LAS ENFERMEDADES DE SÍSIFO
Reflexiones sobre literatura,
medicina y enfermedad
Autor: Francisco Herrera Rodríguez. Nace en Cádiz en 1957. Cursó la
licenciatura y el doctorado en la Facultad de Medicina de Cádiz y obtuvo la
diplomatura en Historia de las Ciencias y de las Técnicas en la Universidad de
Zaragoza. Actualmente es catedrático de Historia de la Enfermería y explica
también la asignatura de Fundamentos e Historia de la Fisioterapia en la UCA.
Tiene publicado diferentes libros: La investigación científica en la Facultad
de Medicina de Cádiz a través de sus tesis doctorales en el siglo XIX (1987);
Crisis y medidas sanitarias en Cádiz (1898-1945); Gavilla de médicos gaditanos
(2000); El Excelentísimos Colegio Oficial de Médicos de la provincia de Cádiz
en el siglo XX (2001); Federico Rubio y la renovación de la medicina española
(1827-1902); La obra sanitaria de Leonardo Rodrigo Lavín (2007), etc.
FOTO 01 Francisco Herrera
Rodríguez
Las enfermedades de Sísifo plantea
una reflexión sobre la medicina y las enfermedades, a partir de la obra de
autores como Daniel Defoe, Walt Whitman, Arthur Conan Doyle, Graham Greene,
José Luis Sampedro, José Comas, Miguel de Unamuno, Luis Sánchez Granjel, Harold
Brodkey y Gregorio Marañon.
“Se reproduce integramente el texto del capítulo
número tres del libro de Francisco Herrera Rodríguez Las enfermedades de
Sísifo”.
UN ENFERMERO
LLAMADO WALT WHITMAN
“Forth from the war emerging, a book I have
made” “Surgido de la guerra, he escrito
un libro” (Walt Whitman). Traducción de Manuel Villar Raso
Walt Whitman, Drum Taps
Dice Miguel Hernández, en un poema muy conocido y citado, aquello de “Tristes guerras / si no es amor la empresa”.
A pesar de su belleza formal siempre me han inquietado estos versos por su
ambigüedad/ambivalencia, ya que parecen encubrir la justificación de una de las
situaciones más lamentables que ha producido la Humanidad: llegar a las
armas por la falta de entendimiento con las palabras y los hechos.
Curiosamente, y ateniéndonos al tema que nos ocupa en este capítulo, observamos
que guerras concretas acaecidas en los años centrales del siglo XIX aparecen
inexorablemente unidas en los libros de Historia al desarrollo de la medicina y
de la enfermería. Véase, por ejemplo, la repercusión que tuvo la labor
realizada por Florence Nightingale
en la Guerra
de Crimea (1853-1856) o el impacto que provocó en 1859 la Batalla de Solferino en la
conciencia de Henri Dunant, de manera que el filántropo suizo plasmó su idea de
crear un cuerpo de voluntarios para socorrer a los heridos de guerra en su
célebre libro “Un recuerdo de Solferino”,
propuesta que sirvió para fundar la Cruz Roja Internacional.
Observamos también que durante la Guerra Civil estadounidense
(1861-1865) actuaron muchos voluntarios como enfermeras o enfermeros cuidando a
los heridos y a los enfermos. Uno de ellos fue el poeta norteamericano Walt Whitman (1819-1892) (véanse
figuras 1 y 2), celebrado por su bello y controvertido libro “Leaves of grass” (“Hojas de hierba”); aunque no es por este libro que le dedicamos el
presente capítulo al afamado poeta sino por la labor que realizó como enfermero voluntario, actividad que
quedó reflejada en un libro de poemas titulado “Drum taps” (“Redobles de tambor”) y en “Memoranda during the war” (“Diarios de guerra”). Pero antes de
rememorar su labor en esta guerra civil conviene que presentemos algunos datos
sobre la misma.
