reparadoras manos ante tan terribles escenas de sufrimiento. Nuestros soldados han luchado, no con inferior valor y devoción, junto a las tropas de Francia, en una de las más sangrientas y terribles batallas jamás registradas.
¿Acaso no vamos a sacrificarnos como lo han hecho los franceses ni a mostrar tanta dedicación en una labor que Cristo consideraría como un acto hacia Él?”
Según la versión sobre el viaje de los soldados heridos a través de las aguas hacia Scutari, éstos no contaban con la atención médica más básica, lo cual provocaba una gran indignación. “A su llegada”, decía otro testimonio, “no encontraron los instrumentos para realizar ni siquiera la operación quirúrgica más básica; había necesidad del instrumental más elemental en un centro de atención a enfermos y los heridos morían en los brazos del personal médico, ya que el ejército británico había incluso olvidado hacerse con viejos trapos necesarios para el vendaje de heridas”.
Florence era muy decidida, y aquellos que mejor la conocían le dieron todo su ánimo. No en vano, había sido hacía tiempo reconocida como “un ángel guardián de Dios sobre la tierra”.
Florence Nightingale decidió escribir a Sr. Sidney Herbert, entonces Ministro de Guerra, ofreciéndole sus servicios como enfermera para asistir al ejército del Este. Su valía era bien conocida por aquellos más capacitados para apreciarla.
El mismo día en que ella echó al correo su ofrecimiento, él también le había escrito lo siguiente:
“Estimada Señorita Nightingale,
Como habrá leído en los periódicos, hay una gran escasez de enfermeras en el hospital de Scutari, amén de otras deficiencias como médicos debidamente capacitados. Por otra parte, el número de titulares en el ejército ascendió a noventa y cinco hombres en todas las fuerzas armadas, siendo casi el doble de lo que nunca antes habíamos tenido, y treinta cirujanos más que presumo ya habrán llegado a Constantinopla salieron hacia allí hace tres semanas. Otro grupo partió el lunes, y una nueva tropa saldrá la semana próxima. En cuanto a instrumentación médica, le haré saber que ha sido enviada una profusa cantidad de material; estoy hablando de alrededor de una tonelada de peso en total: 15.000 juegos de sábanas, medicinas, vino y arrurruz6.
Mientras tanto, las provisiones siguen llegando, pero la escasez de enfermeras es un hecho, ya que sólo personal sanitario masculino ha sido admitido en hospitales militares. Sería imposible llevar a un equipo de enfermeras para acompañar al ejército al campo de batalla. Pero en Scutari, después de haber establecido ahora un hospital, no existe razón militar contra la admisión de un cuerpo femenino de enfermería, y estoy convencido de que éste aportaría un gran beneficio. He recibido un importante número de ofertas para trabajar con nosotros, pero son mujeres que no asimilan el concepto de lo que es un hospital ni de la naturaleza de sus normas y funciones.
La Sra. María Forrester, hija de Lord Roden, se ha ofrecido al Sr. Smith, jefe del Departamento Médico del ejército, para ir ella misma al lugar en cuestión o para enviar enfermeras capacitadas.
Asimismo, el Reverendo Sr. Hume, antiguo capellán del Hospital General en Birmingham, se ha ofrecido a ir como capellán con dos de sus hijas y doce enfermeras más. El Sr. Hume es conocido como el impulsor del plan para la transferencia de iglesias de la ciudad a los suburbios, y estuvo en el ejército durante siete años, lo que significa que está acostumbrado al trabajo en hospitales.
Creo que de estas dos ofertas podrían extraerse buenos resultados. Pero la dificultad de encontrar personal de enfermería realmente capacitado le resulta más familiar al Sr. Hume; además Lady María Forrester ha puesto a prueba la capacidad de las enfermeras propuestas viéndose incapaz de dirigirlas correctamente. Sólo hay una persona en Inglaterra que yo conozca capaz de organizar y supervisar este plan, y me he encontrado varias veces a punto de preguntarle a usted si se comprometería a ponerse al mando de tan loable misión. Nadie mejor que usted sabe que la elección de enfermeras será difícil, ya que escasean mujeres capaces de asimilar tanto horror y que reúnan, además de coraje, conocimientos y buena voluntad. La tarea de organizarlas y la introducción de un nuevo sistema de trabajo será ardua, aunque no menos ardua sería la dificultad de llevar a cabo todo el trabajo sin problemas con los demás médicos y autoridades militares presentes. Esto es lo que hace que esta operación sea tan importante, debiendo ser realizada por alguien con gran experiencia y capacidad administrativa.
Un número de entusiastas pero inexpertas voluntarias dificultando la labor de sus compañeros en el hospital de Scutari, serían, con toda probabilidad, rápidamente invitadas a abandonar su labor debido a su escasa formación. Mi pregunta es sencilla: ¿aceptaría usted supervisar tal proyecto? Usted, por supuesto, disfrutaría de plena autoridad sobre todas las enfermeras, y verdaderamente la creo capacitada para garantizar la máxima cooperación entre el personal médico. Del mismo modo, también dispondría de entera libertad para pedir al Gobierno todo aquello que considere necesario para el éxito de su misión. Sobre este tema, los detalles serían demasiados para expresarlos aquí, por lo que me los reservo para hacérselos saber en un próximo encuentro en el que, sea cual sea la decisión que tome, sé que me proporcionará todo el consejo y asesoramiento necesarios. No deseo ejercer ninguna presión sobre su persona, ya que es usted la única que puede juzgar por sí misma los puntos esenciales a tratar, mas creo que no debo ocultar que de su parecer dependerá en última instancia el éxito o el fracaso de la misión. Sus cualidades personales, sus conocimientos y su poder de decisión así como su posición social, le proporcionan una aptitud que ninguna otra persona posee para desempeñar este tipo de trabajo. Si la consecución de nuestra hazaña resulta un éxito, nuestras almas se verán recompensadas por haber ayudado tan generosamente a quienes merecen recibir todo lo que está en nuestras manos. Me ilusionaría enormemente contar con una respuesta afirmativa por su parte. Si así fuera, estoy seguro de que las Bracebridges irían con usted y le proporcionarían todas las comodidades necesarias. Releyendo mis líneas, observo que me he extendido mucho, mas todo es debido a que es un tema que implica a mi corazón. Liz está escribiendo a nuestra amiga mutua, la señora Bracebridge7, para decirle lo que estoy haciendo. Estaré de regreso en la ciudad mañana por la mañana. ¿Tendría a bien si pasara a visitarle entre las tres y las cinco? ¿Me permitiría ponerme en contacto con la Oficina de Guerra, para que me hagan saber los avances de la misión? Hay un tema que apenas tengo derecho a mencionar, pero confío me disculpe. Si se inclina a emprender esta gran obra, ¿darían el Sr. y la Sra. Nightingale su consentimiento? Esta sería una labor de ámbito nacional, y la petición a usted formulada, proviniendo como proviene del Gobierno que representa a la nación, llega en un momento que confío no nos decepcione. Su posición aseguraría el respeto y la consideración de los demás, sobre todo en un servicio donde el rango oficial tiene mucho peso. Éste garantizaría su integridad, proveyéndola de cualquier atención o comodidad a la hora de salir hacia su destino y accediendo a cualquier petición que usted haga. Puede que estos asuntos no le resulten a usted de vital importancia, pero créame cuando le digo que son primordiales en sí mismos del mismo modo que resultan altamente estimables para todos aquellos que muestran un interés por su comodidad y seguridad personal. Sé que usted llegará a una sabia y justa decisión, y pido a Dios me conceda una respuesta que satisfaga mis esperanzas. Con afecto, siempre suyo, Sidney Herbert”.
