Las rebeldes narran la historia de dos mujeres y de muchas otras que participaron en la Revolución mexicana. Siguiendo la historia de Leonor Villegas, quien fundara “La Cruz Blanca Constitucionalista”, y de Jenny Page, una joven que huye de su casa para ser periodista y encontrar su propio camino, Mónica Lavín nos relata magníficamente esa otra historia de México, la que vivieron sus mujeres con ímpetu y entrega. Editorial “Grijalbo” novela histórica.
FOTO 001 Portada del Libro Las Rebeldes de Mónica Lavín
Basada en las memorias y el archivo de Leonor Villegas de Magnón, esta novela pone los reflectores en el otro lado de las batallas. Allí donde periodistas, enfermeras, fotógrafos, maestras y telegrafistas dieron su propia batalla. Es 1913 y el Ejército Constitucionalista avanza hacia la ciudad de México, entre triunfos y pugnas de Villa y Carranza, a la par que la escritura de Jenny Page hace el recuento de la historia de una ambición y una injusticia, e indaga en sus propias pasiones alrededor de una batalla ajena y un amor imposible. Felipe Ángeles, Pablo González, Lucio Blanco, la Adelita, Lily Long, Jovita Idar, el fotógrafo Eustasio Montoya son algunos de los personajes de esta historia donde épica, intriga y memoria se tejen para contar otra cara de la Revolución.
He tenido la suerte de que mi amigo Alfredo Bermúdez González, que es el responsable del Grupo de Investigación de Historia y Filosofía del Cuidado. Director de AHFICEN. Escuela Nacional de Enfermería y Obstetricia, en la Unidad de Investigación de México, al que ya le conocía de hace años por vía e-mail, y en noviembre de 2011 tuve la ocasión de conocerlo personalmente en el VII Congreso Internacional y XII Congreso Nacional de Historia de la Enfermería celebrado los días 24, 25 y 26 de noviembre en Alicante. Él me lo mando de regalo estas navidades pasadas desde México, para que me instruyese en la cultura e Historia de su País y en aquellas enfermeras que lucharon por crear La Cruz Blanca Constitucionalista.
FOTO 002 Alfredo Bermúdez González. Congreso de Alicante
Así comienza este fantástico libro titulado “Las Rebeldes” de la escritora Mexicana Mónica Lavín.
Adela con su belleza insolente, la teniente coronel María de Jesús ocultando sus senos rosados, Aracelito preparando la hipodérmica, Aurelia consolando con una canción, Lily entablillando una pierna, Jovita vendando una cabeza, Trini mandando un telegrama, Antonia comprando los uniformes, Leonor organizando la brigada. La banda tocando, el cabrito en el fuego, Eustasio apuntando con la cámara. “Dejen sus tareas. Reúnanse aquí todas. Jenny, tú también”. Yo, sonrojada. “Enfermeras, muestren la banda en su brazo. Sonrían. Ésta es la memoria de la Cruz Blanca constitucionalista”. Yo no aparezco en ninguna de las fotos que Leonor Villegas de Magnón guardó. El que se mueve no sale en la foto. La foto que tomó Eustasio Montoya. Y yo salí huyendo.
Entre el legajo de papeles estaba un manuscrito que llevaba por título “La Rebelde” y que Leonor Villegas de Magnón, como aparecía en la hoja inicial, había escrito contando los días de “La Cruz Blanca”. Y luego estaban las cartas, y las fotos, y las notas de compras y de hoteles, y esa insistencia generosa y tenaz de Leonor: Escriba esta historia. Recuerdo que usted era una joven con la idea de ser periodista. Se acercaba al fotógrafo Eustasio Montoya para encontrar las palabras que acompañaran sus fotos.
“Recuerdo también que era torpe para aplicar eyecciones y que alguna vez lloró con la muerte de un hombre (soldado) en su regazo. Yo quise unirme a la llamarada. Con lo que podía hacer, con lo que era necesario. No me bastaba mi vida, Jenny Page. Si este paquete la encuentra con salud y ánimo, es necesario que alguien escriba la historia que no ha sido contada ni publicada ni es visible porque no es la de las batallas ganadas, perdidas, de las traiciones y el poder que va cambiando de dueño. Escríbala por mí, Jenny. Escriba”.