Es de sobra conocido que a raíz
del problema esclavista se produjo el enfrentamiento armado, durante cuatro
años, entre una confederación de estados del Sur y los estados del Norte. Se ha
señalado que las causas de esta contienda hay que buscarlas en que en los
estados norteños se había conseguido un fuerte desarrollo capitalista mientras
que los del Sur con una economía esclavista no pudieron seguir ese mismo ritmo
de desarrollo. Es tan complejo este asunto y ha generado tantos matices e
interpretaciones por parte de los historiadores que tan sólo dejamos esbozado
el problema, ya que no entra evidentemente entre nuestros objetivos contribuir
a la aclaración de las circunstancias que provocaron esta guerra. Sabemos que
los “nordistas” o “federales” de Lincoln y los “sudistas” o “confederados”
llegaron a movilizar a más de cuatro millones de hombres. Sobre el particular
apunta Philip Jenkins lo siguiente:
“El efecto más evidente de la guerra fue la enorme pérdida de vidas
humanas, en un conflicto en el que los combatientes de ambas partes eran
estadounidenses. Hubo en total 530.000 muertos, contando las bajas en el frente
y los fallecidos por enfermedad. Para hacernos una idea, el país perdió más
hombres que en las dos guerras mundiales juntas. Cientos de miles más quedaron
mutilados, en una época en la que gran parte de la eficacia de la medicina se
basaba en la rápida amputación de miembros heridos. La destrucción material fue
también enorme, especialmente en el Sur”.
Hay autores que elevan a más de
600.000 el número de muertos y a más de 470.000 los heridos. Es sabido que se
realizaron, en muchas ocasiones en condiciones verdaderamente deplorables, más
de treinta mil amputaciones. En cuanto a la mortalidad por heridas torácicas en
la Guerra de
Secesión ronda el 60%, mientras que en la Guerra de Crimea la fuerza expedicionaria inglesa
cifró las muertes por estas lesiones en el 80%. Con tantos heridos que atender
se fomentó la fabricación de los vendajes; valga como ejemplo los producidos
por Lewis Sayre, cirujano de la Unión, que eran de algodón o
cáñamo, impregnados con alquitrán como agente antiséptico. A pesar de la
carencia de registros se afirma que la anestesia se practicó en unas ochenta
mil intervenciones, siendo el agente más utilizado el cloroformo y en menor
medida el éter, aunque muchas intervenciones se practicaron sin ningún tipo de
anestesia También se experimentó el empleo masivo de morfina por vía
intravenosa para combatir el dolor de los heridos. (Thomas Dormandy ha profundizado en este problema así: “Cada acontecimiento histórico tiene su
droga. Las más altas citas de morfinismo la alcanzaron los que participaron en
las salvajes y prolongadas guerras de la segunda mitad del siglo. En la Guerra de Crimea, el
morfinismo se extendió como si de una epidemia se tratara. Todos pensaban que
era una bendición. Y puede que lo fuera. La droga se utilizó mucho en los dos
bandos que lucharon en la guerra civil estadounidense. Las guerras terminaron,
pero, en muchos casos, los hábitos no. Eran los primeros síntomas de una
tragedia que no había hecho más que empezar”.
Una vez acabada la guerra
comenzaron a aparecer casos que fueron denominados “army disease” o “dependencia
artificial”. Esta guerra generó entre cuatrocientos mil y un millón y medio
de morfinómanos. No se olvide el caso del químico y farmacéutico John Stith Pemberton (Pemberton es
recordado hoy día por haber creado una célebre bebida comercializada con el
nombre de Coca-Cola), que padeció de esta dependencia como consecuencia de una
herida recibida cuando ejercía como coronel del ejército confederado. Antonio Escohotado, en su “Historia general de las drogas”, ha
recogido muy acertadamente una frase del escritor español del Siglo de Oro Baltasar Gracián que le va ni que pintada a este asunto de la
morfinomanía: “Muchas veces nace la
enfermedad del mismo remedio”. Sobre el año 1870 se comenzaron a estudiar
también los síntomas que presentaban los ex soldados de la Guerra de Secesión;
destacando, según ha subrayado Silvana Bekerman, el dolor precordial, las
palpitaciones y el vértigo, denominándose este cuadro clínico como “corazón de soldado” o “corazón irritable”.
Al parecer el ejército de la Unión empleó a unos diez mil
cirujanos mientras que los Confederados alrededor de unos cuatro mil; en plena
batalla normalmente al cirujano lo acompañaba un enfermero que portaba una
mochila de campaña con el material necesario, además de los camilleros y los
encargados de las ambulancias. La historiadora M. Patricia Donahue ha recogido una idea de Gloria M. Grippardo que compartimos plenamente:
“La Guerra
de Secesión, de forma muy similar a lo que sucedió con la Guerra de Crimea en el caso
de Inglaterra, atrajo la atención de los organismos gubernamentales hacia la
necesidad de contar con enfermeras capacitadas…”.