FOTO 003 Guerra de Crimea 1885
La serena confianza expresada a lo largo de esta carta es la mejor prueba que podemos tener de la estima y popularidad de la que gozaba Florence Nightingale.
Desde el amanecer hasta bien entrada la noche, la Srta. Nightingale trabajó para organizar el personal de enfermeras.
Entre tanto, los obispos católicos romanos se dirigían por escrito a la Oficina de Guerra solicitando la presencia de enfermeras en su salida hacia el este. No hubo una respuesta definitiva hasta que se hizo pública la convocatoria de la Srta. Nightingale, concediéndole plena autoridad para formar su propio grupo del cual ella era la máxima responsable. Estas y otras reglas fueron puestas en conocimiento de las Hermanas de la Misericordia para este servicio especial, destacando el hecho de que las hermanas deberían asistir a las necesidades médicas y espirituales de los soldados católicos romanos. El Hogar de San Juan objetó en un primer momento al cese de su propia sociedad y la idea de completa sumisión hacia la Srta. Nightingale, pero tras dos o tres días de consideración aceptó.
Lo mismo ocurrió con otras instituciones que finalmente aceptaron también estos requisitos. El sábado veintiuno de octubre, justo una semana después de que Florence hubo hecho su generoso ofrecimiento, el grupo de enfermeras a su cargo estaba ya constituido: 10 Hermanas Católicas de la Misericordia, 8 de la orden fundada por la Srta. Sellon, 6 del Hogar de San Juan, 3 seleccionadas por la mujer que inició el proyecto, 11 seleccionadas entre las demás solicitantes. Total 38.
Ese mismo día el Sr. Herbert anunció desde la Oficina de Guerra que la Srta. Nightingale y su personal de treinta y ocho enfermeras saldría esa misma noche hacia Scutari. Ellas llevarían sus bolsas, sus abrigos, sus baúles, e incluso llevarían a las mismísimas hermanas si hiciera falta. No aceptarían dinero a modo de donación bajo ninguna circunstancia; se contentaban con darles la mano y compartir tristes relatos sobre sus familiares que estaban en el campo de batalla. ¡Pobres almas! Una gran tristeza invadió los corazones de quienes las vieron alejarse en el tren que tomaron después al grito de ¡Vivan las Hermanas!
Ese mismo día, cuando la batalla de Inkerman se libró, la Srta. Nightingale llegó a Scutari, y ella y su grupo de enfermeras fueron acomodadas de inmediato. Al mediodía algunas de ellas hicieron su aparición en la costa, “de carácter alegre y muy agradables, muy bien vestidas de negro, lo que suponía un fuerte contraste con el aspecto habitual de las asistentas de hospital, y ¡oh! ¡Fueron bienvenidas!” Llegaron en el momento justo, ya que en el transcurso de los siguientes días seiscientos heridos fueron llevados desde Inkerman. Los cirujanos, incluso aquellos con más prejuicios, tuvieron que admitir que la Srta. Nightingale era la mujer correcta en el lugar preciso.
Su determinación era sencillamente maravillosa, su tranquila forma sistemática de ir a trabajar y organizar todo lo necesario para el cuidado de los enfermos y heridos inspiraba en los religiosos y médicos un sentimiento de seguridad. Tenían a alguien en quien confiar y sabían que, desde ese momento, serían salvados de la terrible visión de los hombres que se consumen por falta de unos adecuados cuidados médicos y una deficiente alimentación. Con las enfermeras, todo lo que se necesitaba era suministrado.
Un pobre hombre se echó a llorar exclamando: “No puedo evitarlo, no puedo de hecho, cuando las veo. Sólo pensar en mujeres inglesas viniendo para asistirnos me hace sentir reconfortado”.
FOTO 004 Florence Nightingale
Paulatinamente, Florence Nightingale se ganó gracias a su labor la confianza de aquellos que en un principio más se opusieron a su presencia. Con un plan de trabajo que podría haberse considerado más bien pausado, ella suministraba el material que más urgía sin que eso interfiriera en las demás tareas, ocupándose entre otras cosas de labores administrativas, como cumplimentar informes médicos. Su primer cometido consistió en proporcionar una apropiada cocina para los pacientes, donde todo lo que un enfermo requería era preparado con rapidez e higiene. Asimismo, la fundación de Sir Robert Peel para los enfermos y heridos facilitaba sagú, arrurruz, vino, etc.
Desde las primeras horas de la mañana hasta la noche iba Florence Nightingale calladamente de acá para allá; el trabajo que hizo fue alabable, siendo su nombre, más que su labor, lo que más trascendía al público. Los cargos religiosos de todas las procedencias hablaban de ella con reverencia. “La Srta. Nightingale”, narra uno de ellos, “está trabajando admirablemente, mereciéndose un aumento en el rango que desempeña. La organización del personal de enfermería a su cargo es juiciosa y excelente, y las hermanas son de un valor indescriptible”.
