domingo, 2 de noviembre de 2014

MARI CURIE. MUJER INMORTAL



MARI CURIE. MUJER INMORTAL

La científica que logró el sensacional descubrimiento del radio

Trabajó como enfermera con su hija Irene en la Primera Guerra Mundial

FOTO 1 Marie Curie. La científica que logro el descubrimiento del radio

Por fin unas lucecitas azules brillaron en la oscuridad
En el otoño de 1902, María Curie era una mujer de treinta y cinco años con muchos problemas. Antes de nada debía de preocuparse de la economía del número 108 del bulevard Kellerman, en Paris. Allí vive con Pedro su marido; con una hija, Irene, de cinco años, y con su suegro Eugenio, médico octogenario y jubilado. Claro está que no habría gran problema si sus deberes fueran solamente los de un ama de casa. Pero María no debía limitarse a la economía doméstica y a la escrupulosa administración de los pocos francos disponibles.

Ordenar la casa, hacer las compras, llevar las cuentas y anotarlas en las distintas partes de la libreta (gastos del señor, gastos de la señora, gastos generales), es sin duda el más leve de sus trabajos. Se levanta todas las mañanas al amanecer y despacha apresuradamente los quehaceres domésticos para poder tomar el autobús y llegar a Sèvres, a mitad de camino entre Paris y Versalles, donde desde hace dos años enseña física a las jovencitas de la Escuela Superior. Pedro, entretanto, se traslada al P. C. N. de la calle Cuvier, un Instituto de Química, Física y Ciencias naturales, anexo, a la Sorbona. Terminadas las lecciones se encuentran en Paris en la calle Lohmond, donde les ha sido cedido un viejo cobertizo, con el techo estropeado y el pavimento desigual, para ciertos tenaces y fatigosos experimentos de física que implican el tratamiento de quintales de detritos minerales.

Por la tarde, cogidos del brazo, los esposos vuelven a su casa. Finalmente debería llegar la hora del reposo si no fuera porque María aún debe preparar la cena, y después, venciendo el sueño, contempla embelesada a su hija, Irene, dormida, para un poco más tarde entregarse de lleno a sus difíciles trabajos y publicaciones de Física y Química, indispensables para su tesis doctoral.

A la mañana siguiente, al amanecer, vuelta a empezar. Entre marido y mujer, los esposos Curie ganan alrededor de unos ochocientos francos, que apenas llegan para los gastos de la familia y para proseguir los experimentos en el miserable laboratorio de la calle Lohmond, que años antes utilizaban los estudiantes de Medicina como sala de disección, pero que desde hace tiempo se abandonó por inservible.

En estos extraños experimentos, María asume la faena más fatigosa: “la faena del hombre”. Mientras su marido se dedica a los experimentos más delicados, ella se reviste de una bata manchada por los ácidos y se pone a trabajar con los detritos de un raro mineral, la pecblenda, que solamente se puede encontrar en Bohemia, concretamente en Jachimov, en los Montes Metalíferos, y que ellos dos han podido conseguir nada menos que gracias a la intervención del emperador austriaco Francisco José, propietario de la mina.

Completamente sola, envuelta en humo que quema la garganta y los ojos, María se encarga de una labor que ocuparía a cuatro o cinco operarios. Debe llenar unos grandes crisoles con veinte kilos de mineral, transportar los recipientes, trasegar los líquidos, remover durante horas y horas la materia en ebullición en los grandes envases de hierro. En la primavera de 1898, María ha intuido que en aquel mineral existe una materia capaz de emanar radiaciones ignoradas. Durante cuatro años ha estado trabajando ahincadamente en el patio, sin arredrarse ante el frío del invierno ni ante los calores del verano; llegó a tratar, por medio de sucesivas fusiones, ocho toneladas de residuos de pecblenda, entre los cuales debería haber aparecido el misterioso elemento.

Otro químico, André Debierne, había tenido la buena suerte de descubrir entre aquellos mismos residuos un principio desconocido, el atinio. María, en cambio, a pesar de todos los esfuerzos realizados, no había logrado demostrar aún la verdad de lo afirmado el 12 de abril de 1898, en una memoria presentada a la Academia Francesa de Ciencias. Para entonces el trabajo más duro y enojoso ha concluido; María no debe permanecer por más tiempo en el patio siguiendo de cerca los experimentos, envuelta en los humazos que exhalan los grandes recipientes con el material en ebullición. Después de cuatro años de fatigas, ha llegado al estadio de la purificación y de la cristalización fraccionada de soluciones fuertemente radiactivas. Trabaja en el interior de la cochera, pero las dificultades continúan: por las mil y una rendijas penetrar partículas de hierro y de carbón; es muy difícil obtener el resultado cabal que María pretende. Aislar el radio, en aquellas condiciones, parece intentar el absurdo. Se han sucedido los días, los meses, los años.

María no sabe lo que es renunciar, aunque lagunas veces, en su casita de las afueras de Paris, se ha sentido cansada. Y en la lasitud física se acrecientan sus dudas. ¿Logrará aislar el misterioso elemento? ¿O, por el contrario, las absurdas condiciones de trabajo habían hecho baldío todo el enorme esfuerzo? Entretanto son ya las nueve de la noche. El viejo suegro se ha retirado a sus habitaciones. María ha bañado a la pequeña Irene. La ha metido en la cama y la arrulla mientras se duerme. Por fin llegó un momento de serenidad y de paz. Después, la mujer se vuelve al lado del marido, quien la espera impacientemente, casi celoso de las atenciones que dedica a su hija, y masculla:
Parece que sólo te preocupas de la niña, y te olvidas de mí.

María no responde; se sienta al lado de su esposo y se dispone a terminar la orla de un delantalito para la pequeña. Pedro no puede estar encerrado y pasea nerviosamente por la estancia. Después de algunos minutos de silencio, al fin se decide:
Lo siento María. ¿Qué te parece si vamos un momento allí? La esposa levanta los ojos de la costura. Ha comprendido el deseo de Pedro. El “allí” forma parte de su lenguaje familiar. María va a la habitación donde descansa su suegro, y le ruega que cuide a Irene. Después, del brazo de su esposo Pedro, van a pie y recorren las pobres calles de aquellos arrabales hasta la de Lohmond, donde está el laboratorio.