Pero la realidad fue que durante
la guerra fueron personas pertenecientes a órdenes religiosas las que actuaron
como cuidadores, también lo hicieron hombres y mujeres laicos que se
presentaron voluntarios para realizar esta tarea en uno y otro bando,
probablemente en un número cercano a los diez mil. De esta ingente cantidad de
personas voluntarias destacan nombres como los de Harriet Tumban, Clara Barton,
Louisa May Alcott, Dorothea Lynde Dix. Y, por supuesto, el
poeta norteamericano Walt Whitman que como hemos indicado anteriormente dejó
testimonio escrito de sus vivencias durante este terrible episodio bélico.
Centremos nuestros comentarios, a
partir de estos momentos, en su vida y obra sobre todo en estos años tan
difíciles para el pueblo norteamericano que abarcan de 1861 a 1865. Walt Whitman nació en un pequeño pueblo
de campesinos situado en Long Island en el mes de mayo de 1819. La madre
descendía de marinos galeses de fe cuáquera y de campesinos holandeses,
mientras que el padre era de estirpe inglesa. Algún autor dice que heredó de su
padre “la indiferencia ante el éxito
mundano”. Afirmación que quizás requiera de alguna que otra matización, ya
que parece cierto que nuestro hombre careció de constancia para el
mantenimiento de oficios y profesiones; en cambio, sí tuvo una especial
dedicación en la edición de su obra poética buscando la notoriedad a través de
la misma, aunque sus libros no le condujeron por la senda del éxito económico.
Remitimos a los más interesados a que indaguen sobre las sucesivas ediciones de
una de sus obras más notables; nos referimos, evidentemente, a su famoso libro “Hojas de hierba” que fue publicado por
primera vez, con su propio dinero, en el año 1855. Las peripecias de las nueve
ediciones de este libro ocuparían por si solas las páginas de este capítulo.
Sabemos que el pequeño Walt,
cuando tiene 11 años de edad, dejó los estudios; y a partir de aquí ejerció a
lo largo de su vida diversos quehaceres y oficios: recadista, tipógrafo,
periodista, maestro, carpintero, etc. Se ha señalado su tendencia al nomadismo
y al ocio, pero a la vez su obsesión por componer un gran libro, idea que le
rondaba en la cabeza desde su juventud. Y no cabe duda que lo consiguió con “Leaves of grass”, obra que ha sido
señalada de forma inequívoca por Jorge
Luis Borges como “la inaudita
revelación de un hombre de genio”. Efectivamente, uno de sus más
concienzudos estudiosos, Félix Martín,
lo ha expresado también de una forma contundente:
“Walt Whitman (…) continúa ejerciendo una influencia poderosa en la
literatura norteamericana e internacional. Para el poeta que imaginó muchas
veces cómo sería visto y sentido por sus contemporáneos, o que invitó a sus
futuros lectores a compartir sus fantasías y proyectos, la historia literaria
universal ha dado cumplida satisfacción a sus aspiraciones personales y le ha
convertido al mismo tiempo en icono cultural de primer orden. Un tributo
merecido a una personalidad provocadora e idealista”.
Suscribimos plenamente estas
ideas que corroboran desde nuestro punto de vista que el bardo norteamericano
era sensible y apetecía el éxito mundano, otra cosa diferente es que no
estuviera especialmente dotado de una mentalidad pragmática que tradujera tales
apetencias en dividendos mercantiles.
En el citado párrafo también se
recogen dos adjetivos que consideramos imprescindibles para entender la
personalidad y la obra de Whitman: provocador e idealista. No cabe duda de que
sus poemas crearon una verdadera convulsión y rechazo entre muchos de sus
coetáneos, aunque contó con un admirador como Ralph Waldo Emerson. No se olvide que algunos lectores de la citada
obra le devolvían el libro acompañado de cartas ofensivas entre las que no
faltaba el calificativo de obsceno.