¿Qué mayor elogio podría recibir una mujer con una presencia tan tranquilizadora para los que sufren y quien, además, les acompaña en sus lechos de muerte hasta los últimos minutos de sus vidas?. El trabajo prosiguió sin cesar y, en menos de dos meses, el nombre de Florence Nightingale era un nombre común en los hogares; un nombre que nunca se olvidaría. Ella sabía que su gentil presencia en las salas de enfermos había aportado bienestar. “Verla pasar me hace feliz. Hablaba con todos nosotros”, dijo un pobre enfermo en una carta a sus familiares, “y asentía sonriendo a muchos más, pero no podía hacer lo mismo con todos por la cantidad de trabajo que tenía. Somos cientos los que estamos aquí, pero hemos podido besar su sombra según pasaba junto a nosotros y volver a reposar nuestras cabezas en la almohada sintiéndonos reconfortados”.
¿Pueden unas palabras resultar más emotivas?
“En esas míseras salas,
Una dama con una lámpara veo
Pasar a través de la trémula oscuridad,
Y revolotear de una habitación a otra.
Y lentamente, como en un sueño de felicidad,
El afligido se vuelve para besar en silencio
Su sombra, según se dibuja
Sobre las oscuras paredes.
En los anales de Inglaterra, a través del tiempo,
Más allá de su palabra y canción,
Una luz sus rayos arrojará,
Desde los recuerdos del pasado.
Una señora con una lámpara destacará,
En la gran historia de la tierra,
Una noble clase de mujer,
Heroica y caritativa”.
En los aledaños del hospital se encontraba la mayor de las inmundicias. Florence contó en un día hasta 6 perros en estado de descomposición yaciendo bajo las ventanas. Esto fu suficiente para provocar fiebre, pero si tenemos en cuenta que el agua era impura, además de otras precariedades, apenas podemos sorprendernos ante la terrible tasa de mortalidad. Tan mal mantenido y tan atestado de gente se hallaba el hospital que, según se nos dice: “los enfermos, por si tuvieran poco, se veían atormentados por toda clase de bichos, y las ratas se ensañaban con los más débiles”. Había saqueos en los almacenes, los médicos no daban abasto para mantener el orden. Los pacientes que deberían haber comido ayunaban, y los que deberían haber ayunado, comían. Desde el mes de junio de 1854 hasta 1856, cuarenta y un mil hombres fueron ingresados en el hospital del Bósforo y, de ellos, cuatro mil seiscientos murieron, todo esto mientras la Srta. Nightingale se encontraba en Scutari. Los primeros siete meses la mortalidad era del sesenta por ciento, lo que superaba las cifras que se habían dado en Londres durante el cólera.
FOTO 005 Material expuesto en el Museo Florence Nightingale de Londres
Según un paciente del hospital, Florence Nightingale “dejaba a un enfermo para atender a otro”. Cómo hizo frente al cansancio mental y físico es simplemente asombroso. “Las Nightingales”, como ella y su grupo de enfermeras eran llamadas, “han salvado muchas vidas”, según más de un paciente escribía a sus familiares; y ¡cuántos corazones llenos de ansiedad sentían alivio al escuchar las sencillas palabras que estas maravillosas mujeres les dedicaban! Gracias a la influencia de la Srta. Nightingale, sus incesantes peticiones y súplicas a los altos cargos, el hospital de Scutari sufrió una notable transformación y su organización mejoró de tal manera que ella misma declaró antes del final de la guerra que no podía concebir nada mejor. A través de estas mejoras sanitarias el ejército inglés, que sufrió tan gravemente al comienzo de la campaña, se mantuvo prácticamente exento del tifus que asoló al ejército francés. De hecho, durante los últimos seis meses la mortalidad fue menor que en la Inglaterra de la vida cotidiana.
A continuación veamos un extracto de una carta enviada por la Reina al Sr. Herbert, quien a su vez se la hizo llegar a la Srta. Nightingale.
“Castillo de Windsor, 6 de diciembre, 1854.
Apreciaría sinceramente le dijera a la Sra. Herbert que me mantenga regularmente informada sobre las noticias acerca de los heridos que recibe de la Srta. Nightingale o de la Sra. Bracebridge. Aunque gracias a los oficiales ya estoy al corriente acerca de lo que acontece en el campo de batalla, mi interés reside principalmente en lo primero.
Hágale también saber a la Sra. Herbert que deseo que la Srta. Nightingale y el resto de su noble equipo comunique a estos pobres hombres, heridos y enfermos, que nadie más que su Reina se interesa o se compadece por su sufrimiento y admira su valentía y heroísmo, encontrándose su pensamiento con sus amadas tropas noche y día. Los mismos sentimientos son compartidos por el Príncipe.
Pida a la Sra. Herbert comunique estas mis palabras, ya que sé que nuestra condescendencia es muy valorada por estas nobles y bondadosas almas.
VICTORIA”.
La Srta. Nightingale es tan inseparable de su trabajo, que es imposible hablar con ella a título individual. Sus pensamientos y sus sentimientos no son interpretados por palabras, sino por acciones. Esos largos y oscuros pasillos, muchos de los cuales se encontraban en mal estado antes de su llegada, reflejaban ahora comodidad y eran invadidos por un aire de bienestar, con grupos de hombres reuniéndose alrededor de las estufas a leer, hablar o fumar. Las despensas para los soldados y oficiales estaban bien abastecidas, pero la verdadera dicha se hacía palpable cuando las enfermeras de la Srta. Nightingale se encargaban de cocinar. El Reverendo J.G. Sabin, uno de los más dedicados capellanes del ejército, escribe:
“Uno se encuentra a menudo con inmensos tazones de arrurruz, sagú, caldo y otros apetitosos alimentos. Todos los hombres que necesitan alimento son, previa supervisión de los oficiales médicos, satisfactoriamente abastecidos, lo cual facilita la labor de los facultativos, por lo que me siento sinceramente agradecido”.
Y todo esto gracias a una inteligente mujer de gran corazón; ni siquiera todo el oro del Banco de Inglaterra podría haber logrado tal transformación. De buena gana se le proporcionaba todo lo que necesitaba, empleándolo juiciosamente. El amor y admiración que inspiraba era algo casi prodigioso. Esencialmente es a través de otras personas que conocemos la labor de esta mujer, siendo ellas testigos de la influencia que su obra tuvo en sus contemporáneos.