Ya han llegado. Atraviesan el oscuro corral; Pedro abre la desvencijada puerta. “No enciendas la luz” le pide María con ardor, pasándole la mano por el hombro. Después añade: “Pedro, recuerdo ahora un día que me dijiste: “¿Te gustaría que el radio tuviese un color precioso?” Los esposos empujan la puerta, se adelantan hacia la cochera con cuidado de no tropezar. Pero he aquí que los hermosos destellos del radio atraviesan los cristales, brillan azulados y fosforescentes, como colgados en las tinieblas:
“Mira, mira…¡qué maravilla! murmura María”.

Avanzan a tientas. María encuentra una silla de paja y se sienta, silenciosa, en la oscuridad. Pedro le acaricia con una mano sus rubios cabellos. Ambos miran los misteriosos destellos de aquella luz: el radio, su radio. Paladean sin una sola palabra la felicidad de su descubrimiento. Después, cogidos de la mano, los Curie abandonan el cobertizo, y lentamente tornan al bulevar Kellerman, por las calles a aquella hora desiertas. Una gran paz les envuelve, pero ellos no se percatan de nada. Sus corazones exultan de alegría. La larga espera se ha convertido en realidad. Su trabajo ha sido por fin coronado por el éxito.

Cerca de un año después, Pedro y María Curie reciben esta carta, escrita el 14 de noviembre por el profesor Aurivellius, de Estocolmo:
La Academia sueca de Ciencias, en su sesión del 12 de noviembre, ha tomado la decisión de otorgarles, por mitades, el Premio Nobel de Física de este año, como testimonio de su aprecio por vuestros comunes y extraordinarios experimentos sobre los rayos Becquerel. El 10 de diciembre, en la solemne reunión general, serán publicadas las decisiones (que hasta aquel momento deberán ser mantenidas en riguroso secreto) de las distintas comisiones encargadas de fallar los premios, y en la misma ocasión se entregarán los premios y las medallas de oro. En nombre de la Academia de Ciencias les invito a asistir a tales reuniones, para recibir personalmente el galardón que se les ha concedido”.

FOTO 2 La mesa de Madame Curie en el Instituto del Radio de París

Toda una vida de trabajo
María Curie, “física francesa, Premio Nobel de Física en el año 1903 y de Química en 1911”, según nos dice textualmente el sexto volumen de la última edición (1970) de la Enciclopedia Británica.

No hay error en esta parca nota que nos proporciona una información a todas luces insuficiente. María Curie es la misma María Sklodowska, nacida el 7 de noviembre de 1867 en Varsovia, en la plazuela de la calle Freta, donde había un pensionado de señoritas, dirigido en aquellos tiempos por su madre, nacida en Boguski y casada con el profesor de Física Vladislao Sklodowski, al cual le había dado ya un hijo y tres hijas. Sus padres eran polacos no sólo por nacimiento, sino también por origen. El hecho de que en aquel momento fueran considerados como súbditos rusos era sencillamente consecuencia de uno de los tres repartos que las grandes potencias habían realizado de aquel desventurado país entre 1772 y 1795. Ser polaco ya no era un derecho; era una condición desesperada y difícil, y no solamente para quien intentase dar a sus actividades un contenido político. Ser polaco era difícil para los escolares, peligroso para los profesores. Siguiendo un proceso típico de desnacionalización, su lengua había sido suprimida oficialmente.

El polaco aún se utilizaba, verdad es, en la intimidad del hogar, entre los distintos miembros de la familia, o con amigos de confianza. Pero en las escuelas los funcionarios rusos ejercían un inflexible, constante, inexorable control para que los profesores desarrollaran sus programas en lengua rusa. María crece, pues, en un ambiente en el cual la represión era imperiosa, si bien por su tierra edad no le supuso ningún perjuicio directo. Por el hecho de ser polaca, y de que su padre había sido premiado en San Petersburgo, éste encontró el modo de aprender perfectamente el ruso, y se lo había enseñado a sus hijos. Pero en realidad la exagerada imposición de la lengua del opresor y la circunstancia de que perteneciera a una familia en la que el estudio y los libros eran el pan de cada día, hacían más penosa e insoportable la injusta opresión.

Como María dominaba a maravilla el ruso, la pequeña era presentada como modelo cuando el odioso comisario llegaba por sorpresa a la escuela para una inesperada inspección. Por otro lado, su rápido progreso en los estudios y en la libre conquista del saber, encontraban obstáculos en las severas limitaciones impuestas por los ocupantes. A los niños, una vez acabados los estudios medios, no se les consentía continuar con los superiores o universitarios, a excepción de hacerlos en el totalmente rusificado Ateneo de Varsovia. Los libros que se podían conseguir legalmente eran solamente rusos: informaciones y saberes hallábanse sometidos a una severa censura, que con su control moroso retrasaba o impedía el acceso a cualquier linaje de conocimientos, especialmente los científicos.

La Providencia había dotado a la pequeña María de una precoz inteligencia (a los cuatro años había aprendido a leer sola) y de la manera de acercarse fácilmente a la cultura, pues el ambiente natural de su familia era la escuela. Pero desde niña su sensibilidad se avezó a exacerbarse ante “los miles de imposibilidades” que se interponían entre ella y su vehemente ansia de saber. Con pedagógica prudencia, sus padres intentaban inducirla al descanso y a los juegos al aire libre: lo propio de su edad. La pequeña, sin embargo, se sentía misteriosamente atraída por todo aquello que significase conquistar nuevos conocimientos. Pero más que otras maravillas, le fascinaba una vitrina del salón donde su padre, profesor de Física, había colocado cuidadosamente algunos de sus aparatos y algunas piezas de su colección científica: un barómetro, un electroscopio, tubos de vidrio, balanzas de precisión, moldes para vaciar minerales.

