Aristócrata,
menuda, con la energía de un ciclón, “inventó” y organizó por sí sola la
asistencia sanitaria a los soldados en el frente
“EL ÁNGEL DEL SOLDADO EN CRIMEA”
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001 Estatua de Florence Nightingale
¿Scutari? ¿Dónde está Scutari?
Es
un pueblo junto al Bósforo, frente a Constantinopla. Allí los turcos han cedido
a los ingleses un viejo y enorme cuartel transformado en hospital. A este
hospital llegan en masa desde Crimea los enfermos y heridos. Una vez que haya
llegado a Scutari, tendrá…
La
señorita Florence Nightingale, sólo
quería saber de su interlocutor, el ministro de la guerra sir Sidney Herbert, dónde se encontraba
Scutari, para poder ir. Lo que tendría que hacer, una vez llegada, era asunto
suyo; no era una persona dispuesta a recibir instrucciones. Y cuanto hizo,
durante los dos años de la guerra en Crimea, no fue milagroso, pues ninguna
criatura humana hace milagros, pero todo aquello bastó para convertirla en un
mito, colocándola en la cumbre de la admiración colectiva, a la misma altura
que los héroes que alimentan los entusiasmos del pueblo. También ella era una
heroína.
Durante
dos años, el hospital militar de Scutari fue su casa y su templo, pero
principalmente su campo de arar y escardar. Con riesgo de la vida, renunciando
al reposo, comprometiendo todos los recursos físicos y morales de que disponía,
no cesó de velar junto a los soldados llegados a millares, heridos y enfermos,
desde el frente de combate. Y volcarse para sanarlos, ayudada por las
enfermeras a sus órdenes. Emanaba de ella tal magnetismo que nadie se atrevía a
negarle las cualidades de jefe; no era la superintendente de las enfermeras,
sino de todo el hospital, incluidos los médicos. Entre sus poderes absolutos se
contaba también el de aceptar enfermeras católicas, supremo escándalo para los
protestantes.
Solamente
las autoridades turcas habían acabado convenciéndose de que el viejo y
destartalado cuartel de Scutari se había convertido en un verdadero hospital.
En realidad, habían cedido un conjunto de barracones sucios, abiertos a la
intemperie y a un tufo maloliente, sin la más “mínima esperanza de
habilitación; en uno de los pabellones no se encontró más que el cadáver de un
general ruso, mordisqueado por los ratones. Y si esto era macabro, no lo era
menos el resto de las construcciones, cuyas estancias exhalaban gases
mefíticos. La primera tarea de las enfermeras encabezadas por la señorita
Florence no fue la de curar a los soldados, sino la de limpiar y desinfectar;
la de transformar kilómetros de tela en vendas, en sábanas, en almohadas, en
gasas.
Trece
ollas turcas fue cuanto se obtuvo para la cocina del hospital; el agua era
escasa ya para un centenar de pacientes, y más lo fue cuando los hospitalizados
llegaron a ser a millares. Para hacer fuego no había más que leña verde, y el
humo que despedía hubiera asfixiado hasta a los paquidermos. Y mientras tanto,
desde Sebastopol, mandaban hacia Scutari, en abarrotados convoyes de barcos,
cada vez más heridos, más y más enfermos.
Disentería,
escorbuto, congelación, diezmaban las tropas. Por si fuera poco, desde el
frente se descuidaba el informar al hospital sobre los nuevos envíos de
despojos humanos, con lo cual las remesas eran tan frecuentes como inesperadas.
Muchos de los desgraciados que desembarcaban en Scutari estaban ya en la
agonía.
Mientras
los oficiales que habrían tenido que acogerlos perdían la cabeza, las
enfermeras de la señorita Florence, a cada desembarco, se precipitaban,
desesperadas, pero tenaces, a llenar de paja cuantos sacos eran necesarios;
pronto hasta los sacos y la paja faltaron y los nuevos arribados fueron
tendidos en el suelo, sobre los húmedos pavimentos, en los pasillos
verbeneantes de parásitos, así como en las camaretas. El hospital estaba cerca
del caos; la deficiencia de los servicios higiénicos no ayudaba a matarlos: No
sólo no había posibilidad de organizar la vida de los hospitalizados, sino ni
siquiera su muerte, ya que incluso faltaba sitio para enterrarlos.
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002 Reproducción de la condecoración que la reina Victoria entregó a Florence
Nightingale a su vuelta de la guerra de Crimea y el brazalete de enfermera que
“el ángel del soldado herido” llevaba en Scutari.
En
aquella tempestad, Florence Nightingale
conservó la mente lúcida y continuó siendo dueña y señora de sus nervios. Tenía
dinero, en parte suyo y en parte recaudado por ella. Como una exhalación se
lanzó a las tiendas y mercados de Constantinopla, comprando todo lo comprable,
desde catres hasta cepillos para rascar paredes y suelos, pasando por lana para
mantas, palanganas, tazas y velas. Y cuando en el hospital no quedaba sitio ni
para medio hombre, y sabiendo que estaban llegando ochocientos entre enfermos y
heridos, hizo reconstruir en pocas horas un ala del cuartel que había sido
destruida por un incendio, pagando a los obreros de su bolsillo porque la
administración militar se negaba a ello. En tal forma aquellos ochocientos
nuevos despojos tuvieron donde reposar. En pocas semanas, las cocinas fueron
perfectamente aseadas; no faltaba la comida ni tampoco el agua. Ya nadie yacía
por los suelos de los pasillos; el jabón había derrotado, si no a todos los
parásitos, al menos a una gran parte de ellos.
Florence Nightingale había organizado
la reconstrucción del hospital como si tuviese profundos conocimientos de
arquitectura, de cocina, de medicina, pero, sobre todo, de psicología, ya que
para cada uno tenía las palabras justas, tanto para los generales como para los
ordenanzas, y sobre todo para quienes ella llamaba “mis hijos” y que no eran
mucho más jóvenes que ella: eran los soldados a quienes tenía que curar;
prepararles, tal vez, para la curación, o tal vez, por desgracia, para su
muerte.
Estos
“hijos” la adoraban. Mientras inútilmente continuaba el asedio a Sebastopol, decían:
“Si
estuviera ella allí mandando, ésta habría caído ya”.
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003 Florence Nightingale en una sala de su hospital, en Scutari. A su llegada
había encontrado grandes habitaciones vacías y sucias, donde ni la paja era
siquiera suficiente para acostar a los heridos: una situación terrible, de
pesadilla, a la que la enérgica mujer supo hacer frente y mejorarla en pocos
meses. Creó, puede decirse que de la nada, un hospital decoroso que, aunque
todavía muy incompleto, por lo menos ya no mataba a los heridos, como sucedía
antes a causa de las malas condiciones higiénicas.