El segundo equipo de enfermeras, cuarenta y siete en total, enviadas el dos de diciembre.
2 del Hogar de San Juan, 10 Señoras protestantes, 20 Enfermeras selectas del Hospital, protestantes y 15 Hermanas de la Caridad, católicas.
Recuento total del primer y segundo grupo de enfermeras: ochenta y cinco, de las cuales sesenta eran protestantes y veinticinco Católicas Romanas.
El calor en Crimea es inmenso durante el mes de mayo, y la exposición al sol especialmente peligrosa. El quince de mayo Florence se encontraba muy indispuesta, lo que preocupó a sus compañeros. Se cree que el motivo de este malestar fue un golpe de calor sufrido cuando acompañó al Sr. Alexis Soyer a la batería para tener una buena vista de Sebastopol. Su estado de salud empeoró gradualmente, por lo que decidieron llevarla al sanatorio y mantenerla bajo el cuidado de tres eminentes doctores.
FOTO 006 Libros de Florence NightingaleTítulo original: Florence Nightingale. The Wounded Soldier´s Friend. 1890
“Es este un mundo de sufrimiento, donde cada corazón
Conoce su angustia y malestar;
La sabiduría más verdadera y el arte más noble
Es de quien puede el dolor aliviar;
Quien, con pasos suaves y tono gentil
Domina el débil espíritu
Y abre los ojos lánguidos,
Cuando, como el ala de un ángel, se siente fugazmente pasar”
“Vistiendo la blanca flor de una vida de inocencia,
Atendiendo las causas más insignificantes”.
Gracias al tesón de nuestro querido compañero Koldo Santisteban Cimarro, Vocal II del Colegio de Enfermería de Bizkaia, que sin su ilusión y entrega, nunca habría visto la luz este nuevo libro sobre Florence Nightingale en castellano. Otra forma de recuperar la memoria histórica de la Historia de la Enfermería.
FOTO 001 Portadas del libro de 1890 y la portada del libro 2010
Agradecimiento al Colegio de Enfermería de Bizkaia en colaboración con La Academia de Ciencias de Enfermería de Bizkaia, acordaron conmemorar y perpetuar el Centenario de la Muerte de Florence Nightingale (1910 – 2010), con la edición de un libro que fue la primera biografía sobre Florence editada en vida de ella, se titula “Florence Nightingale La amiga del soldado herido” 1890 Eliza F. Pollard. Traducción actualizada por Javier Prieto Goitia. Se le añade un capítulo de la muerte de Florence y dos capítulos sobre los artículos que escribió 1882, titulados: Formación de las Enfermeras y Cómo cuidar al enfermo.
En estas páginas he tratado de narrar la vida de alguien que aún está entre nosotros. Alguien que no ha caído en el olvido, que nunca desaparecerá del recuerdo de quienes la aman y admiran por el trabajo que desarrolló. “Por sus hechos la conoceréis”. Sólo aquellos que han necesitado de su ayuda, que han trabajado a su lado o están vinculados a ella por lazos de sangre y amistad, han tenido el privilegio de adentrarse en el sagrado recinto de su vida privada. Al igual que todas las nobles almas, Florence Nightingale dio poca importancia a los elogios que recibía. Ella realizaba sus obras por amor a Cristo.
Florence puso en práctica sus primeros conocimientos de enfermería con los necesitados de su propio condado. Pasó mucho tiempo visitando hospitales, estudiando su organización y dándose a conocer, en la medida de lo posible, con su disciplinado trabajo. De allí se dirigió a Londres, donde prosiguió sus investigaciones. Fue en este importante período de su vida cuando conoció a la Sra. Elizabeth Fry, cuya vida se acercaba al final. Elisabeth Fry había trabajado con dedicación en un ámbito aún más árido que el de Florence Nightingale, y su entrega era, sin duda, merecedora de una recompensa. Esta mujer de avanzada edad, cuyo eterno descanso estaba tan cerca, se sintió extrañamente atraída hacia su joven compañera, de quien le sorprendió su capacidad para desarrollar tan arduas labores.
En 1849 Florence se inscribió como enfermera voluntaria en este lugar, ampliando sus conocimientos sobre enfermedades y asimilando hasta el más mínimo detalle todo lo relacionado con el sistema de enfermería.
Con toda seguridad Florence Nightingale no podía presagiar la futura empresa que le sería encomendada, pero, aún así, no descuidaba ningún detalle con el fin de alcanzar la perfección en la tarea que ella misma se había propuesto para su vida.
Las Hermanas de San Vicente de Paúl, al igual que las diaconisas de Kaiserwerth, eran mujeres de otra naturaleza cuyas vidas pertenecían a los demás. No concebían el cuidado de sus hermanos enfermos como una acción lucrativa, sino como un trabajo que hacer en nombre de Cristo con amor y desinterés.
Muy a su pesar, Florence Nightingale reconoció que en este sentido Inglaterra estaba en desventaja con respecto a sus vecinos europeos. No teníamos instituciones innovadoras y no parecía haber intención alguna de crearlas. Padres, madres y hermanos se habrían puesto en pie de guerra al pensar que sus hijas y hermanas estarían siendo instruidas por un personal de enfermería decadente.
Sólo aquellos que han experimentado los horrores de la guerra pueden darse cuenta del valor real de estas cuatro palabras. Levantarse por la mañana y acostarse por la noche sin temor alguno en el apacible calor del hogar rodeados de nuestros seres queridos y sujetos únicamente a los males que no podemos evitar, contrasta tan vivamente con el pensamiento del desolado campo de batalla, con los muertos, los moribundos y sus lastimosos gritos de dolor, que no nos queda más que rezar por la paz sobre la tierra.
FOTO 002 Guerra de Crimea, monjas enfermeras
Durante cuarenta años Inglaterra había permanecido en paz. La tierra prosperó, el comercio, las artes y las ciencias florecieron; la riqueza fluyó por doquier y la educación y la religión lograron rápidos avances. Los países rivales de Inglaterra y Francia olvidaron viejas rencillas y se extendió entre unos y otros la mano de la amistad.