En 1859, cuatro años después de
la primera edición de este célebre poemario, despidieron a Whitman del “Daily Times” por publicar un artículo
sobre la prostitución y otro sobre el celibato y las consecuencias de la
represión sexual. Biógrafos y estudiosos de su vida y obra han escrito
incontables páginas sobre su posible tendencia homosexual o bisexual sin
terminar de ponerse de acuerdo sobre este particular, por lo que remitimos al
lector interesado a la amplia bibliografía existente sobre este asunto porque
en este capítulo nos interesa glosar muy especialmente la vida del escritor en
los durísimos años de la guerra civil para intentar ofrecer una imagen nítida
del poeta, del escritor de diarios y sobre todo de ese enfermero llamado Walt
Whitman. Una guerra que con toda seguridad consolidó en su mente el sentimiento
patriótico y el amor a la democracia como se puede apreciar en su célebre poema
“Long, too long América”:
“Mucho tiempo, demasiado tiempo, América,
viajando por caminos llanos y pacíficos sólo has aprendido de
las alegrías y de la prosperidad,
pero ahora, ¡oh, ahora¡, has de aprender de las crisis de angustia,
avanzando, luchando contra el más cruel destino y sin
retroceder,
ahora has de concebir y mostrar al mundo lo que son realmente
tus hijos en-masse,…”.
No cabe duda, como bien ha sabido
apreciar Manuel Villar Raso, que la
guerra civil convirtió al ególatra “Yo”
de “Canto a mí mismo” en un demócrata
mucho más comprometido con su país; es verdad que en la obra de Whitman suele
aparecer con frecuencia el fervor democrático, pero la guerra transformó al
poeta “al ver morir literalmente por la
democracia que él había celebrado”. Los soldados que derramaron su sangre y
que sufrían en los hospitales de campaña le dieron a Whitman el conocimiento
profundo de América, de esa América que cantó y ensalzó como un profeta a la
vez universal y panteísta, llegando a afirmar que “los americanos son la raza más hermosa que ha pisado la tierra”.
La Guerra de Secesión comenzó en
abril de 1861 y duró hasta 1865. Cuatro años intensos y dolorosos que como
hemos apuntado destrozó infinidad de vidas y de haciendas, y que sacó a Whitman
de la bohemia neoyorquina. Cantó, pues, nuestro hombre a la guerra y a los
soldados, aunque no se presentó voluntario para combatir. Se ha señalado que
con 42 años cumplidos quizás Whitman se sentía ya muy mayor como para soportar
el rigor de los combates. Tuvo un período de exaltación bélica hasta mediados
de 1862 en que comprendió, como tantos otros, que la guerra se iba a prolongar
en el tiempo. Fue precisamente a finales del citado año, buscando a su hermano
George que estaba combatiendo, cuando tuvo un contacto directo y comprendió los
horrores de la guerra hasta el extremo de escribir a su madre: “…me da la impresión de un gran matadero en
el que los hombres se asesinan mutuamente”; pero cuando los acontecimientos
bélicos, según ha señalado Jesús Pardo,
comienzan a beneficiar al Norte nuestro poeta piensa que la defensa de los
ideales democráticos requiere del sacrificio de vidas humanas. En cambio supo
ver los horrores de esta guerra civil en la historia de dos hermanos que
combatieron respectivamente con la
Unión y con los secesionistas, ambos fueron heridos en la
misma batalla para coincidir en su convalecencia y muerte en el mismo hospital.
Figura 1. Walt Whitman.
Caricatura a lápiz y pastel (FHR, 2010)
El compromiso de Whitman durante
la guerra fue el de prestar cuidados físicos y espirituales como enfermero a
los soldados heridos en los hospitales de Washington. Nuestro poeta, como hemos
indicado ya, escribía concienzudamente en estas fechas un Diario que en cierta
manera fue la base del poemario titulado “Redobles
de tambor”, que publicó en 1865 en una edición financiada por él mismo. Así
que el Diario y los poemas constituyen una fuente inestimable para adentrarnos
en las tareas del bardo norteamericano durante esta guerra. Manuel Villar afirma certeramente que
Whitman “siempre consideró los tres años
pasados en los hospitales de Washington como la lección más profunda de su vida…”.
Nada más que hay que leer su
Diario para comprender que Whitman quedó marcado de por vida por la guerra.