Quienes
asediaban la ciudad de Crimea, eran, en 1855, once mil, acampados en los
montes; y los hospitalizados en Scutari ascendían a diez mil. Esto demostraba
cuán catastrófica había sido la guerra y cuán providencial la obra de la
señorita Florence. Cuando ella aceptó la invitación de los oficiales y se
acercó a Balaclava y desde allí al campo de batalla, se dio cuenta de su
popularidad; fue aclamada por las tropas
como se aclama a un general victorioso; dejando a un lado la retórica, se había
convertido, de verdad, en el “ángel del
soldado herido”.
Había
realizado una gran revolución. Como escribiría uno de sus colaboradores,
“enseñó a los oficiales y a los funcionarios a tratar a los soldados
cristianamente”. Para llevar a cabo todo esto, hace más de cien años, se
necesitaba disponer de poderes excepcionales, y nadie habría sospechado que los
poseía la pequeña señorita de ojos grises que, mientras cabalgaba entre los
campamentos del frente, miraba con ternura a aquellos “hijos” suyos, pensando
ciertamente en sus hermanos, a los cuales había enjugado la sangre, o a los
otros a quienes había cerrado los ojos.
Contagiada,
también ella enfermó. Dos semanas estuvo entre la vida y la muerte, presa del
tifus crimeano. Pero permaneció en su puesto hasta el final de la guerra, que
la sorprendió convaleciente. Concluida la paz, volvió a la patria con los
últimos, cuando ya en Londres se había constituido un comité de Lores,
ministros y altas personalidades para crear en su honor un “fondo Nightingale”,
destinado a la instrucción y protección de las enfermeras. Los soldados
contribuyeron al “fondo” recogiendo en una colecta nueve mil libras esterlinas.
La reina Victoria, por su parte, envió a Florence una joya “en señal de estima
y de gratitud por su devoción hacia los valerosos soldados”.
SU NOMBRE QUIERE DECIR ABNEGACIÓN
¿Ventanas para los caballos? No querrá hacerme creer que la
señorita Florence habla en serio.
Desgraciadamente, es en serio. Desde hace tiempo se ha
volcado sobre este tema: en primer lugar, me ha hablado a mí, con gran
convicción, y después ha insistido en una carta dirigida al ministro. Creíamos
que se trataba de una broma; pero ya la conoce. Florence Nightingale es la única ciudadana inglesa incapaz de
bromear.
Vamos a ver. ¿Ella quiere que los caballos del cuartel
puedan asomarse a ver el panorama? Eso es. Dice que de esto ella entiende más
que nosotros, y que para su salud y para su brío, los caballos, en la cuadra,
tienen absoluta necesidad de asomarse. Sostiene que basta con ojos de buey,
como los barcos.
Pero la labor de la señorita Florence, ¿no es la de ocuparse
de la salud de los soldados, doctor Sutherland?
¿De qué manera los caballos forman parte de su misión? No soy yo quien se lo
tengo que explicar, señor Galton.
Nadie puede decir qué es lo que está fuera de la esfera de acción de la
señorita Florence. Todo cuanto vive en el cuartel es de su competencia,
incluidos los piojos. Por consiguiente, también los caballos.
De acuerdo, doctor Sutherland. Escríbala diciendo que se
construirán ventanas en los establos, pues si no lo hiciésemos, enfermarían.
Dígale que todos los caballos podrán mirar afuera, si tienen la amabilidad de
mantenerse en las patas posteriores, y apoyar
las anteriores en la pared. Creo que es lo mínimo que se puede pedir a su
capacidad de cooperación. De esta forma, en junio de 1863, el señor Galton, que
dirigía los trabajos de construcción de un cuartel modelo para la caballería
inglesa, y el doctor Sutherland, superintendente de la sanidad militar,
hicieron, entre otras muchas cosas, también esta con claraboyas. En adelante,
los caballos del ejército pudieron ver desde su casa el paisaje, gracias a
Florence Nightingale.
Es difícil, si no imposible, aceptar la idea de que un
apóstol como Florence Nightingale
pudiese pertenecer a una época y a un país que no fuese la Inglaterra
victoriana. Su personalidad e intransigencia reflejaban, en su temperamento,
esa especie de labor humanitaria que, en la segunda mitad del siglo XIX inglés,
tendía a transformar las relaciones entre las clases sociales, en la medida en
que los privilegiados aceptaban la idea de que la miseria no era una culpa. La
convicción de que los soldados pudiesen resignarse al deber de dejarse matar
por los enemigos, pase; pero no por la avaricia de sus compatriotas; ésta fue
una idea que maduró en la mente de Florence Nightingale gracias al tiempo y al
lugar en que vivió.
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004 Florence Nightingale a la cabecera de un herido, bajorrelieve en escayola
de la capilla del hospital St. Thomas de Londres, fundado por ella misma.
Este típico personaje inglés era italiano (parezca o no
paradójico), ya que nació en Italia el 12 de mayo de 1820, y en Italia
transcurrió el primer año de su vida. Pero sus padres pertenecían a la
aristocrática y rica sociedad inglesa y viajaban como turistas por Italia; un
turismo muy particular, pues hay que tener en cuenta que allí permanecieron más
de tres años. Entonces los señores no viajaban con billete de ida y vuelta. Su
hermana mayor había nacido, un año antes, en Nápoles y por esto se llamaba
Parthenope. La señora y el señor Nightingale habían decidido dar a sus hijos el
nombre del lugar de nacimiento; así, para evitar Trivandrum al segundo, Ostrow
Mazowiscka, en vísperas del nuevo parto, se establecieron en Florencia. Incluso
en inglés, Florencia es un nombre bonito.
Traduciendo su nombre completo éste sería: Florencia Ruiseñor: Florence fue un
nombre que se difundió mucho en Inglaterra, mientras que antes de la
popularidad de la señorita Nightingale no se utilizaba prácticamente; todavía
hoy muchas mujeres lo llevan, ignorando quizá su significado y su origen.
Florence Nightingale conocía muy bien estas dos cosas. Quiso a Florencia con
todo su corazón y la visitó, cuando era todavía joven, en varias ocasiones, y
quiso a Italia con el ardor típico que enciende
a ciertos ingleses espirituales y cultos, cuando se dan cuenta de la
atracción que encierra.