“Aparatos de Física, le había explicado su padre”; pero no bastaron aquellas palabras para satisfacer su curiosidad. Apretando la nariz contra la vitrina, María estaba incubando, desde pequeña, lo que sería el gran amor de su vida.

La juventud de María no fue de las más sosegadas y felices. A los nueve años conoce por primera vez el dolor. Su hermana mayor, Zosia, muere de tifus. Su familia pasa después estrecheces económicas, pues se han agotado todos los recursos, primero con los préstamos al cuñado para realizar inversiones extravagantes, después para curar a la madre, enferma de tuberculosis. Pero es inútil todo sacrificio: la señora Sklodowska muere en 1878, cuando la menor de sus hijas aún no había cumplido los once años.

María juzga el golpe incomprensible, duro, injusto. Se sentía separada del buen Dios al cual había pedido desesperadamente ayuda y protección en los años de la infancia, rezando con fervor en la iglesia de Santa María. Le falta la fe intrépida que necesitaría para aceptar con resignación y confianza aquellas tribulaciones a las cuales se añadió el trágico fin del hermano de una compañera suya de clase, Leonia Kiniska, acusado por los rusos de haber participado en un complot; y además su padre veía acrecidas sus dificultades pecunarias al ser despedido de un trabajo que le deparaba cierta tranquilidad: dramática situación que los rusos nunca conocieron.

María no cede; comprende claramente cuál es su deber y el 12 de junio de 1883 consigue el premio más importante, la medalla de oro, el premio del colegio, que es un broche maravilloso como remate a sus estudios. Pero algo parece haber cambiado en ella. Los dolores, las injusticias, los sufrimientos levantan en la joven una orgullosa indiferencia hacia todo lo que la rodea, cuando no se trata de su familia y de sus estudios. Se siente separada de los demás, olvida al Dios de sus padres porque permite tantas injusticias en su Polonia natal. Casi inconscientemente se separa de sus compañeras; ha sufrido tan lacerantes desgracias que comienza a nacer en ella una vocación fanática por lo que cree inalterable: por las ciencias exactas. Papá Sklodowski se da cuenta de que su última hija ha crecido con estrecheces y ha soportado responsabilidades enormes para su edad. Por tanto, decide que maría, ya terminado sus estudios, disfrute de unas largas vacaciones y la manda durante más de un año a visitar a los parientes que viven en Polonia, una familia patriarcal de la pequeña nobleza rural.

Aquí María siente la embriaguez despreocupada del nuevo ambiente; aquí retorna a los dulces años de la adolescencia, aquí va a aprender los bailes populares. Pero es solamente un breve paréntesis que debe ser olvidado. María piensa que es el momento de ser útil a la familia. Sobre todo, quiere ayudar a su hermana Bronia a realizar el sueño de su vida, es decir, ir a Paris a estudiar Medicina en la Sorbona, porque en Varsovia está prohibido a las mujeres. El plan de María es sencillísimo; dará clases a los niños del Instituto, hará valer su diploma con medalla de oro. Escribe a mano un anuncio y lo distribuye por todas partes: “Recién diplomada da clases de Aritmética, Geometría y Francés. Precios módicos”. Y así procura ganar cada año los cuatrocientos rublos necesarios para mantener a Bronia en Paris. Por desgracia, la áspera realidad es bien distinta; los anuncios no dan resultado; por el contrario, sobreviene la humillación de vanas esperas, de esperanzas perdidas, de nerviosas caminatas por las heladas calles de la ciudad. Pero de rublos nada. No obstante, maría había fijado su plan de acción y no lo abandona. Se presenta en una agencia de empleo y busca un puesto de institutriz con cualquier familia pudiente. Podrá comer gratis y tendrá un sueldo; por lo menos podrá ahorrar los 400 rublos anuales que necesita Bronia. En el porvenir, ni las privaciones ni el orgullo de los ricos harán flaquear las inquebrantables determinaciones de la indomable joven.

Desde enero de 1886 hasta la primavera de 1890, durante más de cuatro años, María se convierte en sencilla institutriz de una familia: En una de estas casas encontrará el amor, entorpecido por los señores, los cuales juzgan inconcebible que su primogénito quiera casarse con una muchacha sin dote y de una categoría social inferior. Quizá esta desilusión es la que lleva más tarde, después de una última explicación con el indeciso enamorado, a intentar a su vez el viaje a Paris. Entretanto Bronia se ha casado con un médico polaco, Casimiro Dluski, y María ya no tiene necesidad de la ayuda de su padre y de su hermana. Piensa en trasladarse definitivamente al extranjero, pero antes pretende restituir cuanto ha necesitado. En el invierno de 1889, trabajando en casa de una familia de Varsovia que le deja algún tiempo libre, María ha encontrado la manera de ayudar a hacer sencillos análisis de laboratorio, en una humilde habitación de un “Museo de Industria y Agricultura” que aparece, ante la mirada inquisitorial de los rusos, como un secreto cenáculo científico de los jóvenes polacos. Ha comprendido cuál es su obligación.

FOTO 3 Medallas conmemorativas de los dos premios Nobel y billetes con su cara

Se sobrepone incluso al dolor de tener que abandonar a su anciano padre, que se quedará solo en Varsovia. María ha decidido. Toma un billete de tercera (después pasará a cuarta clase con el fin de ahorrar algo); adquiere un baúl en el cual envía a Paris lo poco que posee (algunos objetos personales), y guarda los pocos rublos que le quedan. Marcha a Paris donde la esperan, en un piso de la calle de los Alemanes, su hermana Bronia y su cuñado Casimiro Dluski. Ahora que ya no debe sacrificarse por nadie, puede entregarse por completo al estudio.