Fue en medio de una paz como ésta, en el año 1853, cuando una nube surgió por el este. Al principio no parecía más grande que la mano de un hombre y la gente sonreía con incredulidad ante el rumor de una posible guerra; se hablaba de ello de forma vaga, sin desatar alarma alguna.
La certeza de que la guerra era inevitable penetró en cada corazón, incluso en aquellos que hasta última hora habían albergado la esperanza de una posible paz. Europa se había dividido repentinamente en dos grandes bandos a punto de luchar entre sí, y aquellos que quedaron en sus hogares sufrieron la dolorosa incertidumbre del sino de tan valientes hombres al recordar las palabras del poeta: “El camino de la gloria conduce a la tumba”.
Muy significativo fue el discurso de Sir Charles Napier realizado a la flota fondeada en la Bahía de Kioge:
“Muchachos, la guerra ha sido declarada. Son muchos y muy audaces. En caso de que inicien la batalla, sabéis cómo deshaceros de ellos. En caso de que permanezcan en puerto, tenemos que intentar aproximarnos donde están. El éxito depende de la rapidez y decisión en el ataque. Muchachos, ¡afilad vuestros alfanjes y la victoria será nuestra!”
Una carta de William Howard Russell, corresponsal de The Times, desató la indignación pública en relación a esta situación.
La carta decía así:
“Carecemos del instrumental más básico que todo hospital requiere; no hay el menor cuidado en lo que respecta a la limpieza. El hedor es terrible y la fetidez del aire hace que el ambiente sea prácticamente irrespirable, salvo a través de algunas grietas practicadas en las paredes y techos. Por lo que puedo observar, los hombres mueren sin que nadie a su alrededor haga el menor esfuerzo por salvarlos. Los enfermos se encuentran sufriendo del mismo modo que cuando fueron recogidos del campo de batalla por sus camaradas, quienes, a pesar de que no tenían permitido quedarse con ellos para asistirles, los llevaban sobre sus espaldas desde el campamento con la mayor ternura. Parece que son los enfermos los que cuidan de los enfermos y los moribundos los que cuidan de los moribundos”.
Y estas palabras fueron seguidas por otras no menos sentidas que sensibilizaron todos los corazones:
“¿Acaso no hay mujeres entre nosotros dispuestas a asistir a los enfermos y a mitigar el sufrimiento de los soldados en los hospitales de Scutari? ¿Ninguna de las hijas de Inglaterra está lista para realizar esta necesaria obra de misericordia en esta hora de extrema necesidad?
Francia ha enviado generosamente a sus Hermanas de la Misericordia, quienes ya están junto a las camas de los heridos y moribundos, ofreciendo sus reparadoras manos ante tan terribles escenas de sufrimiento. Nuestros soldados han luchado, no con inferior valor y devoción, junto a las tropas de Francia, en una de las más sangrientas y terribles batallas jamás registradas.
¿Acaso no vamos a sacrificarnos como lo han hecho los franceses ni a mostrar tanta dedicación en una labor que Cristo consideraría como un acto hacia Él?”
Según la versión sobre el viaje de los soldados heridos a través de las aguas hacia Scutari, éstos no contaban con la atención médica más básica, lo cual provocaba una gran indignación. “A su llegada”, decía otro testimonio, “no encontraron los instrumentos para realizar ni siquiera la operación quirúrgica más básica; había necesidad del instrumental más elemental en un centro de atención a enfermos y los heridos morían en los brazos del personal médico, ya que el ejército británico había incluso olvidado hacerse con viejos trapos necesarios para el vendaje de heridas”.
Florence era muy decidida, y aquellos que mejor la conocían le dieron todo su ánimo. No en vano, había sido hacía tiempo reconocida como “un ángel guardián de Dios sobre la tierra”.
Florence Nightingale decidió escribir a Sr. Sidney Herbert, entonces Ministro de Guerra, ofreciéndole sus servicios como enfermera para asistir al ejército del Este. Su valía era bien conocida por aquellos más capacitados para apreciarla.
El mismo día en que ella echó al correo su ofrecimiento, él también le había escrito lo siguiente:
“Estimada Señorita Nightingale,
Como habrá leído en los periódicos, hay una gran escasez de enfermeras en el hospital de Scutari, amén de otras deficiencias como médicos debidamente capacitados. Por otra parte, el número de titulares en el ejército ascendió a noventa y cinco hombres en todas las fuerzas armadas, siendo casi el doble de lo que nunca antes habíamos tenido, y treinta cirujanos más que presumo ya habrán llegado a Constantinopla salieron hacia allí hace tres semanas. Otro grupo partió el lunes, y una nueva tropa saldrá la semana próxima. En cuanto a instrumentación médica, le haré saber que ha sido enviada una profusa cantidad de material; estoy hablando de alrededor de una tonelada de peso en total: 15.000 juegos de sábanas, medicinas, vino y arrurruz6.
Mientras tanto, las provisiones siguen llegando, pero la escasez de enfermeras es un hecho, ya que sólo personal sanitario masculino ha sido admitido en hospitales militares. Sería imposible llevar a un equipo de enfermeras para acompañar al ejército al campo de batalla. Pero en Scutari, después de haber establecido ahora un hospital, no existe razón militar contra la admisión de un cuerpo femenino de enfermería, y estoy convencido de que éste aportaría un gran beneficio. He recibido un importante número de ofertas para trabajar con nosotros, pero son mujeres que no asimilan el concepto de lo que es un hospital ni de la naturaleza de sus normas y funciones.
La Sra. María Forrester, hija de Lord Roden, se ha ofrecido al Sr. Smith, jefe del Departamento Médico del ejército, para ir ella misma al lugar en cuestión o para enviar enfermeras capacitadas.
Asimismo, el Reverendo Sr. Hume, antiguo capellán del Hospital General en Birmingham, se ha ofrecido a ir como capellán con dos de sus hijas y doce enfermeras más. El Sr. Hume es conocido como el impulsor del plan para la transferencia de iglesias de la ciudad a los suburbios, y estuvo en el ejército durante siete años, lo que significa que está acostumbrado al trabajo en hospitales.