Protegió como mejor pudo a los patriotas italianos que,
cuando ya estaba en su madurez, luchaban por la libertad y la unidad de su
país, incluso en el destierro. Quiso conocer a Garibaldi, que fue a visitarla cuando estuvo invitado en Londres en
1864. Lo definió “noble y heroico”, aunque su idealismo le pareciese “utópico”. Fue una niña difícil
de gobernar, incluso para una familia en condiciones de ofrecerle una educación
refinada y comodidades de todo tipo, en los castillos y en las villas de su
familia. Durante su adolescencia estuvo en contacto con la más alta
aristocracia y con las personas de mayor influencia de Gran Bretaña. Duques y
príncipes fueron los compañeros de su infancia y la enseñaron a bailar, a
conversar y las fórmulas elegantes del comportamiento. Pero no a vivir: no tuvo
maestro que la enseñase la vida; aprendió sola, a su manera. Encerrada en sí
misma, terca, a menudo afligida, fue para su madre, a diferencia de ella,
extrovertida y frívola, la hija en la que aquélla encontraba su apoyo y su
estímulo.
A los diecisiete años escribió en su diario lo que después
se convertiría en los cimientos y en la fuente de su vida entera: “Dios
me habló y me llamó a su servicio el 7 de febrero de 1837”. Un espíritu reflexivo y un ánimo profundo no podían sino
atribuir un alto significado a una expresión como ésta, por ambigua que
pareciese.
Sin embargo, ¿qué entendía al escribir “Dios me habló, me
llamó”? ¿Había oído una “voz”, como Juana de Arco? ¿Tendría quizá ella también
que hacerse guerrera o era esa recóndita llamada que hace de una joven una monja
y la encierra en un convento? No era una guerrera y menos aún una
contemplativa. Mística, sí, pero una mujer de acción. Como buena protestante,
profesaba una fe ardiente aunque no fuese muy aficionada a las prácticas
religiosas. Su elección fue hecha el día en que pidió de improviso un consejo
al filántropo americano Ward Howe,
huésped de su familia:
Doctor Howe, ¿sería extraño o inconveniente, en una muchacha
inglesa como yo, dedicarse a obras de caridad en los hospitales?
Sería una decisión insólita, mi querida señorita Florence.
Pero si ésta es vuestra vocación, actúe como le inspire su corazón. Jamás es
extraño o inconveniente hacer el bien a los demás. Que Dios la bendiga.
Todo lo que se sabía hacia 1840 de los hospitales ingleses
era que olían mal; tanta era la suciedad que se amontonaba en los pasillos
fríos, oscuros, tétricos, donde los enfermos sólo disponían de catres
miserables. (En los demás países no era diferente; si acaso, peor). Las enfermeras no estaban más limpias
que los enfermos, y su trabajo agotador, por el gran número de aquéllos, no
acarreaba ningún alivio de nadie; no existía relación entre esfuerzos y
resultados. La mayor parte moría si no en el hospital, de hospital. El hospital
en sí era ya una enfermedad incurable. Los enfermos morían debido al ambiente
malsano, al frío, a la humedad, a los parásitos, a la insoportable suma de
miasmas.
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005 Florence Nightingale visita un cementerio militar cercano a un hospital
militar en Crimea (dibujo de la época).
El porqué una joven de la aristocracia, educada en el lujo
de moradas fastuosas, sintiese esta vocación, que la inducía a seguir la quinta
de las obras de misericordia dictadas por la fe: “visitar a los enfermos”, y no
otra cualquiera, resulta claro si pensamos en la “voz” que la señorita Florence
dijo haber escuchado el 7 de febrero de 1837: “Dios me llamó a su servicio”.
Esta era su misión, aunque no la comprendiera tan
rápidamente. Se dio cuenta de ello no mucho después, estando a la cabecera de
dos mujeres moribundas: su abuela y la vieja ama de llaves. Entonces intuyó que
los enfermos del cuerpo a menudo también lo son del alma, y que no hay derecho
a abandonarles en su sufrimiento y en su soledad, sin hacer algo para atenuar
ambos males.
Antes de todo esto, sus pasiones de adolescente se reducían
a ciertas amistades morbosas con sus amigas; ya que no estaba de acuerdo ni con
su madre ni con su hermana, a las que consideraba demasiado frívolas, cedía a
los “amores”, como ella decía, por esta o aquella de sus amigas: por su prima Marianne Nicholson, o por la joven Selina, a quien dirigía extrañas y
ardientes cartas, o por la hija de Byron,
lady Lovelace. En cuanto a los
jóvenes que se dirigían a ella con propósitos matrimoniales, su juego
preferido, aunque cruel, era el de ilusionarles primero para rechazarles
después.
El matrimonio (se daba cuenta inconscientemente) la habría
impedido responder a la gran llamada. Después de una ruidosa ruptura con su
madre y con su hermana (otras reconciliaciones y rupturas seguirían a ésta) dio
su primera respuesta. La madre y la hermana la habían casi doblegado a una
especie de esclavitud, impidiéndola vivir a su manera, ahogándola por exceso
cariño, pero también por su excesivo egoísmo. Después de una violenta
discusión, que tuvo lugar en Karlsbad, Florence partió. Ya era mayor de edad, y
quería convertirse en dueña y señora de su destino. Lo buscó en el gran Hospital alemán de Kaiserswerth, donde
fue acogida como alumna para enfermera. Allí conoció el sacrificio y la
renuncia. Disponía de diez minutos para cada comida; el resto del día lo pasaba
en las salas para niños, ayudando también en las operaciones quirúrgicas. (Por
aquel tiempo, a ciertas hermanas enfermeras les estaba prohibido fajar a los
recién nacidos que tuviesen la desgracia de pertenecer al sexo masculino).
En Kaiserswerth los métodos de cura eran tan primitivos como
en los demás hospitales, pero no se permitían negligencias. Se podía errar por
ignorancia, mas no por mala voluntad. En cualquier caso, Florence Nightingale aprendió allí los principios de la profesión a
la que quería dedicarse. Y después de nuevas peleas con su madre y su hermana,
que no se resignaban a reconocer su independencia y que consideraban
improcedente, para una Nightingale, hacerse una especie de criada para
enfermos, se refugió en París, donde frecuentó las salas de un hospital en la
rue du Bac, para completar su aprendizaje. Grandes acontecimientos la esperan a
su vuelta a Londres: consigue poder vivir sola, en un piso propio, y aceptó que
la nombraran superintendente del “Instituto para el cuidado de mujeres
enfermas pobres”, que tenía necesidad de una nueva sede y pensaba en el
dinero de la rica Florence Nightingale.