FOTO 003 Foto Original: La Cruz Blanca Constitucionalista 1914
Herminia siguió dirigiendo las noticias, la primera consecuencia de la segunda, y reprobó el engaño con esa huelga de la voluntad. La bañaban sentada, le daban de comer, la vestían. La mató la infección de las llagas que le provocó el tule de la silla. Cuando la levantaron, carne y asiento era una sola cosa sanguinolenta y fétida. Cada vez que vence el desgano, la tía Herminia me viene a la mente. (Extraído del capítulo 3. Enguantada en el bar).
A nadie le tengo que explicar que vengo a escribir la historia de Leonor Villegas. Fue en la estación de Laredo y no del lado mexicano donde esperé con las otras chicas a que partiera el tren que nos llevaba a El Paso. Vengo aquí para escribir sin la pluma, para sentarme en la banca y recordar mi figura esbelta, el mandil que llevábamos en el equipaje, la cofia y la banda azul que nos distinguía como Cruz Blanca. La llevábamos puesta en el brazo izquierdo, por encima del codo, sobre nuestros vestidos de viaje. Nuestras caras expectantes, jubilosas. Cualquiera diría que la primera vez que salió la tercera brigada de la Cruz Blanca, íbamos a un festejo y no a la guerra. Las más jóvenes éramos las más inconscientes, porque las hermanas Blackaller de Monterrey y Rosaura Flores de Saltillo, más adustas en sus maneras, parecían saber más del asunto. Ganaran o perdieran los nuestros en la batalla que se libraría en Torreón, nosotras tendríamos el mismo trabajo, la misma función.
Así nos lo hizo saber Rosaura: Puede que, si ganamos, haya menos heridos, pero habrá. Prepárense, muchachas. Lo dijo mientras algunas cantaban en las bancas de la estación, acodadas en los bultos de equipaje. Parecía que quería matar nuestro revuelo de jóvenes ilusas. Lo logró porque, después de que encaramos lo que vendría, nos quedamos calladas. Yo pensé en papá, sentado en la cama de mi habitación, con el corazón deshecho cuando descubriera, esa noche en que yo no había vuelto, que su Jenny había tomado rumbo para estar en una guerra del otro lado, del lado salvaje, como él decía, que ella también poseía. Lo deduciría pronto y se consolaría diciendo a los demás que me había ido a escribir sobre la guerra.
Lily y Leonor, sentadas en una mesa, revisaban papeles; todo lo que era necesario para que pudiésemos llegar a donde nos esperaban, como había indicado el general Pablo González a Leonor. Así nos lo dijo la señora Magnón cuando nos reunió esa mañana en su casa de Flores: Necesito 25 muchachas. Había más en aquella reunión y las más jóvenes fueron dispensadas. Yo me salvé porque la tía Lily me tenía bajo su cargo. Arguyó que, además, yo escribiría para La Crónica.
Tienen que saber que existimos, insistió Leonor cuando la miró, perpleja por llevar a una chica americana que quería participar en la revuelta mexicana. (Extraído del capítulo 14. Cruzar el río).
Empaca lo necesario Jenny Page, me indicó tía Lilly después de la junta con Leonor. Tomé tres vestidos, dos pares de zapatos, una falda, una blusa, el vestido verde de satín y una capa, porque sabía que el mes de abril seguía siendo fresco por las noches y que andaríamos por el campo.
Ya te daremos el mandil que te pondrás encima. No vamos a un viaje de placer. Por Dios, criatura, fíjate qué llevas, me había insistido la tía Lilly, consternada. Los heridos de guerra no son un espectáculo agradable.
Yo quería seguir al lado de la única rubia de ojos azules del grupo que se alistaba para entrar en el vagón, pero Leonor se acercó y la llamó para consultarle alguna cosa, como secretaria que era de esta brigada, y yo me quedé sola en el andén sin saber a dónde dirigirme. Me parecía tan extraño, apenas ayer estar dormida en mi cama, rodeada por el papel tapiz con flores de lavanda, cubierta por una colcha del mismo tono, y ahora estar lista para ir al campo de guerra. Por un momento dudé.