PARÍS
En octubre de 1891, María tiene casi veinticuatro años y ha perdido cinco en ayudar a los demás y ganar unos pocos rublos. Aún no sabe bien cómo obrar, pero pensará solamente en sí misma, es decir, en la investigación científica que hasta ahora la había sido vedada. Desde su llegada a Paris desaparece por completo aquella persona que había sido María: una voluntariosa, pero desgraciada muchacha de Varsovia. Se matricula en los cursos para la licenciatura de Física, y firma la solicitud con este nombre: María Sklodowska. Desde el primer momento ha adoptado la grafía francesa; y es que, casi inconscientemente, intuye que esta tierra llegará a ser su única patria. Se encuentra angustiada por la convicción de que ha perdido demasiados años, teme que le falte la posibilidad de recuperar su baldía e inacabable espera. Ha conseguido estudios en la Sorbona, que en aquel fin de siglo era el centro más importante del saber, y debe aprobar. Se ha fijado un programa preciso. Descubre de pronto que viviendo en casa de los Dluski (donde se reúnen tantos emigrados polacos y donde se discuten múltiples temas y problemas) nunca podría realizar el plan que deliberadamente se había impuesto. Por ello prefiere alquilar una habitación en la calle Flatters, cerca de la Sorbona; y allí se encierra sola, en miserable aislamiento, en la inopia más absoluta.

Vive en la pobreza de una habitación donde no se ve más que una cama y una mesa para los libros. María se prepara para sus exámenes de licenciatura, perfeccionando sus conocimientos, haciendo progresos en francés y completando sus fragmentarios conocimientos científicos, adquiridos un poco confusamente sobre los textos más dispares.

En la soledad, nutre su tenacísima lucha por conquistar aquello que sabía que le había sido siempre negado; se olvida hasta de comer, renuncia a todo lo que es la vida para las mujeres jóvenes; sólo se acuerda, con afecto inalterable, de los familiares y de los pocos amigos que ha dejado en Polonia. La verdad es que parece increíble; por medio de este tremendo y solitario esfuerzo, concentrado en el anhelante quehacer de pocos meses, María, la expatriada polaca de cabellos rubios, que lleva una vida de ermitaña, logra en julio de 1893 el primer puesto en la licenciatura de Física. Gracias a una amiga polaca, la señora Dydynska, consigue una beca “Aleksandrovic”, dotada con seiscientos rublos, y puede quedarse en Paris y obtener en un solo año la licenciatura en Matemáticas, logrando el segundo puesto entre todos los estudiantes.

Gracias a sus extraordinarias calificaciones, la Sociedad para el desarrollo de la industria francesa la comisiona para que realice más estudios sobre las propiedades magnéticas del acero; de esta manera María podrá continuar sus investigaciones en París y no volver así definitivamente a Varsovia, como hubiera ocurrido si le faltaran los medios para vivir. Para llevara a cabo los trabajos que le han sido encargados, María necesita un pequeño laboratorio, donde puede efectuar sus experimentos. Providencialmente, el profesor Kowalski, un polaco que enseña en la Universidad de Friburgo, le presenta, mientras está de visita en París, a un joven científico francés, Pedro Curie, jefe de estudios de la Escuela de Física y Química, emplazada en la calle Lohmond. Quizás él podría encontrarle un sitio para que ella realice sus experimentos.

Esta relación puramente fortuita, determinada por una momentánea necesidad de trabajo, va a ser el arranque de un idilio maravilloso entre estos dos jóvenes que “quizá porque cada uno de ellos hubiese sufrido el desencanto del primer amor” han buscado en la ciencia el refugio para sus sueños y esperanzas.

Pedro ve acaso en la joven la mujer ideal, la compañera de estudios y experimentos, capaz de un impulso igual al que le anima a él, ideal para comprender y entender, gracias a su segura y completa formación científica, sus hipótesis y sus teorías.

A los treinta y cinco años, Pedro Curie es ya célebre en su ambiente, por sus estudios y descubrimientos hechos en colaboración con su hermano Jacobo o bien solo: del cuarzo piezoeléctrico hasta el principio de simetría, desde la balanza Curie a las leyes Curie. Pero Pedro teme que la joven polaca vuelva a Varsovia para siempre, intenta estrechar su amistad con ella, intenta hacerle prometer que retornará en el otoño a París. Finalmente le propone en matrimonio. Quizás temiendo ser herida una vez más, María no acepta la proposición, se excusa, pierde tiempo, y por fin sale para Varsovia, vuelve junto a su padre y a los suyos, casi para encontrarse de nuevo en el ambiente de su juventud, entre los afectos y los intereses que parecían perdidos; lo hace, en el fondo, para defenderse del inevitable, del apasionado, fiel y sincero amor de Pedro. Sin embargo, éste no cede, continúa escribiéndole, se dice incluso dispuesto a contentarse con una especie de “comunión científica” para que vuelva a París. Y María no sabe resistirse. Aquella obstinación “positivista” que hay en ella no puede hallar justificación alguna, porque el hombre que la ama es también un científico al que admira. En fin, María vuelve a parís, acepta la proposición de Pedro, acepta ser la compañera de su vida. El 26 de julio de 1895, en el municipio de Sceaux, la joven polaca se transforma en la señora María Curie. Con este nombre pasará a la historia.

FOTO 4 La casa donde vivió al enviudar en Sceaux, Francia

Los esposos pasan la luna de miel visitando la Isla de Francia, pasean en bicicleta, restauran su ingenua sed  de vivir el vagabundeo que se logra a la vera de la naturaleza que ellos tanto aman: serán éstas las humildes, únicas y alegres vacaciones de toda su vida. Después vuelven a París, se instalan en su piso de tres habitaciones en la calle Glacière, y comienzan su vida en común, su unión humana y científica.

Al cabo de un año, en julio, María se presenta a oposiciones para profesora de enseñanza media, y obtiene el número uno. Pero no se duerme en los laureles; todavía quiere proseguir. Para ella, toda etapa alcanzada es motivo y pretexto para superarla. No son impedimento los problemas familiares; no importa si debe ser al mismo tiempo ama de casa y científica; no importa si el 12 de septiembre de 1897 nace su primera hija, Irene Curie; no importa si su salud se quebranta, si incluso alguien teme que aquella frágil mujer fuerte pueda contraer la tuberculosis. María vence todos los obstáculos con una admirable fuerza de voluntad. Termina su monografía sobre la calamita, después se dedica al estudio del poder de ionización de los rayos del uranio, aplicando el método Curie. Se ha propuesto obtener cuanto antes el doctorado en Física, aunque tenga que llegar al último extremo de la escala de los sacrificios.