Pero pronto se vio que su aportación no se reducía a las
libras esterlinas, sino, por encima de todo, a su energía personal. Hizo
construir la nueva sede según sus ideas, siguiendo un meticuloso proyecto de
arquitectura funcional, de modo que todo, desde las conducciones de agua a los
colores de las paredes, desde los montacargas hasta las colchas, correspondiese
a una necesidad efectiva. Diseñaba los planos, trazaba los programas y
escandalizó al comité del instituto, compuesto de gente tradicionalista. Pero
las enfermas comprendieron pronto que, gracias a ella, se respiraba aire nuevo,
la asistencia era, ahora, justa y humana. No había suficientes “mujeres
enfermas pobres” en Inglaterra para satisfacer el enorme anhelo de trabajo de
Florence Nightingale, quien parecía un volcán de actividad. Londres, y
especialmente las miserables chabolas de los suburbios, fueron castigados en
aquellos tiempos por el cólera, que sembró el terror, y muchísima gente se dio
a la fuga; entre ellos, por desgracia, incluso médicos y enfermeras, los cuales
buscaban refugio donde el mal no pudiese alcanzarles.
La señorita Florence Nightingale asumió la tarea de asistir
a los coléricos, trabajando como voluntaria en el Middlesex Hospital, lavando, curando y alimentando a centenares de
enfermos que, muy a menudo, eran recogidos jadeantes en las aceras de las calles.
Ya la heroína comenzaba a formar parte de la leyenda popular, pero la gran
ocasión no había llegado todavía. Llegó en el año 1854, cuando Inglaterra,
Francia y el Piamonte se vieron enzarzados en una guerra con Rusia. Se
movilizaron las tropas para la expedición a Crimea, en defensa de Turquía
contra la política de agresión del gobierno zarista. Cuando llegaron a Londres
las primeras noticias del conflicto, se supo que los ejércitos aliados estaban
derrotando a los rusos, pero que al mismo tiempo, las enfermedades estaban
derrotando a los ejércitos aliados, que no disponían en el Mar Negro ni de
médicos, ni de medicinas, ni de enfermeros suficientes. Por si fuera poco,
también el cólera causaba, en aquellas tierras, bajas entre los soldados, lo
que aumentaba la gravedad de la falta de hospitales. Una oleada de desaliento
se propagó entre los ingleses. Treinta mil combatientes británicos luchaban sin
una auténtica tutela sanitaria; de cada cien muertos, en las primeras semanas
de combate, ochenta eran víctimas de las deficientes curas.
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006 El dormitorio de Florence visto desde varios ángulos, un retrato suyo hecho
en Lea Hurst (otra casa de campo) y el escritorio con una carta autógrafa.
Fue
entonces cuando, por primera vez, el ministro de la Guerra, sir Sidney Herbert, tuvo la idea de
dirigirse a la mística celadora de la asistencia a los enfermos, llamada
Florence Nightingale. En adelante, las relaciones entre Herbert y la joven se
hicieron cada vez más estrechas, y así fue hasta la muerte de él. La escribió
en nombre del Gobierno rogándola que fuese a Scutari, a la cabeza de un grupo
de enfermeras. Durante los dos años que estuvo en aquel hospital conquistó el
nombre de “ángel del soldado”.
He
visto el infierno, decía, pensando en aquellas jornadas trágicas, Florence
Nightingale. Sin quererlo, casi automáticamente, incluso después de su vuelta a
la patria, le sucedía a menudo el escribir, en cada pedazo de papel al alcance
de su mano, esta frase de angustia y de obsesión: “Jamás podré olvidar”. Aun
más que el enemigo habían sido las enfermedades las que segaron la vida de
millares de soldados, sólo porque no se les había podido curar. Concluida la
paz, Florence Nightingale no recriminaba a nadie, ni a nadie hacía responsable
de nada. Sólo deseaba que no se repitiese una catástrofe como la de Crimea, y
que sus soldados ingleses, tanto en la guerra como en la paz, no sufriesen ya
nunca más el peligro mortal de abandono.
Cerrado
el capítulo de Crimea se habría para la señorita Florence Nightingale un amplio panorama de actividad: mejorar las
condiciones del soldado inglés. Gracias al enorme prestigio que se había
granjeado, lo consiguió en parte. Sin embargo, esto pertenece a la esfera
política de su obra, en la que se comprometió aprovechando la popularidad y las
amistades de que disponía. Si bien no carece de interés, se trata de una obra
que ya no tiene la grandeza de la heroica empresa de Crimea; en todo caso,
atestigua la coherencia moral de aquella mujer, coherencia que no le faltó ni
siquiera el día en que desaparecieron sus familiares y amigos más fieles y se
sintió en la más completa soledad. Moriría en 1910, a los noventa años y
tres meses de edad, bajo la luz de una gloria que no se ha apagado jamás. Aún
hoy su nombre significa abnegación.
Nadie
osará dudar que su dilatadísima, admirable existencia fue, de añadidura,
intensa y plena. Tras los dramáticos años de la guerra de Crimea escribió
libros sobre la transformación de hospitales y cuarteles, sobre la reforma de
organizaciones ministeriales; incluso de teología. Y, mientras tanto, dirigió
la Escuela de Enfermeras, proyectó nuevos
asilos de ancianos, combatió para liberar a los hindúes de las epidemias (sin
haber estado nunca allí, se convirtió en una especialista en la India). Cuando
estudió cómo proteger a los soldados del contagio, preparó incluso un proyecto
para reglamentar, por así decirlo, la prostitución. Fue una precursora de la
senadora Merlín, aunque, como procedía de la aristocracia, era menos experta,
más puritana y tenía menos conocimientos. También se ocupaba de la protección
humanitaria de las prostitutas, pero mayor era su interés por la protección de
los soldados y por defenderles de los males que aquéllas podían propagar. “Si
algo queda por hacer, nada ha sido hecho”, fue, traducido del latín, su lema
hasta los setenta y cinco años. Sin embargo, de aquí hasta el final de sus
días, aceptó con más paciencia sus limitaciones. Era tan sólo humana.
Su
vida fue útil para con el prójimo, y no sólo para el de su tiempo y el de su país.