Recorrió los hospitales y ofreció conversación y ayuda económica a los soldados
de ambos bandos, muchos de ellos jóvenes entre los 15 y 20 años de edad, y
también les escribió las cartas para sus familiares o procuró satisfacer las
apetencias gastronómicas como en el caso de ese soldado que deseaba un pudin de
arroz casero que Whitman le consiguió tras consultar a un médico si era
conveniente o no. A otros les consiguió tabaco, té verde, rábanos picantes o
manzanas. Jóvenes soldados hospitalizados, pues, que padecían insolación,
vómitos de sangre, neumonía, fiebre tifoidea, erisipela, disentería, gangrena o
heridas terribles como la que nuestro poeta describe en el siguiente párrafo:
“Un joven neoyorquino, de rostro hermoso y vivo, llevaba postrado varios
meses en el hospital con una herida muy desagradable, sufrida en Bull Run. Una
bala le había atravesado la vejiga, entrándole por delante, en el vientre bajo,
y saliéndole por detrás. Había sufrido mucho, el agua le salía por la herida
lentamente pero de forma constante durante varias semanas; de manera que estaba
tumbado casi siempre en una especie de charco, además de otras desagradables
circunstancias”.
Acudió a los hospitales de día y
de noche “con el fin de calmar y aliviar
casos especiales”, como el del soldado Mahay “apenas un niño y (…) veterano en sufrimiento”. En alguno de sus
apuntes confiesa una cierta fascinación ante el sufrimiento y la muerte, y en
ocasiones el agudo observador elogia la profesionalidad de los médicos y
denuncia la carencia de enfermeras y cirujanos, de manera que muchos soldados
morían sin atención médica; por ejemplo de “pioemia”
que es definida por el propio Whitman como “la
absorción de la pus en su sistema circulatorio en lugar de expulsarlo”. Al
leer estos Diarios inevitablemente viene a nuestra mente la imagen de un Francisco de Goya alucinado por el
horror de los desastres de la
Guerra de la Independencia. Goya y Whitman, el primero con
los pinceles y el segundo con la pluma, constituyen dos altos ejemplos de
cronistas de las guerras del siglo XIX.
Así vemos a Whitman que visita el
Campbell Hospital y describe los gritos de dolor, aunque subraya que “…por lo general, hay silencio y una
ausencia casi absoluta de lamentos”. Inevitablemente nos preguntamos si ese
silencio en las salas era fruto de los efectos de la morfina. Puede ser.
Incluso puede que alguno de esos jóvenes campesinos de “fuerte contextura” cayera posteriormente en las garras de la
morfinomanía. Aunque no sería el caso del joven irlandés, “tan hermoso, tan atlético, con un cabello abundante y de un brillo
extraordinario”, que duerme un sueño previo a la muerte como consecuencia
de un agujero de bala en los pulmones y gracias a “los sedantes que le dan”. Tampoco el del joven soldado rebelde de
Baltimore, al que la muerte había elegido y estaba muy solo, al cual le
amputaron la pierna derecha y no podía dormir, “a pesar de la gran cantidad de morfina”, que en opinión de Whitman
“causa más daño que beneficio”. Pero
sí pudo ser el caso de Thomas Lindley,
del Primer Regimiento de Caballería de Pennsylvania, que sufría dolores como
consecuencia de una herida de bala en un pie, al cual “de continuo le inyectan morfina”.
De igual forma Whitman narra la
actitud heroica de un joven que soportó la amputación de uno de sus brazos “con mucha flema, masticando una galleta que
tenía en la otra mano, sin hacer una escena”. A lo que se ve este joven
estoico soportó la operación sin la ayuda del éter o del cloroformo, como
tantos otros en esta guerra, y además debía tener una buena encarnadura ya que
el muñón transcurrido poco tiempo “le
está cicatrizando muy bien”. Con todo lo que llevamos relatado no nos
extraña, pues, que llegase el desánimo al espíritu de Whitman y que en sus
Diarios se prodigue con expresiones como “carnicería”,
“matadero” o “mercados de carne” cuando describe los campamentos de los heridos:
“…Amputan el brazo y la pierna de un hombre, seccionado por la metralla,
sus miembros yacen por el suelo. A algunos les han arrancado de cuajo las
piernas, otros tienen balazos en el pecho, no puedo describir las heridas en la
cara o en la cabeza, todos mutilados, es nauseabundo y desgarrador, a algunos
les han agujereado el abdomen y la vida se les va sin ayuda posible. En el
campo de los heridos hay sudistas, muy malheridos, que esperan su turno como los
demás, igual que los demás, pues los cirujanos les atienden por igual”.
Les atienden por igual los
cirujanos, dice Whitman, independientemente de que fueran “nordistas” o
“sudistas”; los Estados Unidos no está entre los firmantes del Convenio de
Ginebra que dio luz a la Cruz Roja en 1864, pero
estampará su firma gracias a la gran labor de concienciación que sobre el
particular llevó a cabo Clara Barton.