Interesada por una comunicación presentada en el 1896 en la Academia Francesa de Ciencias, por Henri Becquerel, María procura dedicar sus propios esfuerzos a esta apasionante, desconocida materia de las emanaciones naturales de algunos cuerpos. Becquerel había examinado las sales de uranio, verificando que emitían espontáneamente, sin la previa acción de la luz, ciertos rayos de naturaleza desconocida. Un compuesto de uranio, colocado sobre un clisé envuelto en papel negro, impresionaba el clisé a través del papel. Y, como los rayos X, estos de uranio descargaban un electroscopio, haciendo conductora la zona inmediata.

María se propone ahora descubrir de dónde proviene la energía que los compuestos de uranio emanan constantemente bajo forma de radiaciones. Pedro, después de muchos esfuerzos, había logrado que ella trabajara en un cuchitril de la Escuela de Física y Química. Consiguiendo un material exiguo (una cámara de ionización, un electrómetro Curie, un cuarzo piezoeléctrico), María examina tenazmente las pocas muestras de mineral de que dispone. Descubre que la insólita radiación es proporcional a la cantidad de uranio contenida en los componentes examinados, y que tal radiación, mensurable con precisión, no está influida por el estado de las combinaciones  químicas del uranio ni por circunstancias anteriores, tales como la luz o la temperatura. Sucesivamente procede al examen de todos los cuerpos químicos y comprueba que las sales de torio emiten rayos espontáneos, semejantes a los del uranio, y de análoga intensidad. María propone denominar radioactividad a esta propiedad, y radioelementos a los cuerpos que están de ella dotados. Prosiguiendo en su búsqueda, descubre que los minerales de torio y de uranio poseen radioactividad bastante más fuerte que aquella que cabría suponer partiendo de la cantidad de torio o de uranio que contengan.

Primero piensa en un error en el cómputo del experimento; después, tras cientos y cientos de comprobaciones, llega a la conclusión de que los minerales contienen en realidad una materia radioactiva que es al mismo tiempo un elemento químico todavía desconocido, un cuerpo nuevo. En una comunicación a la Academia Francesa de Ciencias, presentada por el profesor Lippmann y publicada en la sesión el 12 de abril de 1898, María Sklodowska Curie anuncia que dos minerales de uranio, la pecblenda (óxido de uranio) y la calcolita (fosfato de cobre y de uranita) son mucho más activos que el mismo uranio. El hecho exige atención e induce a creer que estos minerales pueden contener un elemento mucho más activo que el uranio.

Y éste es el primer anuncio del descubrimiento del radio: con su intuición, María ha revelado la existencia de una sustancia desconocida. Pero no bastan las palabras, no es suficiente la demostración lógica: necesita probar que el radio existe. Desde aquel momento, desde que los experimentos de su mujer han salido de la normalidad de unos estudios destinados a una tesis doctoral, para convertirse en una difícil y extenuativa investigación, Pedro Curie se une a María en el angosto y húmedo laboratorio de la calle Lohmond. Desde mayo de 1898, y durante ocho largos años, hasta la dramática muerte del científico, esta solidaridad de pesquisas y de estudios se desarrolla y se entrelaza de tal manera que es imposible y sería injusto distinguir cuál fue la aportación de uno y de otro en los sucesivos descubrimientos. Desde el momento en el que la relación científica se desarrolla bajo la fórmula “nosotros” o “uno de nosotros”, indica que la búsqueda, la investigación, el mérito de los descubrimientos son comunes, y en cierto sentido unívocos. Así lo quería María, inclusive  cuando continuó sola su intrépida lucha por la conquista científica.

Primer resultado: los Curie descubren que la radioactividad se encuentra en dos fracciones químicas de la pecblenda, en dos cuerpos distintos. El primero en ser aislado, en el verano de 1898, recibe el nombre de polonio en homenaje a la patria de María: constituye una especie de orgullosa afirmación de la nobleza intelectual y científica de su infortunado país natal. Los trabajos de los dos esposos, con la colaboración temporal de G. Bémont, progresan claramente, sobre todo cuando en la sesión del 26 de diciembre de 1898 pueden anunciar a la Academia Francesa de Ciencias: “Las diversas razones que habíamos enumerado nos inducen a creer que la nueva sustancia radiactiva es propiamente un elemento nuevo, el cual proponemos bautizar con el nombre de radio”.

La nueva sustancia radiactiva contiene ciertamente bario en una enorme proporción; sin embargo, la radioactividad es considerable. La radioactividad del radio debe ser, pues, enorme. Ahora el descubrimiento del radio está asegurado, aunque falta la manera de demostrarlo debidamente a la ciencia oficial. Polonio y radio están contenidos especialmente en la pecblenda, un mineral raro que se extrae de Sankt Joachimsthal (hoy Jachimov), los Montes Metalíferos de Bohemia. La región forma parte del imperio austro-húngaro. Los Curie suponen que el radio se encuentra en este mineral quizás en la proporción del 1 por 100; se necesitan, pues, grandes cantidades de pecblenda para poder aislar el polonio y el radio en cantidad apreciable. Se enteran de que una vez extraído el uranio para las necesidades de la industria del vidrio, en Santk Joachimsthal los residuos de pecblenda quedan amontonados en un terreno abandonado, al lado de un bosque de pinos.