Estuvo envuelta en un velo de romanticismo, desde su nacimiento en Florencia,
aunque su edad de oro coincidió con un momento muy concreto de su vida: la
guerra de Crimea. Para su repatriación y vuelta a Inglaterra, el Gobierno puso
a su disposición un barco de guerra; es un hecho histórico sin precedentes y
que no se ha repetido. A su arribada a puerto, unos regimientos de la Guardia
la recibieron desfilando. Las bandas tocaban en su honor, millares de hombres
engalanados le tributaban un homenaje y allí estaba la joven y delgada mujer
que agitaba un brazo respondiendo a los vítores y que sólo podía llorar de
emoción y saludar; nada más.
No
algo, sino mucho, quedaba por hacer cuando Florence
Nightingale se doblegó, cansada, antes de apagarse en el descanso eterno.
Nadie turbó, ni por un momento, los años de su último retiro. Eran muchos los
que ahora continuaban su fatigosa obra. Alguien la visitó, en 1897, cuando se
organizó en Londres la Exposición de la Era Victoriana. Había una sección
dedicada a ella: la del progreso en el arte sanitario. Allí estaba expuesto
hasta el carro que ella utilizaba para trasladarse de un sitio a otro en Crimea
(había acabado en una granja, donde se le utilizaba para llevar heno). También
había un busto de la señorita Florence Nightingale. Fueron a decírselo y
añadieron que había un visitante que la adornaba todos los días con flores.
Tenía cerca de ochenta años, y su actitud polémica había adquirido ahora los
matices de la astucia. Por eso, aunque se sentía azorada ante la idea de que
aquellas flores ante su escultura le daban un tono sacro (y esto le producía un
cierto sentido de culpa), no escondió el que aquel hecho la divertía bastante.
Pido a Dios bendiga a quien pone las flores, ¿pero qué queréis hacer con ese
busto?
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007 Su mesa y su escritorio. Una vez acabada la aventura de la guerra de
Crimea, cargada de gloria, Florence se limitó a revolucionar los ministerios,
con sus reformas de todo tipo, siempre en favor de los soldados y los enfermos.
En su agitada existencia, Claydon House constituyó el único punto firme, el
refugio tranquilo donde recobraba energías. Pertenecía a sir Harry Verney,
marido de su hermana; es una típica casa de campo del setecientos, construida
entre los prados de Buckinghamshire. La señorita Florence tenía a su
disposición un ala completa del edificio, la misma que hoy se ha convertido en
el museo Nightingale.
TOC, TOC, TOC, los oficiales que tenían que velar por la
salud de los militares en Scutari, fuesen médicos o no, llamaban a las puertas
enrejadas de las salas en las que yacían millares de hombres atacados por el
“cólera asiático”. No entraban, no se paseaban por las salas; tan grande era el
miedo que tenían al contagio. Ya habían muerto cuatro médicos y tres
enfermeras. Por otra parte, las visitas habrían servido de muy poco, debido a
la escasez de remedios eficaces. Toc, toc, toc llamaban, y preguntaban en voz
alta: ¿Cómo va hoy? Desde el interior, alguien respondía: Todo bien señor. Y
esto significaba que otros desgraciados no hubiesen muerto o estuviesen a punto
de morir. En el interior, junto a las cabeceras, siempre estaban Florence
Nightingale y las enfermeras que trabajaban a sus órdenes. Era su modo de
permanecer firmes ante el peligro, a la altura de la misión que habían recibido
y aceptado, no forzadas por el compromiso asumido, sino por razones de
fraternidad humana.
CUANDO, DESPUÉS DE LA
GUERRA de Crimea, volvió a Londres, sabía muy bien que por cada cien vidas
que había salvado, mil habían sucumbido sin remedio. Imploraba piedad por los
muertos, pero también por los supervivientes. Convertida ella misma en una
autoridad, se enfrentó con los ministros de Guerra, y luchó para que ocupasen
los puestos directivos de la sanidad militar hombres competentes y
responsables. En particular se alió con Sidney Herbert, siendo él ministro de
la Guerra o en períodos sucesivos, para que se reorganizasen los servicios
sanitarios del ejército desde los cimientos, siguiendo un proyecto que ella
misma había preparado minuciosamente. Llegado a un cierto punto, hasta programó
la organización del mismo ministerio, y esto lo hizo sin haber puesto jamás el
pie en las sedes gubernamentales, y se tuvo que reconocer que su plan era
correcto, y había que ponerlo en marcha si se querían evitar todas las trabas
que la burocracia imponía en el trabajo ministerial.
Se definía el carácter de Herbert como “angelical”, adjetivo
que no corresponde con la idea de un ministro de la guerra, inglés o no.
Anciano y gravemente enfermo, Herbert, durante los últimos años de su vida, y
después de abandonar la política activa, colaboró constantemente con Florence
Nightingale en la preparación de los proyectos para los cuarteles y hospitales
del futuro; y no tan sólo para mejorar con claraboyas las caballerizas. Se trataba
de cambiar todo, para que los soldados tuviesen moradas aireadas, amplias,
saludables, cómodas, donde, en definitiva, no se muriese, si no de suciedad, en
la suciedad.
LA EX ENFERMERA
guiaba y enseñaba a sir Sidney Herbert. El exministro, con la devoción de un
alumno, obedecía convencido. Desastrosas, según los médicos, eran las
condiciones de salud de Herbert cuando Florence Nightingale, sin hacer nada por
alargarle la vida, le hacía trabajar agotadoramente. Por una buena causa, no se
concedía piedad a sí misma, pero tampoco a los que la ayudaban voluntariamente.
Así, cuando sir Sidney Herbert murió en agosto de 1861, muchos dijeron en
Londres que había sido una víctima de su gran amiga. Un espíritu humanitario,
orientado sólo hacia el bien, puede asimismo causar mal al prójimo.
EL RETRATO que le
hizo, cuando tenía treinta años, su hermana Parthenope, en un dibujo de trazos
fuertes y firmes, da testimonio, si el retrato es fiel, de que Florence
Nightingale era una belleza dulce y delicada. En el cuadro está apoyada en una
columnita en la que se encuentra encaramado un mochuelo; este ave rapaz,
domesticado, existió en la realidad, y durante muchos años hizo compañía a su
dueña, comportándose como cualquier otro animal doméstico. Al igual que el
busto oficial que muchos años después le hiciese sir John Stell, la señorita
Nightingale tiene aquí una expresión viva e intensa: en sus ojos profundos
aparece un pensamiento inquieto y melancólico. El cuello es largo, el óvalo de
la cara perfecto, la figura alta y flexible. De su colorido, que el dibujo y la
escultura, naturalmente, no nos permiten adivinar, escribía una amiga suya, la
señora Gaskell: “Florence Nightingale tiene el cabello castaño y abundante,
aunque no muy largo; el color de su piel es sonrosado, pero a menudo
empalidece; sus ojos grises miran normalmente hacia abajo, como en las personas
recogidas; pero si quiere pueden ser los ojos más avispados que jamás se hayan
visto. Y sus dientes son blanquísimos, perfectos; cunado la señorita Florence
sonríe, dan a su rostro una dulzura que nunca encontré en otros”.