De todas maneras este no es un punto que debamos aclarar en este capítulo; en
cambio sí creemos que merece la pena detenernos en las labores enfermeras de
Whitman. Llama la atención el siguiente párrafo:
“En mis visitas a los hospitales descubrí que mi mayor éxito era mi
simple presencia, que les ayudaba más que los médicos y los regalos de dinero o
cualquier otra cosa…”.
Al leer los Diarios en ocasiones
se tiene la sensación de que Whitman no curaba personalmente las heridas o
pusiera o quitase vendas; de hecho cuando relata un día en que se hicieron
muchas amputaciones afirma lo siguiente: “los
enfermeros no pararon de vendar heridas”, y mientras tanto nuestro
poeta-enfermero pasea de un lado para otro advirtiendo de que hay que tener
cuidado a dónde se mira debido al espectáculo dantesco que ofrecen los heridos.
Parece que Whitman es más un enfermero del alma que del cuerpo; sin embargo, en
su célebre poema “The wound-dresser” (“El
enfermero”) aparece reflejado como un cuidador muy activo ya que afirma: “con rodillas flexibles y mano firme curo
las heridas”, y escribe sobre el cráneo destrozado, el fémur fracturado, la
herida abdominal o costal, además de quitar gasas ensangrentadas, curar las
escaras y lavar el pus y la sangre.
Un enfermero activo que vela el
sueño de los soldados dolientes. No pasa desapercibido en este poema y también
en los Diarios el erotismo latente en las siguientes expresiones: “calmo con caricias”; “brazos amorosos”; “los besos de muchos soldados perviven en estos labios con barba” o
“parece tan hermoso mientras duerme que
no pude evitar acercarme”. Incluso en ocasiones se detiene en la
descripción física de los soldados. Merece la pena reproducir un fragmento de
este célebre poema, cuyo título también ha sido traducido al castellano como “El vendador de heridas”, todo un
pequeño tratado de enfermería de guerra:
“Con vendas, agua y esponja,
me dirijo directamente y con rapidez a mis heridos,
llevados allá donde yacen en el suelo después de la batalla,
donde su sangre sin precio tiñe de rojo la hierba y el suelo,
o las hileras de la tienda hospital, o al hospital techado,
vuelvo a las largas hileras de camillas y las recorro de arriba
abajo,
a todas y a cada una me acerco, sin pasar por alto a ninguna,
un asistente me sigue sosteniendo una palangana, lleva también
un cubo para la basura,
que pronto estará lleno de trapos y de sangre, será vaciado y
se volverá a llenar”.
Pero si leemos con atención
algunos fragmentos del Diario observamos que también aparece el Whitman
cuidador del cuerpo, tanto en las salas de los hospitales como en el campo de
batalla, aunque en los mismos hace mucho hincapié también de su trabajo como
cuidador del espíritu que eleva la moral de los soldados. Leamos:
“Tanto en estas salas como en el campo, por donde continúo yendo, he
sabido adaptarme a cada emergencia, sean triviales o imperativas. Cada una está
justificada, no sólo las visitas y el tratar de elevarles la moral o darles
regalos, lavarles o vendarles las heridas (hay casos en los que el paciente
prefiere que otros hagan esto y no yo); y que, en cambio, les explique pasajes
de la Biblia,
rece a su lado y les imparta doctrina... (veo a mis amigos sonriendo ante esta
confesión, pero nunca he hecho algo más en serio en mi vida)”.
Sería interesante analizar la
diferencia de los roles y tareas de las enfermeras y de los enfermeros en la Guerra de Secesión, sobre
todo porque en esos mismos años en el viejo continente se dan pasos muy
importantes de cara a la profesionalización de la enfermería; tenemos en la
mente, por ejemplo, la fundación en Londres en 1860 de la Escuela de Enfermeras del St. Thomas Hospital,
que fue creada sobre todo por el empeño y el prestigio adquirido por Florence Nightingale en la Guerra de Crimea.