Creo que de estas dos ofertas podrían extraerse buenos resultados. Pero la dificultad de encontrar personal de enfermería realmente capacitado le resulta más familiar al Sr. Hume; además Lady María Forrester ha puesto a prueba la capacidad de las enfermeras propuestas viéndose incapaz de dirigirlas correctamente. Sólo hay una persona en Inglaterra que yo conozca capaz de organizar y supervisar este plan, y me he encontrado varias veces a punto de preguntarle a usted si se comprometería a ponerse al mando de tan loable misión. Nadie mejor que usted sabe que la elección de enfermeras será difícil, ya que escasean mujeres capaces de asimilar tanto horror y que reúnan, además de coraje, conocimientos y buena voluntad. La tarea de organizarlas y la introducción de un nuevo sistema de trabajo será ardua, aunque no menos ardua sería la dificultad de llevar a cabo todo el trabajo sin problemas con los demás médicos y autoridades militares presentes. Esto es lo que hace que esta operación sea tan importante, debiendo ser realizada por alguien con gran experiencia y capacidad administrativa.
Un número de entusiastas pero inexpertas voluntarias dificultando la labor de sus compañeros en el hospital de Scutari, serían, con toda probabilidad, rápidamente invitadas a abandonar su labor debido a su escasa formación. Mi pregunta es sencilla: ¿aceptaría usted supervisar tal proyecto? Usted, por supuesto, disfrutaría de plena autoridad sobre todas las enfermeras, y verdaderamente la creo capacitada para garantizar la máxima cooperación entre el personal médico. Del mismo modo, también dispondría de entera libertad para pedir al Gobierno todo aquello que considere necesario para el éxito de su misión. Sobre este tema, los detalles serían demasiados para expresarlos aquí, por lo que me los reservo para hacérselos saber en un próximo encuentro en el que, sea cual sea la decisión que tome, sé que me proporcionará todo el consejo y asesoramiento necesarios. No deseo ejercer ninguna presión sobre su persona, ya que es usted la única que puede juzgar por sí misma los puntos esenciales a tratar, mas creo que no debo ocultar que de su parecer dependerá en última instancia el éxito o el fracaso de la misión. Sus cualidades personales, sus conocimientos y su poder de decisión así como su posición social, le proporcionan una aptitud que ninguna otra persona posee para desempeñar este tipo de trabajo. Si la consecución de nuestra hazaña resulta un éxito, nuestras almas se verán recompensadas por haber ayudado tan generosamente a quienes merecen recibir todo lo que está en nuestras manos. Me ilusionaría enormemente contar con una respuesta afirmativa por su parte. Si así fuera, estoy seguro de que las Bracebridges irían con usted y le proporcionarían todas las comodidades necesarias. Releyendo mis líneas, observo que me he extendido mucho, mas todo es debido a que es un tema que implica a mi corazón. Liz está escribiendo a nuestra amiga mutua, la señora Bracebridge7, para decirle lo que estoy haciendo. Estaré de regreso en la ciudad mañana por la mañana. ¿Tendría a bien si pasara a visitarle entre las tres y las cinco? ¿Me permitiría ponerme en contacto con la Oficina de Guerra, para que me hagan saber los avances de la misión? Hay un tema que apenas tengo derecho a mencionar, pero confío me disculpe. Si se inclina a emprender esta gran obra, ¿darían el Sr. y la Sra. Nightingale su consentimiento? Esta sería una labor de ámbito nacional, y la petición a usted formulada, proviniendo como proviene del Gobierno que representa a la nación, llega en un momento que confío no nos decepcione. Su posición aseguraría el respeto y la consideración de los demás, sobre todo en un servicio donde el rango oficial tiene mucho peso. Éste garantizaría su integridad, proveyéndola de cualquier atención o comodidad a la hora de salir hacia su destino y accediendo a cualquier petición que usted haga. Puede que estos asuntos no le resulten a usted de vital importancia, pero créame cuando le digo que son primordiales en sí mismos del mismo modo que resultan altamente estimables para todos aquellos que muestran un interés por su comodidad y seguridad personal. Sé que usted llegará a una sabia y justa decisión, y pido a Dios me conceda una respuesta que satisfaga mis esperanzas. Con afecto, siempre suyo, Sidney Herbert”.
FOTO 003 Guerra de Crimea 1885
La serena confianza expresada a lo largo de esta carta es la mejor prueba que podemos tener de la estima y popularidad de la que gozaba Florence Nightingale.
Desde el amanecer hasta bien entrada la noche, la Srta. Nightingale trabajó para organizar el personal de enfermeras.
Entre tanto, los obispos católicos romanos se dirigían por escrito a la Oficina de Guerra solicitando la presencia de enfermeras en su salida hacia el este. No hubo una respuesta definitiva hasta que se hizo pública la convocatoria de la Srta. Nightingale, concediéndole plena autoridad para formar su propio grupo del cual ella era la máxima responsable. Estas y otras reglas fueron puestas en conocimiento de las Hermanas de la Misericordia para este servicio especial, destacando el hecho de que las hermanas deberían asistir a las necesidades médicas y espirituales de los soldados católicos romanos. El Hogar de San Juan objetó en un primer momento al cese de su propia sociedad y la idea de completa sumisión hacia la Srta. Nightingale, pero tras dos o tres días de consideración aceptó.
Lo mismo ocurrió con otras instituciones que finalmente aceptaron también estos requisitos. El sábado veintiuno de octubre, justo una semana después de que Florence hubo hecho su generoso ofrecimiento, el grupo de enfermeras a su cargo estaba ya constituido: 10 Hermanas Católicas de la Misericordia, 8 de la orden fundada por la Srta. Sellon, 6 del Hogar de San Juan, 3 seleccionadas por la mujer que inició el proyecto, 11 seleccionadas entre las demás solicitantes. Total 38.
Ese mismo día el Sr. Herbert anunció desde la Oficina de Guerra que la Srta. Nightingale y su personal de treinta y ocho enfermeras saldría esa misma noche hacia Scutari. Ellas llevarían sus bolsas, sus abrigos, sus baúles, e incluso llevarían a las mismísimas hermanas si hiciera falta. No aceptarían dinero a modo de donación bajo ninguna circunstancia; se contentaban con darles la mano y compartir tristes relatos sobre sus familiares que estaban en el campo de batalla. ¡Pobres almas! Una gran tristeza invadió los corazones de quienes las vieron alejarse en el tren que tomaron después al grito de ¡Vivan las Hermanas!