En cambio, quienes la recuerdan en sus últimos años, ya a
principios de nuestro siglo XIX, dicen que se había transformado radicalmente,
lo cual es comprensible. Era una anciana señora sin las inquietudes del pasado,
que se había tranquilizado y engordado. Su rostro redondo estaba siempre
dispuesto para la alegría. Sus ademanes, que en todo momento habían sido los de
una mujer nerviosa e impetuosa, ahora eran pacíficos y espontáneamente joviales.
Ya no vivían muchos de los que la habían conocido joven y esos pocos vacilaban
al reconocer en aquella anciana la Florence Nightingale que cuidaba a los
pobres de Wellow, yendo a visitarles a sus chabolas cuando estaban enfermos, y
que cada vez que lo hacía tenía que pedir disculpas a su madre y a su hermana,
como si fuese una acción indecorosa. Esto le hacía ser agria e irritable, lo
cual provocaba incomprensiones que muchas veces acababan degenerando en
altercados, en los que se invocaban cientos de razones, pero en ningún momento
intervenía la dignidad.
FOTO 008 El retrato que le hizo su hermana Parthenope,
cuando tenía treinta años
¿SABÍA AMAR?
Parece extraño que se tenga que plantear la cuestión, ya que ninguna mujer en
el mundo llegó a ser tan famosa por su filantropía. ¿Es lo mismo filantropía
que amor? La misma señora Gaskell, que elogiaba su aspecto, encontraba difícil
juzgar las razones que la motivaban. Si creemos cuanto ésta escribió, Florence
Nightingale era una mujer tan fría y fuerte como el acero, tenía un carácter
inflexible, quería a los seres humanos en bloque, pero no al hombre en
particular. “Esta falta de amor hacia el individuo puede convertirse en una
extraña virtud cuando se une a un intenso amor por la humanidad”. Se puede
comprender que su capacidad de altruismo, es decir, de sacrificio por el
prójimo, no se volcase hacia una persona en especial, sino hacia un ejército,
cuando Gran Bretaña estuvo en guerra, y abrazase al pueblo cuando llegó la paz.
Si en tanto amor había o no sitio para el amor por un hombre solo, al que
dedicar la vida, parece, en este punto, superfluo preguntarlo. Era una
pasional, sí, pero aquella no era el tipo de pasión que la arrastraba. Con esto
se percataba de que estaba fuera de las reglas establecidas y, a ratos,
aceptaba la idea de comportarse como las demás; hasta, por ejemplo, la idea de
buscar novio. Le sucedió cuando tenía poco menos de veinte años, y prometió en
más de una ocasión al joven Richard Monckton Miles, guapo, inteligente, rico;
“darle una respuesta” antes o después. Sí o no, casarse con él o no casarse.
Las vacilaciones continuaron durante varios años, hasta que el joven la
presionó y no toleró más aplazamientos. Naturalmente, la respuesta fue
desagradable para él. No. A pesar de todo, había creído que le amaba.
Por supuesto, cada uno de sus pretendientes aspiraba a un
amor y dedicación exclusivos; pero ella estaba destinada a amar a muchísimos
seres desvalidos; enfermos, heridos, pobres miserables que no tenían adonde
volver los ojos. Florence Nightingale los atendió con suma abnegación, con
ejemplar solicitud y generosidad; y, como vemos, parece que no se arrepintió
nunca de haberlo hecho.
“Según la opinión preponderante entre los hombres, escribió
Florence Nightingale, solamente se necesita una desilusión amorosa para
convertir a una mujer en una buena enfermera”. Por lo que ella se refiere, se
convirtió en una de las mejores de la historia, sin pasar por el choque de la
desilusión amorosa. Un joven profesor de Oxford, Benjamín Jowett, de ingenio
agudo y brillante, y de humor agradable, se acercó más que nadie a la
posibilidad de enamorarla. Se hizo gran amigo suyo cuando ella tenía ya
cuarenta años, y estuvieron muy unidos espiritualmente mientras vivieron, a
pesar de que también a él le rechazase cuando le propuso matrimonio. De esta
forma, por lo menos, tuvo un amigo, y fue algo más que un afecto normal. Cuando
se cuentan veinte años es fácil creer que se puede vivir solo; a los cuarenta,
no. Incluso los misántropos necesitan tener a alguien cerca. Y Florence
Nightingale estaba demasiado conmovida por las sombras frías de sus “hijos”
perdidos en Crimea, como para no buscar paz en la templanza de una presencia
concreta.
TENÍA MIEDO DE
MORIRSE poco después de la vuelta de la guerra de Crimea, cuando tenía
cerca de treinta años, y la torturaba la idea, pues estaba segura de que aún le
quedaban muchas cosas por hacer. Su salud no era muy fuerte, ya que los médicos
decían que su sangre estaba intoxicada y entonces no era tan fácil cambiar de sangre
o depurarla. Consentía tener junto a ella única y exclusivamente a una tía suya
que le era muy fiel; por otra parte, estaba tan enferma que no se podía
levantar por sí misma de una silla y mucho menos caminar, sin que la ayudasen,
por lo cual había que transportarla en camilla.
Tenía la vida, decían sus parientes, “pendiente de un hilo”
y esto no le impedía “hacer el trabajo de un asno”. Entre proyecto y proyecto
para hospitales o cuarteles escribía, sin embargo, minuciosamente hasta los
últimos detalles para sus funerales y preparaba muchas cartas, para que se
mandasen “cuando se hubiera muerto”. Todas las cartas estaban destinadas a
fomentar su gran obra todavía incompleta; la reforma de la asistencia sanitaria
militar, para que alguien la concluyera y no se quedase a medias. En el verano
de 1858, salía de Londres dos veces por semana para ir a un pueblecito a tomar
baños termales; en el tren ocupaba el compartimento para inválidos, siempre
acompañada de su fiel tía. A esta estación termal era llevada en camilla por
algunos supervivientes de la guerra de Crimea, con un respeto casi sagrado,
como en una procesión. El andén por el que pasaba el extraño cortejo permanecía
libre. Se rogaba a los curiosos mantenerse apartados, y una voz autoritaria
ordenaba: ¡Silencio! El jefe de estación y todo el personal se alineaban, con
la cabeza descubierta, igual que los viajeros, mientras pasaba el “ángel del
soldado”. Pero ¿quién es? Preguntaban los niños, intimidados, a sus madres.