No se olvide que la opinión común
entre una buena parte de los médicos y cirujanos ingleses en esos años era que
no se precisaba de una formación específica para las enfermeras, ya que su
tarea era equivalente a las asistentas de hogar. En esta línea nos llama la
atención las opiniones de Whitman cuando habla de que “algunas de las enfermeras son magníficas (…), en especial la señora
Wright” a la que califica como enfermera perfecta; pero sobre todo debemos
subrayar aquí sus opiniones sobre la edad de las cuidadoras, ya que se muestra
contrario a que ejerzan la enfermería mujeres jóvenes sobre todo porque se
pueden encontrar con situaciones muy comprometidas, por eso prefiere a “mujeres ya maduras, sanas e incluso viejas
en buenas condiciones físicas, e incluso madres”. Termina su comentario de
una forma muy elocuente:
“Y digo que se requieren unas facultades naturales y que no basta con tener
a una amable jovencita en la mesa de una sala. Una de las enfermeras más
eficientes que he conocido era una irlandesa casi analfabeta y bastante mayor,
a la que he visto cómo tomaba en sus brazos los cuerpos desnudos de los
muchachos gravemente heridos. También hay magníficas mujeres negras, limpias y
de edad, que serían magníficas enfermeras”.
Al final de la guerra Whitman
hace balance sobre los heridos y las enfermedades:
“La guerra ha terminado, pero los hospitales están más llenos que nunca,
debido a los heridos de los combates primeros y últimos. La mayor parte de las
heridas son de brazos y piernas. Pero hay toda clase de heridas y en todas las
partes del cuerpo. Diría de los enfermos, por lo que he observado, que las
enfermedades que predominan son tifus y fiebres de los campamentos por lo
general, diarreas, afecciones y bronquitis, reumatismo y neumonía. Tales son
las enfermedades más comunes y que doblan en número a las de los heridos. Sus
muertes van de siete al diez por cientos de las anteriores”.
Sorprende que al final de los
Diarios nuestro poeta pase de la rotundidad de las descripciones del dolor y
del sufrimiento al balance de los números, de forma que resume sus tres años de
trabajo voluntario en los hospitales en unas 600 visitas y en la asistencia
personal a cerca de cien mil heridos “sirviéndoles
de ayuda espiritual y material en sus necesidades”. Quizás con estas cifras
el bardo norteamericano lo que pretende es mostrar sus credenciales y méritos
de guerra a la sociedad de su tiempo, da la sensación de que con este balance
quiere dejar claro que tuvo un compromiso activo durante la guerra, por si a
alguien se le ocurre reprocharle aquello de que no se alistó y por tanto no
combatió. Parece que en su época no surgió este reproche, aunque algunos de sus
biógrafos sí lo han insinuado posteriormente. Al margen de los datos
estadísticos lo verdaderamente elocuente es el daguerrotipo de la Guerra de Secesión que hace
Whitman; daguerrotipo que retrata la epopeya general y los sufrimientos particulares
de tantos soldados, léase para corroborar lo que decimos el siguiente párrafo
de sus Diarios:
“Algunos heridos ríen y hacen bromas, otros juegan a las cartas o a los
dados, algunos leen. (he comprobado en la mayoría de los hospitales que mientras
hay esperanza de vida para un herido, aunque su estado sea muy grave, el
cirujano y las enfermeras trabajan sin desmayo, a veces con obstinada tenacidad
para salvarlo (…). Me ha sorprendido con frecuencia el esfuerzo indescriptible
por salvar una vida de las garras de la muerte. Pero cuando la garra de la
muerte aferra firmemente una vida y no hay nada que hacer, el médico abandona
al paciente. Eso sí, si es un caso en el que cualquier estímulo puede
aliviarle, la enfermera le dará un ponche, un coñac o cualquier cosa que
quiera, ad libitum. No hay gestos ni
sentimentalismo ni lagrimas junto al lecho de muerte en el hospital o en los
campamentos, sino total indiferencia. Todo ha finalizado y de nada sirve
malgastar emociones y material sanitario. Mientras hay esperanza luchan con
denuedo, la mayoría de los médicos lo hacen; pero cuando la muerte es cierta,
abandonan el campo”.