Pedro y María no tenían nada, pero su fuerza de persuasión fue tal que allanaron todos los obstáculos. Después de muchas gestiones inútiles, obtuvieron finalmente para sus experimentos buena cantidad de madera abandonada en los alrededores del pequeño laboratorio de María, en la calle Lohmond. Aquello no le servía a nadie; de modo que el profesor Schutzenberger, director de la escuela de Física y Química, consiente que los esposos Curie la utilicen. También han escrito al profesor Süs y a la Academia de Ciencias de Viena, e inesperadamente llega la respuesta: admitiendo las sugerencias de los científicos, el Gobierno austríaco, propietario de la minería de Santk Joachimsthal, ha decidido poner a disposición de los investigadores franceses una tonelada de vidrio de pecblenda, a condición de que los interesados paguen los gastos del transporte. María y Pedro empeñan sus últimos bienes, y por fin, después de larga espera, de un carro de caballos se descargan, en el patio de la calle Lohmond, los sacos que contienen mineral de pecblenda.

Comienza aquel día heroico, el hercúleo trabajo de investigación. Solos, sin medios, sin ayudantes, Pedro y María Curie investigan desde 1898 a 1902 con aquella primera tonelada y con otras siete que han logrado procurarse sucesivamente. Pedro se encarga de precisar las cualidades del radio. María se dedica a los agotadores tratamientos químicos que permitían obtener las sales de radio puro.

Los esfuerzos, guiados únicamente por la intuición y por la pasión científica, duraron cincuenta y un meses. Cuatro años largos de sacrificios sobrehumanos, de fatigas materiales, de desesperantes desilusiones. Se sabrá más tarde que en los residuos de pecblenda la proporción del radio no es del uno por ciento, sino inferior al uno por millón. Como un peón, remueve y transporta María el material para calentar los recipientes de fusión; así se llega gradualmente a la purificación y a la cristalización fraccionada de soluciones intensamente radioactivas. Pero los resultados tardan en aparecer; en el 1900 un químico, colaborador suyo, André Debierne, descubre en los residuos de pecblenda un nuevo elemento, el atinio, mientras solamente en septiembre de 1902 los esposos Curie logran finalmente aislar un decigramo de radio puro y determinan en 226 el peso atómico de la nueva sustancia.

FOTO 5 Los hijos de los Sklodowski: Zosia, Hela, María, José y Bronia. Los esposos Curie con Irene

La increíble aventura de la joven polaca, que durante cuatro años había debido trabajar en empleos poco menos que serviles para sobrevivir y poder, siquiera, soñar; parece concluir de este modo, felizmente, como en el final de un folletín. En realidad, ya desde septiembre del 1900 María pudo contribuir a los gastos familiares, enseñando Física en la escuela de señoritas de Sèvres. Y entonces los dos esposos obtienen un crédito de 20.000 francos para proceder a la extracción del material radiactivo de costosos minerales: así pueden adquirir otras cinco toneladas de pecblenda. Ambos son invitados a dar una conferencia en Londres.

María termina la preparación de su tesis, y se presenta el 25 de junio de 1903 a la Sorbona, donde la mantiene: “Búsqueda de las sustancias radioactivas”, que le ha costado cinco años de sacrificios. El tribunal, presidido por su viejo maestro, el profesor Lippmann, le otorga el título de doctor en Ciencias Físicas con la nota “cum laude”. A los treinta y seis años, María ha alcanzado la meta que se había propuesto; pero, debilitada por los esfuerzos y por los sacrificios, no soporta  un segundo embarazo, y aborta. Convaleciente aún, no puede acompañar a su marido a Londres para la solemne entrega de la “Medalla Davy”, el primer reconocimiento oficial que el mundo de la ciencia otorga a los esposos. Ellos no han recogido en Francia el fruto de sus trabajos y descubrimientos, pues la ciencia académica, los viejos santones, intentan desalentarlos con la indiferencia y el desprecio. Se niega a Pedro la entrada en la Academia de Ciencias, lo que les aseguraría algún bienestar económico; en el preciso momento en que podrían y deberían proseguir sus investigaciones, los Curie no logran resolver sus problemas pecuniarios inmediatos. Pero en Suecia se reparará esta injusticia.

En la reunión del 12 de noviembre de 1903, la Academia de Ciencias de Estocolmo otorga el premio Nobel de Física, el cual comparten Henry Becquerel y los esposos Curie. Pedro y María no pueden presentarse en Suecia para la ceremonia oficial, pero el altísimo reconocimiento extranjero había resuelto inesperadamente todos sus problemas. El 2 de enero de 1904 llega a París desde Estocolmo la cantidad de 70.000 francos. Toda Francia, conmovida por aquel ejemplo emocionante, se interesa ahora por el inteligente científico y su extraordinaria esposa. Pedro Curie obtiene la cátedra de Física de la Sorbona, y lo que más le alegra; las pequeñas habitaciones para el laboratorio en la calle Cuvier; mientras María es nombrada su jefe de estudios con una asignación de 2.400 francos al año. Marido y mujer reciben otros 50.000 francos (mitad del premio Osiris). El 6 de diciembre de 1904 nace su segunda hija, Eva, que será quien escriba la grandiosa biografía de su madre. Los problemas aparecían ahora completamente resueltos.

Los esposos pudieron continuar trabajando sin más preocupaciones económicas en sus estudios sobre las sustancias radioactivas. Pedro, finalmente, ingresó en la Academia Francesa de Ciencias, que, como sabemos, lo había rechazado en un principio. María pudo vivir con su familia en una casa en las afueras, si no bonita, al menos con jardín para las niñas. Pudo pagar las cuentas, pudo ayudar a los que la habían querido bien, pudo devolver a la fundación Aleksandrovic los seiscientos rublos que le habían sido entregados doce años antes, y que le habían permitido conseguir su licenciatura en Matemáticas. Al mismo tiempo quiere realizar su ideal: ayudar a los jóvenes polacos, que deseaban recorrer el camino que ella había ya hecho. No es por vanidad por lo que los Curie rechazan, ahora que han alcanzado una fama mundial, los homenajes y los loores, sino por un hecho sencillo: la necesidad de contemplar el futuro con serenidad.