¡Chis! ¡Callaos! Es la señorita Florence, la señorita Florence Nightingale.
EL FEMINISMO, que
en sus tiempos cobraba los primeros bríos, le inspiraba antipatía. Alguien
había tratado de utilizarla para pedir en voz alta reivindicaciones solicitadas
por su sexo; pero ella no aceptó el silogismo. “La señorita Florence
Nightingale es benefactora de la humanidad; la señorita Florence es una mujer;
por consiguiente, las mujeres son benefactoras de la humanidad”. En realidad,
como ella misma escribió, tenía “una inhumana indiferencia” por los derechos de
la mujer. Y volvió a afirmar esta indiferencia en uno de sus libros, el
destinado a la preparación de las enfermeras de la Escuela que llevaba su
nombre, y de la cual le habían confiado la dirección. Decía, y era verdad, que
ninguna mujer había suscitado tantos “enamoramientos” como ella, pero esto no
la llevaba a ser una apasionada del feminismo. Su hermana afirmaba
acusadoramente que “era como un hombre”; también esto era exacto, pero el ser
así no aumentaba su estimación por las mujeres.
FOTO 009 Su mesa y sus libros
Cuantas más charlas se hagan y ruidos se armen en torno a la
mujer, menos eficaz resultará el trabajo femenino, reaccionaba ante la
propaganda de las sufragistas. No creía que las mujeres pudiesen ser buenos
médicos, mas las consideraba magníficas enfermeras. La primera licenciada en
medicina fue Elizabeth Blackwell, que estudió en París y en América. La
señorita Nightingale dijo de la Blackwell que habría sido “decadente como un
doctor de tercera categoría de hace treinta años”. Según ella, las mujeres, en
ciertas profesiones, como la de médico, trataban equivocadamente de asaltar las
posiciones típicamente asignadas a los hombres, pero lograban solamente ser
hombres de cualidades mediocres. Bajo este aspecto fue una misoneísta que se
opuso con demasiada firmeza a las que luchaban como pioneras por la igualdad de
sexos.
SE OPUSO,
juzgándola fuera de lugar, a la campaña a favor del voto de las mujeres y no
quiso pertenecer al comité nacional de las feministas que luchaban por ello.
Mantenía que las mujeres no obtendrían más influencia por el hecho de haber
votado. Sabía muy bien que ella, Florence Nightingale, sin haber votado jamás,
trató de tú a tú a todos los ministros ingleses, y cuando se había pensado en
promover o en cambiar a latos funcionarios siempre había tenido, en el sector
de la sanidad, una gran influencia. Escribía: “Fulanito de tal, ha quien he
hecho ministro” o “Zutanito de cual, ha quien he designado para la dirección
general”. Quizá hubiese algo de presunción en estas palabras, pero los hechos
las corroboraban. Pocas voces fueron tan escuchadas en su tiempo como la suya;
sin tener la posibilidad de acceso al Parlamento, podía cambiar un ministerio.
Lo incierto, en cambio, es que estuviese al alcance de las demás mujeres
conseguir los mismos privilegios y la misma autoridad que ella se había ganado,
con méritos excepcionales y en circunstancias excepcionales también.
LA REINA VICTORIA,
que a menudo la había escrito elogiando su obra, quiso demostrarle su agradecimiento
al comprender, como todos los ciudadanos ingleses, que en Crimea, gracias a la
Florence Nightingale, se había realizado una revolución providencial. Y después
de esta revolución ya no sería posible que un ejército marchase a la guerra sin
una organización sanitaria adecuada que estuviese a su lado para protegerle. Y
ya no sucedería jamás que se sacrificasen, por enfermedades o por heridas,
tantas vidas humanas en aquellas antecámaras de la muerte que hasta entonces
habían sido los hospitales militares.
Victoria y Alberto, la reina y el príncipe
consorte, recibieron a Florence Nightingale en su residencia escocesa de
Balmoral, por primera vez, el 21 de septiembre de 1856, y estuvieron juntos
durante más de tres horas. Aquella noche, Alberto anotó en su diario “Ella nos
ah mostrado todos los defectos de nuestro sistema sanitario actual y las
reformas necesarias que es preciso llevar a cabo. Es modesta en extremo; nos ha
gustado mucho”. Y aquél no sería el único encuentro. La señorita Florence
Nightingale fue invitada a Balmoral muchas veces más, y a menudo acompañó a los
soberanos al culto dominical. Y si esto puede parecer normal, dado el prestigio
alcanzado por Florence no es tan normal
el que la misma reina Victoria fuese a visitarla, cuando ella era huésped de un
amigo suyo en el castillo de Birk Hall, también en Escocia, a poca distancia
del castillo real de Balmoral. La reina llegaba completamente sola en un
calesín tirado por un “pony”; algunas veces invitaba a la señorita Nightingale
a dar un paseo juntas y otras bajaba del calesín y permanecía durante un largo
rato en la casa; tomaban el te en una atmósfera de simpatía.
UN ADJETIVO QUE COSTÓ
CARO. Aunque no fuese consecuente con su carácter demostrar una repentina
familiaridad, la reina Victoria quiso, con sus visitas, dar la sensación a
Florence de que buscaba su amistad. Y se lo demostró consintiendo que se
encontrase en Balmoral con su primer ministro, Lord Pamure, al que la señorita
Nightingale presentó una relación con los proyectos para la reforma de los hospitales. En aquella
entrevista consiguió que, entre otras cosas, fuese demolida la construcción, ya
muy avanzada, del nuevo gran hospital Netley. Según los estudios de Florence,
el proyecto estaba completamente “equivocado”. Y como un eco, la reina repitió
“equivocado”; y por último, el primer ministro se rindió y acabó repitiendo
aquel “equivocado”, aunque existiesen setenta mil razones válidas para no
decirlo; las setenta mil libras esterlinas que costaría la demolición del
edificio y el empezarlo de nuevo. Por consiguiente, aquel “equivocado” fue un
adjetivo demasiado caro.