Un párrafo así sólo lo puede
escribir un cronista y un poeta vigoroso, que sabe reflejar en toda su
dimensión a la emergente democracia norteamericana con sus virtudes, pero
también con sus fuertes dosis de pragmatismo. De Whitman se ha dicho que es uno
de los iniciadores de la poesía moderna. Esto se puede discutir ya que es
cuestión de criterios estéticos y de gustos, pero lo que no se puede negar es
la influencia del bardo norteamericano en la poesía española, recordemos aquí a
Federico García Lorca y a León Felipe. El primero escribió su
rotunda “Oda a Walt Whitman” en su
deslumbrante libro “Poeta en Nueva York”:
“Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman,
he dejado de ver tu barba llena de mariposas,
ni tus hombros de pana gastados por la luna,
ni tus muslos de Apolo virginal,
ni tu voz como una columna de ceniza;
anciano hermoso como la niebla
que gemías igual que un pájaro
con el sexo atravesado por una aguja,
enemigo del sátiro,
enemigo de la vid,
y amante de los cuerpos bajo la burda tela”.
Rotundo y explícito García Lorca
cuando señala de forma lírica que ha cruzado la frontera hacia un homoerotismo
que concreta en la exaltación del viejo poeta de Long Island. Si Whitman
influye en la ética y en la estética de Lorca también lo hace en la poesía de
León Felipe que le dedica todo un libro titulado “Canto a mí mismo”, encabezado por unos versos del propio Whitman
que recuerdan mucho a San Juan de la Cruz:
“Aquel que camina una sola legua sin amor
Camina amortajado hacia su propio funeral”.
Al comenzar este capítulo sobre
el enfermero Whitman teníamos muy presente los versos de León Felipe, pero
sobre todo la pregunta que planteó éste en uno de los poemas de su libro:
“¿Es inoportuno amigos y poetas americanos y españoles, que yo os
congregue aquí y ahora y os traiga conmigo al viejo camarada de Long Island?”.
La respuesta del poeta de Tábara
también es rotunda, se ve que Whitman calaba hondo:
“No. Ésta es la hora mejor. Ahora…
Cuando avanza el trueno para borrar con trilita la palabra libertad, de
todos los rincones de la tierra,
(…)
Quiero yo presentaros a este poeta de cabaña
sin puerta frente al camino abierto,
a este poeta de halo, de cayada y de mochila;
ahora…
cuando reculan frente al odio el amor y la fe
quiero yo presentaros con verbo castellano, y en mi
vieja manera de decir,
a este poeta del amor, de la fe y de la rebeldía.
Aquí está. ¡Miradlo¡
se llama Walt.
Así lo nombran
el viento,
los pájaros
y las corrientes de los grandes ríos de su pueblo”.
Está claro que Federico García
Lorca y León Felipe nos ofrecen una imagen literaria de Whitman y que el propio
Whitman nos ofrece una recreación y una idealización de su participación en la Guerra de Secesión
norteamericana; por eso no podemos olvidar que la literatura, con todos sus
márgenes de recreación y de idealización, nos ofrece una o muchas de las
imágenes posibles de una época. Es el caso de Larra con su “pobrecito hablador”
o es el caso de Whitman cuando en sus Diarios nos ofrece al soldado doliente o
a un hombre llamado Abraham Lincoln con el que se cruza por las calle y que
finalmente termina siendo un personaje literario en los célebres versos de “¡Oh Capitán¡ ¡mi Capitán¡”. El capitán
Lincoln “yace, frío y muerto”, como
tantos jóvenes soldados que Whitman vio morir durante la Guerra de pioemia, tétanos,
fiebres tifoideas o de heridas en el cráneo, en el tórax o en las extremidades.
Literatura, pues, que da cuenta
desde la perspectiva de un sujeto de la realidad doliente de una época. Tristes
guerras, sí; después de la
Guerra de Secesión vino la Guerra Hispano-Yanki
o la Primera
y la Segunda Guerra Mundial, la
Guerra de Vietnam o la de los Balcanes o la de Irak.
Figura 2. Caricatura a tinta de Walt Whitman (FHR,2010)
Tristes guerras, sí, en las que
siempre encontramos sanitarios (médicos, cirujanos y enfermeras) haciendo lo
posible o lo imposible.
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WALT WHITMAN POETA Y ENFERMERO VOLUNTARIO
Manuel Solórzano Sánchez
Diplomado en Enfermería. Servicio
de Traumatología. Hospital
Universitario Donostia de San Sebastián. OSI- Donostialdea. Osakidetza-
Servicio Vasco de Salud
Insignia de Oro de la Sociedad
Española de Enfermería Oftalmológica 2010. SEEOF
Miembro de Enfermería Avanza
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Historia de la Enfermería
Miembro Consultivo de la
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A.C.
Miembro no numerario de la Real
Sociedad Vascongada de Amigos del País. (RSBAP)
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