Pero esta increíble tranquilidad va a durar demasiado poco. En la tarde del 19 de abril de 1906, mientras se dispone a atravesar, bajo la lluvia, la pequeña calle del Delfín, Pedro Curie es atropellado por un gran carro, tirado por dos caballos normandos y conducido por un tal Louis Menin, y sucumbe bajo el carro sin que los caballos lo golpeen; pero una de las pesadas ruedas le machaca la cabeza. En un instante todo ha terminado. Hasta la noche, cuando volvió a casa después de hacer algunas compras, no se enteró María de la desgracia. Su mundo queda totalmente destruido; dijérase que un hado hostil quisiera castigarla por su éxito, por su descubrimiento, por su amor dichoso y afortunado. Son días terribles, pero hasta en la tragedia se revela el maravilloso valor de esta impávida mujer, que no duda en reemprender la lucha para alcanzar por sí misma los resultados que se había propuesto lograr ayudada por su esposo. Dificultades, incomprensiones, maldades, celos, tantas cosas que intentan romper los indomables propósitos de la polaca desde que obtuvo el encargo de continuar en la Sorbona los cursos de su marido.

FOTO 6 Irene y Marie Curie con trajes de enfermeras en la Primera Guerra Mundial. Pequeños Curie. María Curie al volante de su Renault radiológico

Más nadie logrará doblegarla. Compra una casa con jardines en Sceaux, a algunos kilómetros de París, para su viejo suegro y para las niñas. Resueltos los problemas familiares, empieza a luchar para lograr la creación del Instituto del Radio. Desde América le llega la concesión del premio Carnegie, que le permite prestar ayuda a los estudios de sus nuevos colaboradores. Su fama se consolida. Finalmente, en 1908 llega a ser titular de la Cátedra de Física de la Sorbona. Pero las fatigas, las tensiones, las desilusiones han sido excesivas. Una congestión pulmonar facilita que aparezca en ella el mismo mal que había matado a su madre. Sin embargo, maría incluso resiste y vence esta batalla. Entretanto, publica las obras de Pedro Curie, y en el 1910 el famoso Tratado sobre la radioactividad. Pasa un año y medio, y mientras, después de odiosas polémicas, la Academia Francesa de Ciencias no la admite entre sus miembros (se estima absurdo que una mujer obtenga tal reconocimiento), y una vez más la Academia sueca otorga a la científica los honores que en Francia se le niegan, concediéndole el premio Nobel de Química de 1911. Minada su salud, internada en una clínica, primero debido a una gran afección al riñón, después porque está a punto de perder la vista, María prosigue, imperturbable, su programa. En 1913, en su Varsovia nativa, logra que se empiece la construcción de un pabellón dedicado a los estudios de radioactividad. Al año siguiente, en Paris, tiene la alegría de ver terminados los edificios del Instituto del Radio en la calle Curie. Pero también esta vez la felicidad se disipa en seguida.

El 28 de julio de 1914, con la invasión de Servia por las tropas austríacas, comienza la Primera Guerra Mundial, que aniquila todo programa y toda esperanza. Pone a salvo a las dos niñas en el campo, y el preciosísimo gramo de radio que posee, en una banca de Burdeos. María se entrega con portentosa energía a las tareas de asistencia a los heridos como enfermera. Ya en agosto ha comenzado a hacer su aportación. Durante los cuatro años de guerra, al precio de esfuerzos inauditos, logrará poner en servicio veinte pequeños coches con un equipo Curie; se llaman “pequeños Curie” y llevan entre otras cosas doscientas sales radiológicas, que han sido preparadas personalmente por ciento cincuenta enfermeras técnicas en radiología. Y durante años, María, que se ha gastado todo el dinero del segundo premio Nobel en este trabajo, se afana, perseverante, vehemente, férrea, por llevar su ayuda a los heridos de guerra.

No hay un momento de calma en la vida de esta abnegada mujer. Terminada la contienda se desvive para poner de nuevo en pleno funcionamiento el Instituto del Radio, para continuar sus clases en la Sorbona, para preparar sus publicaciones científicas. María intenta también dar cima a la Fundación Curie; va a América para recibir del presidente Harding el gramo de radio que las mujeres le han regalado para que pueda proseguir sus estudios. Se ocupa activamente de la Academia de Medicina y del Comité de cooperación internacional, del cual ha sido nombrada colaboradora; contribuye a la realización del Instituto del Radio de Varsovia y vuelve a América para recibir del presidente Hoover otro gramo de radio, destinado a Polonia. Durante un decenio sufre varias operaciones en los ojos; después tiene graves trastornos de vesícula; pero nada puede amenguar su actividad; con ella colabora entonces su hija Irene y su futuro yerno Federico Joliot. Se renueva para estos dos jóvenes idéntica vida de amor que treinta años antes habían vivido María y Pedro; y la sabia anciana tendrá la alegría de asistir a su matrimonio y al progresivo aumento de sus descubrimientos científicos.

Sin embargo, María Curie no tuvo la satisfacción más grande, no llegó a ver la atribución del premio Nobel a su hija y a su yerno. Su salud continúa declinando, los efectos irreparables de la destrucción de los tejidos y de los órganos, ocasionada por el continuo contacto con el radio, aceleran el fin. En mayo del 34, María Curie deja el Instituto del Radio para disfrutar de un período de reposo y de cura que se espera puede ayudarla a superar la crisis. Pero no le servirán de nada las atenciones de los médicos. María muere el 4 de julio de 1934 en Sancellemoz. Dos días después sus restos serán sepultados en Sceaux, al lado de los de Pedro. Ninguna ceremonia, ningún duelo, ningún discurso. En la más completa modestia, como había vivido, María Curie abandona el teatro del mundo.

ENTRE REY Y PRESIDENTES
1905, en París. Comida de gala en el Elíseo; está invitada por el presidente de la República Emilio Francisco Loubet. María Curie se ha puesto para esta solemnidad el único vestido negro que posee. Durante la fiesta se le acerca una atractiva señora y le propone:
¿Quiere que le presente a S. M. Jorge I de Grecia?
María se queda un momento pensativa, desconcertada y después, con dulzura, responde:
Sinceramente, no veo la necesidad.
La señora se queda estupefacta e indignada. En ese momento María se acuerda de que se trata de su huésped, nada menos que la primera dama de Francia, señora Loubet.
Azorada, María rectifica:
Naturalmente, será como usted desea. Haré todo lo que quiera.