Había escuchado lo que se contaba sobre Leonor Villegas: cómo atendió a los heridos de Nuevo Laredo en Año Nuevo en la sala de su casa, convertida en hospital, pero no me creía que esa mañana del 3 de abril de 1913 yo estuviera apunto de formar parte de esas historias que se contaban, del estruendo de las carabinas, del polvo que levantaban los caballos, de los rieles que llevaban vagones con soldados para batirse con los enemigos. Guerra entre mexicanos. Tía Lilly me lo había dicho aquella noche que me refugié en su casa: Mañana salimos a la mañana para El Paso. Y aunque esa guerra no era mi guerra, yo se la había declarado a la casa donde los otros decidían por mí. “¿Cuál es mi guerra?”. Ninguna guerra es de las mujeres, Jovita Idar me sorprendió sumida en mis cavilaciones y mi anticipación al viaje. Jovita me indicó que yo debía ir en el vagón de prensa con Eustasio Montoya, el fotógrafo de la Cruz Blanca. Jovita era firme y segura, no había duda. Sabía lo que hacía.
FOTO 004 Foto de la tercera brigada de La Cruz Blanca Constitucionalista
Le pregunté a Eustasio: ¿Se toman fotos de los heridos?, no pude evitar preguntar por curiosidad. Él le contestó: no es mi especialidad, sonrió. ¿Pero usted es fotógrafo?, insistí. El fotógrafo de la Cruz Blanca, levantó la vista Jovita y dijo: deja memoria de nuestra actividad: quiénes somos, cómo trabajamos, cómo nos movemos de un sitio a otro, con qué generales tratamos. Sin memoria no hay nada.
Jovita había robado todas las palabras a Eustasio. Las periodistas son las dueñas de las palabras, como puedes ver, se defendió él. Fue bueno haber entrado a la brigada por el lado de la prensa, él me llamaba “Página” en español por mi apellido Page, cuando el tren hizo una larga parada, aprovechamos para apearnos. Me dio instrucciones: cargar la lámpara de magnesio y colocarla al lado de su cámara. El fulgor me encandiló cuando tomó la foto de la brigada. Foto de la tercera brigada rumbo a El Paso. Anota, Página, anota.
No fue hasta que la tía Lily hizo señas para que yo también saliera en la foto cuando las chicas supieron que no era la ayudante del fotógrafo, sino una enfermera más, como ellas.
Leonor nos contó a Jovita y a Jenny que había recibido una carta del general Pablo González pidiendo enfermeras para atender a los heridos de la batalla de Torreón, a la mañana siguiente; aquello era una muestra del reconocimiento que el Ejército Constitucionalista hacía de la Cruz Blanca Constitucionalista.
Así empezó el primer artículo de Jenny, le puso el nombre Jovita: “Madruga la tercera brigada de la Cruz Blanca”. (Capítulo 15 La señorita Página).
Sangre en el regazo
La cabeza del herido en mi regazo. La camisa hecha jirones a la altura del codo, el codo, sin codo, la sangre detenida por la otra manga de la camisa que la tía Lily había apretado en lo que quedaba del brazo. Un torniquete, Jenny. Hay que detener la hemorragia. No era esto lo que esperaba. Pensé en otro tipo de heridas, descalabrados, raspaduras, boquetes cuya herida habría que limpiar y poner vendas, suturas. Pensé que mi trabajo sería llevar la comida a los heridos, tomarles la temperatura, darles los medicamentos. Escucharlos, platicar con ellos y darles consuelo. Pero el cabello pegado a la frente por el pavor, la mirada perdida, la invalidez sobre mi delantal blanco, ahora lleno de polvo y sangre, no era lo que imaginaba. Se lo dije a Aracelito.
Pues qué creías, gringuita. Esto es una guerra, me contestó con la soberbia que le daba esa gran mata de pelo oscuro atado a la nuca, esa largueza morena que la distinguía del resto de las enfermeras, además del aprecio y la confianza que le tenía Leonor. ¿Qué te imaginabas cuando te trepaste al vagón para ir a El Paso? ¿Un hospital aséptico?
Era verdad, había imaginado que atenderíamos a los que llegaran al hospital, cualquiera que fuera. No que saldríamos a recibir a los heridos de las batallas, encasillarlos, desvestirlos. No le hubiera contado a Aracelito en mi mal español si no fuera porque, a la hora de la cena en Chihuahua, vio que no probaba bocado y le pareció raro. ¿No te gusta la machaca? No después de ver la carne desgarrada de un brazo.