Ese mismo día, cuando la batalla de Inkerman se libró, la Srta. Nightingale llegó a Scutari, y ella y su grupo de enfermeras fueron acomodadas de inmediato. Al mediodía algunas de ellas hicieron su aparición en la costa, “de carácter alegre y muy agradables, muy bien vestidas de negro, lo que suponía un fuerte contraste con el aspecto habitual de las asistentas de hospital, y ¡oh! ¡Fueron bienvenidas!” Llegaron en el momento justo, ya que en el transcurso de los siguientes días seiscientos heridos fueron llevados desde Inkerman. Los cirujanos, incluso aquellos con más prejuicios, tuvieron que admitir que la Srta. Nightingale era la mujer correcta en el lugar preciso.
Su determinación era sencillamente maravillosa, su tranquila forma sistemática de ir a trabajar y organizar todo lo necesario para el cuidado de los enfermos y heridos inspiraba en los religiosos y médicos un sentimiento de seguridad. Tenían a alguien en quien confiar y sabían que, desde ese momento, serían salvados de la terrible visión de los hombres que se consumen por falta de unos adecuados cuidados médicos y una deficiente alimentación. Con las enfermeras, todo lo que se necesitaba era suministrado.
Un pobre hombre se echó a llorar exclamando: “No puedo evitarlo, no puedo de hecho, cuando las veo. Sólo pensar en mujeres inglesas viniendo para asistirnos me hace sentir reconfortado”.
FOTO 004 Florence Nightingale
Paulatinamente, Florence Nightingale se ganó gracias a su labor la confianza de aquellos que en un principio más se opusieron a su presencia. Con un plan de trabajo que podría haberse considerado más bien pausado, ella suministraba el material que más urgía sin que eso interfiriera en las demás tareas, ocupándose entre otras cosas de labores administrativas, como cumplimentar informes médicos. Su primer cometido consistió en proporcionar una apropiada cocina para los pacientes, donde todo lo que un enfermo requería era preparado con rapidez e higiene. Asimismo, la fundación de Sir Robert Peel para los enfermos y heridos facilitaba sagú, arrurruz, vino, etc.
Desde las primeras horas de la mañana hasta la noche iba Florence Nightingale calladamente de acá para allá; el trabajo que hizo fue alabable, siendo su nombre, más que su labor, lo que más trascendía al público. Los cargos religiosos de todas las procedencias hablaban de ella con reverencia. “La Srta. Nightingale”, narra uno de ellos, “está trabajando admirablemente, mereciéndose un aumento en el rango que desempeña. La organización del personal de enfermería a su cargo es juiciosa y excelente, y las hermanas son de un valor indescriptible”.
¿Qué mayor elogio podría recibir una mujer con una presencia tan tranquilizadora para los que sufren y quien, además, les acompaña en sus lechos de muerte hasta los últimos minutos de sus vidas?. El trabajo prosiguió sin cesar y, en menos de dos meses, el nombre de Florence Nightingale era un nombre común en los hogares; un nombre que nunca se olvidaría. Ella sabía que su gentil presencia en las salas de enfermos había aportado bienestar. “Verla pasar me hace feliz. Hablaba con todos nosotros”, dijo un pobre enfermo en una carta a sus familiares, “y asentía sonriendo a muchos más, pero no podía hacer lo mismo con todos por la cantidad de trabajo que tenía. Somos cientos los que estamos aquí, pero hemos podido besar su sombra según pasaba junto a nosotros y volver a reposar nuestras cabezas en la almohada sintiéndonos reconfortados”.
¿Pueden unas palabras resultar más emotivas?
“En esas míseras salas,
Una dama con una lámpara veo
Pasar a través de la trémula oscuridad,
Y revolotear de una habitación a otra.
Y lentamente, como en un sueño de felicidad,
El afligido se vuelve para besar en silencio
Su sombra, según se dibuja
Sobre las oscuras paredes.
En los anales de Inglaterra, a través del tiempo,
Más allá de su palabra y canción,
Una luz sus rayos arrojará,
Desde los recuerdos del pasado.
Una señora con una lámpara destacará,
En la gran historia de la tierra,
Una noble clase de mujer,
Heroica y caritativa”.
En los aledaños del hospital se encontraba la mayor de las inmundicias. Florence contó en un día hasta 6 perros en estado de descomposición yaciendo bajo las ventanas. Esto fu suficiente para provocar fiebre, pero si tenemos en cuenta que el agua era impura, además de otras precariedades, apenas podemos sorprendernos ante la terrible tasa de mortalidad. Tan mal mantenido y tan atestado de gente se hallaba el hospital que, según se nos dice: “los enfermos, por si tuvieran poco, se veían atormentados por toda clase de bichos, y las ratas se ensañaban con los más débiles”. Había saqueos en los almacenes, los médicos no daban abasto para mantener el orden. Los pacientes que deberían haber comido ayunaban, y los que deberían haber ayunado, comían. Desde el mes de junio de 1854 hasta 1856, cuarenta y un mil hombres fueron ingresados en el hospital del Bósforo y, de ellos, cuatro mil seiscientos murieron, todo esto mientras la Srta. Nightingale se encontraba en Scutari. Los primeros siete meses la mortalidad era del sesenta por ciento, lo que superaba las cifras que se habían dado en Londres durante el cólera.
FOTO 005 Material expuesto en el Museo Florence Nightingale de Londres
Según un paciente del hospital, Florence Nightingale “dejaba a un enfermo para atender a otro”. Cómo hizo frente al cansancio mental y físico es simplemente asombroso. “Las Nightingales”, como ella y su grupo de enfermeras eran llamadas, “han salvado muchas vidas”, según más de un paciente escribía a sus familiares; y ¡cuántos corazones llenos de ansiedad sentían alivio al escuchar las sencillas palabras que estas maravillosas mujeres les dedicaban! Gracias a la influencia de la Srta. Nightingale, sus incesantes peticiones y súplicas a los altos cargos, el hospital de Scutari sufrió una notable transformación y su organización mejoró de tal manera que ella misma declaró antes del final de la guerra que no podía concebir nada mejor. A través de estas mejoras sanitarias el ejército inglés, que sufrió tan gravemente al comienzo de la campaña, se mantuvo prácticamente exento del tifus que asoló al ejército francés. De hecho, durante los últimos seis meses la mortalidad fue menor que en la Inglaterra de la vida cotidiana.