FOTO 010 Reproducción de la condecoración que la reina
Victoria entregó a Florence Nightingale a su vuelta de la guerra de Crimea
LA CRUZ ROJA está
considerada como obra de Florence Nightingale por algunos estudiosos que poseen
vagos conocimientos de la historia de la asistencia médica sanitaria. Sin
embargo, es bien sabido que la convención de Ginebra y el comité internacional
de la Cruz Roja fueron creados por un banquero suizo, Jean Henry Dunant. No
obstante, fue justamente él, con su generoso reconocimiento, quien dejó surgir
el equívoco que provocó el error. Después de la guerra franco-prusiana, en
1872, fue invitado a Londres para explicar, en una conferencia, cómo había
nacido la nueva organización mundial. Y empezó así sus declaraciones: “Soy
conocido como el fundador de la Cruz Roja y el creador de la convención de
Ginebra. En cambio, el honor de todo esto corresponde a una mujer inglesa. Me
he inspirado en la obra de la señorita Florence Nightingale en Crimea”.
FOTO
011 Florence Nightingale con su hermana y su cuñado, lady Verney y sir Harry
Verney. Eran los parientes a los que la señorita Nightingale estuvo más ligada,
durante los últimos treinta años de su vida. Cuando lady Verney murió, sir
Harry continuó tributando a su ilustre cuñada una amistad devota y profunda.
Era una manera de satisfacer el amor propio de los ingleses
y también atribuir, con objetividad, el reconocimiento que Florence había merecido:
probablemente sin su apostolado la Cruz Roja no hubiese nacido, por lo menos en
la época y en los momentos en que nació.
“DIOS NO ES MI
SECRETARIO PARTICULAR”
Llegó un momento, cuando los años empezaron a pesar sobre
ella y el cansancio enflaquecía sus fuerzas, en el que su obra, tumultuosa a
causa de las grandes reformas, pareció estancarse. Después de haber
trasformado, ayudada por unos pocos, toda la concepción de la asistencia
hospitalaria, haciéndola más humana, más ágil, y adaptándola a la evolución de
los tiempos, ¿qué habría sucedido si, como ella se temía, nadie, cuando su vida
llegaba al ocaso, hubiese continuado su batalla contra el sufrimiento?
Como todos los grandes místicos que, igual que ella o de
forma diferente, oían “la voz” misteriosa de la llamada, también ella, a pesar
de inquietarse y rebelarse fácilmente, acabó apaciguándose en la consolación de
la fe. Se percataba de haber sido uno de los instrumentos de la voluntad de
Dios, pero no el único instrumento. Y también las derrotas, quizá, formaban
parte de un orden universal que ella no podía pretender conocer.
FOTO
012 Florence Nightingale en edad avanzada. Una vejez larga y gloriosa, para la
combativa enfermera que vivió hasta los noventa años; e increíblemente intensa
de estudios, escritos, iniciativas, propuestas…
No le correspondía a ella, Florence Nightingale, administrar
el mundo, decidiendo cómo hubiese que atenuar las penas de los enfermos, ni
cuándo ni por qué. Alguien decidía por ella cuando sus esfuerzos fracasaban (y
fracasaban a menudo). Para que la realidad de sus limitaciones estuviera
siempre presente, en cierta ocasión lo expresó a su manera, en uno de los
muchos pedazos de papel que rellenaba por las noches y que fueron encontrados,
después a montones entre sus cosas.
Escribió: “Debo recordar que Dios no es mi secretario
particular”. Hubiera podido parecer un precepto religioso y, sin
embargo, no era más que una amonestación a su presunción, pues Florence estaba
tentada de pensar que, hiciese lo que hiciese, el cielo colaboraba con ella.
FOTO
013 Carta autógrafa de Florence Nightingale, conservada entre los recuerdos de
Claydon House.
BIBLIOGRAFÍA
Las
Inmortales. 100 Mujeres Inmortales. Florence Nightingale. Prensa Española S. A.
Presidente, Torcuato Luca de Tena y Brunet. Traducción, Blanca Luca de Tena y
Benjumea. Volumen XI. Noviembre 1971
Hospital
de Escutari y la Dama de la Lámpara. Publicado el sábado día 6 de marzo de 2010
Medalla
Florence Nightingale de la Cruz Roja. Juana Hernández Conesa. Publicado el
miércoles día 12 de mayo de 2010
Rosa
Barr “Encuentro en Sebastopol”. 1ª Parte
Publicado el domingo día 3 de octubre de 2010
Rosa
Barr “Encuentro en Sebastopol”. 2ª Parte.
Publicado el domingo día 10 de octubre de 2010
Mary
Seacole “La Nightingale Negra”. Publicado el sábado día 16 de octubre de 2010
La amiga del soldado herido. FLORENCE NIGHTINGALE. Publicado el lunes día 06 de Diciembre de 2010
Exposición
temporal de Florence Nightingale en el Museo Vasco de Historia de la Medicina y
de la Ciencia “José Luis Goti”. Publicado el domingo día 19 de diciembre de 2010
Los
Amores de Florence Nightingale. Publicado el viernes día 24 de diciembre de
2010
Una
experiencia de Florence Nightingale en Crimea. La
Seguridad del Paciente. Publicado el domingo día 26 de diciembre de 2010
La
Viajera Incansable en Busca de un Sueño. Publicado el domingo día 13 de febrero de 2011.
Victorianos
Eminentes. (Parte primera). Publicado el
domingo día 20 de febrero de 2011
Victorianos
Eminentes. (Parte segunda). Publicado el sábado
día 5 de marzo de 2011
El
orgullo de ser enfermera y mujer. Publicado el martes día 29 de noviembre de
2011
FLORENCE
NIGHTINGALE. Publicado el viernes día 3 de agosto de 2012
AUTORES:
Raúl Expósito González
Enfermero
del Servicio de Salud de Castilla-La Mancha. SESCAM
Experto
en Barberos, Ministrantes y Sangradores
Jesús Rubio Pilarte
Enfermero
y sociólogo. Profesor de la E.
U. de Enfermería de Donostia. EHU/UPV
Miembro no numerario de La RSBAP
Manuel Solórzano Sánchez
Enfermero.
Hospital Universitario Donostia de San Sebastián. Osakidetza /SVS
Colegiado
1.372. Ilustre Colegio de Enfermería de Gipuzkoa
Miembro
de Enfermería Avanza
Miembro
de Eusko Ikaskuntza / Sociedad de Estudios Vascos
Miembro
de la Red Iberoamericana de Historia de la Enfermería
Miembro
de la Red Cubana de Historia de la Enfermería
Miembro
Consultivo de la Asociación Histórico Filosófica del Cuidado y la Enfermería en
México AHFICEN, A.C.
Miembro
no numerario de la Real Sociedad Vascongada de Amigos del País. (RSBAP)