FOTO 7 La lección en la Sorbona

LA PRIMERA LECCIÓN
La primera lección de la señora Curie en la Sorbona es un acontecimiento mundano. Sugestionado por los periódicos, el gran público, el “todo París”, ha decidido no perderse la emoción y la novedad de una mujer científica. Hermosas damas, artistas, periodistas, diputados, todos buscan tarjeta de invitación. Al mediodía el aula está abarrotada: el público ha invadido los pasillos de la facultad de Ciencias, y mucha gente tiene que quedarse en la calle. Por primera vez en la historia una mujer hablará en la Sorbona; es una ocasión única en la cual “quien cuenta” no puede faltar.

A la hora fijada, se abre una puerta detrás de la tarima. Una pequeña mujer rubia, vestida de negro, sale a la Cátedra. Se oyen frenéticos aplausos. María arruga el entrecejo por todo saludo; después de pie, con las manos apoyadas en la gran mesa llena de aparatos, da a entender que debe terminar el aplauso. Esto no es una fiesta; es sólo una lección. Se hace un respetuoso silencio. María Curie se dirige a la concurrencia y dice: “Cuando se piensa en la progresión lograda en el campo de la Física en estos últimos diez años, no podemos menos de sorprendernos de las modificaciones que han sufrido nuestras ideas, singularmente en lo tocante a la electricidad y a la materia…”
Son las mismas palabras con que Pedro Curie, desde la propia cátedra, había terminado su última lección, en un lluvioso día de abril.

ÚNICAMENTE SE PREOCUPÓ DEL RADIO
Septiembre de 1914. Los alemanes han invadido Bélgica, han destrozado toda resistencia y ahora amenazan París. En el Instituto del Radio, María permanece sola: sus colegas y el personal del laboratorio están en el frente. Queda con ella únicamente Louis Ragot, su chófer enfermo del corazón y una doncella. María ha enviado a sus hijas a Bretaña, y ahora, ¿Qué debe hacer? ¿Huir también de la capital para reunirse con ellas, o quedarse en París para impedir que en el momento de la ocupación los alemanes asalten el Instituto y destruyan los delicados instrumentos del laboratorio?

FOTO 8 Aula del Instituto del Radio de París donde Marie Curie enseñaba

María toma una decisión. En una pesada caja de plomo coloca el precioso gramo de radio que ella misma ha aislado de la pecblenda y que ha donado al Instituto. Después va a la estación y se acomoda con la pesada caja en el vagón de un tren de prófugos que sale para Burdeos. La confusión es espantosa, pues se teme la llegada de los alemanes de un momento a otro. Quizá será éste el último tren hacia la libertad. Llegada a Burdeos, María consigna el precioso cofre en un Banco: puesto así a salvo su tesoro, vuelve a tomar el tren… con destino a París. Es la única que cree necesaria la presencia de una débil mujer para cooperar a la resistencia, para cuidar a los heridos, para salvar el Instituto del Radio.

Pero ni por un instante María pensó en tomar el camino más cómodo: la huida a la plácida Bretaña. La dulce, la sensitiva mujer polaca combatirá durante casi cuatro años, incluso en el frente, como cualquier “poilu” (“hombre de pelo en pecho”, como se dice en castellano), o “soldado francés de la Gran Guerra”.

“PODRÉ MORIR ESTA TARDE”
19 de julio de 1921, en Washington. Al día siguiente el presidente Harding entregará a María Curie el gramo de radio regalado por las mujeres de los Estados Unidos; gramo de radio obtenido por medio de una suscripción nacional.

Es por la tarde. La señora Meloney, que ha promovido la iniciativa de las mujeres americanas, visita a María en su casa y le muestra el pergamino de la donación. María lee atentamente, levanta la cabeza y dice:
“No, no puedo aceptar. Es necesario modificar este documento. El radio que América me ofrece debe pertenecer para siempre a la ciencia. Naturalmente, mientras viva, servirá para mis experimentos científicos. Pero si dejamos este documento tal y como está ahora, a mi muerte el gramo de radio será patrimonio de mi hija. Es absurdo. Deseo hacer pronto donación de él a mi laboratorio. ¿Podríamos hablar con un abogado?
Un poco contrariada y sorprendida, la señora Meloney contesta:
Ciertamente. Si usted lo desea así, nos ocuparemos de esta formalidad la próxima semana.
María, obstinada, contesta:
No, la semana próxima podrá ser demasiado tarde. El documento ha de ser modificado hoy mismo. La donación entrará enseguida en vigor. Puedo morir en cualquier momento. Mejor preverlo todo. La señora Meloney logra encontrar un abogado, el cual hace constar en un acta adicional que el gramo de radio pasa a ser propiedad del Instituto del Radio de Paris.

FOTO 9 Instrumentos que sirvieron para medir la intensidad de la radioactividad: electrómetro de cuadrantes, cuarzo piezoeléctrico y el cilindro cámara de ionización

BIBLIOGRAFÍA
Las Inmortales. 100 Mujeres Inmortales. Marie Curie. Prensa Española S. A. Presidente, Torcuato Luca de Tena y Brunet. Traducción, Blanca Luca de Tena y Benjumea. Volumen V. Noviembre 1971

AUTOR:
Manuel Solórzano Sánchez
Diplomado en Enfermería. Hospital Universitario Donostia de San Sebastián. Osakidetza- Servicio Vasco de Salud
Insignia de Oro de la Sociedad Española de Enfermería Oftalmológica 2010. SEEOF
Miembro de Enfermería Avanza
Miembro de Eusko Ikaskuntza / Sociedad de Estudios Vascos
Miembro de la Red Iberoamericana de Historia de la Enfermería
Miembro de la Red Cubana de Historia de la Enfermería
Miembro Consultivo de la Asociación Histórico Filosófica del Cuidado y la Enfermería en México AHFICEN, A.C.
Miembro no numerario de la Real Sociedad Vascongada de Amigos del País. (RSBAP)


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