A continuación veamos un extracto de una carta enviada por la Reina al Sr. Herbert, quien a su vez se la hizo llegar a la Srta. Nightingale.
“Castillo de Windsor, 6 de diciembre, 1854.
Apreciaría sinceramente le dijera a la Sra. Herbert que me mantenga regularmente informada sobre las noticias acerca de los heridos que recibe de la Srta. Nightingale o de la Sra. Bracebridge. Aunque gracias a los oficiales ya estoy al corriente acerca de lo que acontece en el campo de batalla, mi interés reside principalmente en lo primero.
Hágale también saber a la Sra. Herbert que deseo que la Srta. Nightingale y el resto de su noble equipo comunique a estos pobres hombres, heridos y enfermos, que nadie más que su Reina se interesa o se compadece por su sufrimiento y admira su valentía y heroísmo, encontrándose su pensamiento con sus amadas tropas noche y día. Los mismos sentimientos son compartidos por el Príncipe.
Pida a la Sra. Herbert comunique estas mis palabras, ya que sé que nuestra condescendencia es muy valorada por estas nobles y bondadosas almas.
VICTORIA”.
La Srta. Nightingale es tan inseparable de su trabajo, que es imposible hablar con ella a título individual. Sus pensamientos y sus sentimientos no son interpretados por palabras, sino por acciones. Esos largos y oscuros pasillos, muchos de los cuales se encontraban en mal estado antes de su llegada, reflejaban ahora comodidad y eran invadidos por un aire de bienestar, con grupos de hombres reuniéndose alrededor de las estufas a leer, hablar o fumar. Las despensas para los soldados y oficiales estaban bien abastecidas, pero la verdadera dicha se hacía palpable cuando las enfermeras de la Srta. Nightingale se encargaban de cocinar. El Reverendo J.G. Sabin, uno de los más dedicados capellanes del ejército, escribe:
“Uno se encuentra a menudo con inmensos tazones de arrurruz, sagú, caldo y otros apetitosos alimentos. Todos los hombres que necesitan alimento son, previa supervisión de los oficiales médicos, satisfactoriamente abastecidos, lo cual facilita la labor de los facultativos, por lo que me siento sinceramente agradecido”.
Y todo esto gracias a una inteligente mujer de gran corazón; ni siquiera todo el oro del Banco de Inglaterra podría haber logrado tal transformación. De buena gana se le proporcionaba todo lo que necesitaba, empleándolo juiciosamente. El amor y admiración que inspiraba era algo casi prodigioso. Esencialmente es a través de otras personas que conocemos la labor de esta mujer, siendo ellas testigos de la influencia que su obra tuvo en sus contemporáneos.
El segundo equipo de enfermeras, cuarenta y siete en total, enviadas el dos de diciembre.
2 del Hogar de San Juan, 10 Señoras protestantes, 20 Enfermeras selectas del Hospital, protestantes y 15 Hermanas de la Caridad, católicas.
Recuento total del primer y segundo grupo de enfermeras: ochenta y cinco, de las cuales sesenta eran protestantes y veinticinco Católicas Romanas.
El calor en Crimea es inmenso durante el mes de mayo, y la exposición al sol especialmente peligrosa. El quince de mayo Florence se encontraba muy indispuesta, lo que preocupó a sus compañeros. Se cree que el motivo de este malestar fue un golpe de calor sufrido cuando acompañó al Sr. Alexis Soyer a la batería para tener una buena vista de Sebastopol. Su estado de salud empeoró gradualmente, por lo que decidieron llevarla al sanatorio y mantenerla bajo el cuidado de tres eminentes doctores.
Por citar un solo ejemplo, un soldado escribió a su madre lo siguiente:
“Estas mujeres estaban siempre, desde la mañana hasta la noche, yendo y viniendo por la salas del hospital. Atendiendo a los hombres, lavándoles, proporcionándoles té o arrurruz y demás alimentos necesarios mientras otras daban de comer con sus propias manos a aquellos que se encontraban extremadamente débiles para hacerlo por sí mismos. He oído a menudo a un hombre decir: “Esa mujer me ha salvado la vida”. Por muy atareada que estuviera, la Srta. Nightingale pasaba continuamente a mi lado. De hecho, en una ocasión, me encontraba muy enfermo y con dificultades para respirar, tanto que vinieron dos mujeres, una a cada lado de mi cama. La mujer que estaba a mi cargo era mayor y me ofreció algo de brandy suave y agua y, cuando pude abrir mis ojos, la vi inclinada sobre mí con un gesto de preocupación en su cara. Nadie sabe el bien que hicieron. Ojalá pudiera encontrar palabras para decir cómo eran esas mujeres”.
Gracias Koldo, por haber rescatado tan maravillosa obra para que todo el mundo la pueda leer y recuperar una parte de nuestra historia.
Si alguien quiere solicitar todavía un libro, se tiene que poner en contacto, vía correo electrónico a: amigasoldadoherido@hotmail.es
FOTO 007 Congreso Nacional de Historia de la Enfermería
AGRADECIMIENTOS
Koldo Santisteban Cimarro. Vocal II del Colegio de Enfermería de Bizkaia
La Academia de Ciencias de Enfermería de Bizkaia
http://www.acebenfermeria.org/
Colegio de Enfermería de Bizkaia
http://www.duebizkaia.com/principal.htm?
AUTORES
Jesús Rubio Pilarte *
* Enfermero y sociólogo. Profesor de la E. U. de Enfermería de Donostia. EHU/UPV
Miembro no numerario de La RSBAP
jrubiop20@enfermundi.com
Manuel Solórzano Sánchez **
** Enfermero Hospital Donostia. Osakidetza /SVS
Enfermero Servicio de Oftalmología
Hospital Donostia de San Sebastián.
Vocal del País Vasco de la SEEOF
Miembro de Eusko Ikaskuntza
Miembro de la Sociedad Vasca de Cuidados Paliativos
Miembro Comité de Redacción de la Revista Ética de los Cuidados
M. Red Iberoamericana de Historia de la Enfermería
Miembro no numerario de La RSBAP
masolorzano@telefonica.net
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