Comíamos en el comedor del hospital, una mesa larga blanca y dos bancas. Yo me hacía tonta con una tortilla y frijoles. Después del torniquete, y de que pasamos al herido a la cama entre el doctor Long, mi tía Lily y yo, tuve que obedecer. Quítale la camisa. Límpialo con agua oxigenada. Me dejaron sola con el hombre, que apenas podía abrir los ojos, y siguieron inspeccionando a los heridos. Había que despegar la camisa del brazo cercenado. Intenté jalar la tela, pero estaba adherida a la piel. Con agua ordenó el herido con la boca enmarcada por saliva blanca y seca. Mojé un algodón y se lo puse sobre los labios. Me acerqué a la palangana de agua hervida y vertí un poco sobre el brazo. Temía que se ablandara el torniquete, que la sangre saliera expulsada y veloz, y que el hombre se muriera allí, frente a mis ojos. Di un tirón a la tela y se despegó. Corté la camisa por los hombros con unas tijeras y la zafé. Por más que quería apartar la vista del pedazo de hueso, de los músculos desgarrados y las venas colgando como hilos, despegar la tela me acercó a ese pedazo mutilado.
No se asuste, me consoló el hombre. Tenía los ojos muy negros y la cara marcada por pequeños agujeros como si hubiera tenido viruela o acné en la adolescencia. Soy el teniente Jeremías Valdés de Durango, ahora el manco de la batalla de Torreón. Dígame, ¿perdimos? Porque, si no, mi brazo valió para pura madre. Disculpe, señorita, discúlpeme de verdad. Me asustaba su voz. Era una voz desquiciada. Cascada por la ira y la fatiga. Tenía fiebre. Mis tíos tardaban. No hable, no le conviene. ¿Y si me muero quién va a saber mi nombre, señorita? Comprendí sus razones. Los pantalones también, Jenny, dijo la tía Lily, que empujaba una mesa con muchos utensilios. Miré al teniente Jeremías a los ojos como pidiéndole disculpas, pero ya el tío George se acercaba con una estopa empapada en cloroformo y le pedía que contara hasta diez. Cuando yo bajaba el cierre del pantalón caqui, temerosa de la desnudez de un hombre, el herido pronunció con dificultad el seis y cayó dormido. La tía Lily esperaba ansiosa con una bata limpia en las manos, así que me di prisa sin mirar demasiado el sexo lacio del herido entre los pelos hirsutos. Era como si el sueño del herido me quitara el temor y como si la vigilancia de la tía Lily me obligara a demostrar que yo podía ser enfermera.
FOTO 005 La Cruz Blanca en Durango
Para una enfermera, un cuerpo es algo que necesita ayuda. No es un cuerpo de hombre; es un cuerpo que necesita los cuidados y la delicadeza para no morir. Me atreví a preguntarle si moriría el teniente. No me dio respuesta y me salí para que el tío George sellara el muñón y la vida no se le fuera toda por aquel tajo indecente. Busqué el escusado más próximo y me empiné sobre la taza. Devolví bilis, ácidos, el desayuno.
Me eché agua a la cara y fui a los pabellones, donde seguramente necesitaban de mí. Sólo después, cuando le conté a Araceli, con la fatiga encima por aquel día extremo, por la visión de tantos vendados, rasgados, mutilados, a los que di de comer, tapé, puse el termómetro, di agua, comprendí que Aracelito tenía razón. ¿Qué hacía allí? Esa guerra no se libraba en mi país. Era la guerra de los mexicanos. Y los muertos y los héroes no cambiarían mi historia, mi vida. Por lo menos eso creía, y pensé que me gustaría estar sentada en la veranda de casa, tomando limonada y platicando con Otilia de la fiesta de papá, porque era abril y ya pronto sería su cumpleaños.
¿Y tú a qué viniste, Aracelito? ¿Acaso tu padre o tu hermano están en la guerra? No me contestó. Sin querer la había dado su merecido con esa pregunta. No tenía padre ni hermano, vivía con sus abuelos y el campo y los caballos habían sido lo suyo hasta que conoció a Leonor, como después me platicaría, cuando dejó de burlarse de mis pecas y mi pelo color zacate, y lo roja que se me ponía la nariz bajo el sol del desierto. La verdad es que quería salir del comedor y buscar a la tía Lily, saber del teniente. Me disculpé y volví al cuarto donde había limpiado y vestido al herido. No escuché ruido y abrí la puerta. Me acerqué despacio, intentando saber si respiraba o no. En la penumbra me incliné hacia él para escuchar su respiración. Permanecí de pie, aliviada, contemplando su semblante que, narcotizado, se veía plácido. Las ojeras grisáceas reflejaban un cansancio que contrastaba con la boca y la quijada sin tensión, el entrecejo liso. No parecía ser el mismo que había visto convulso sobre mis piernas. Pensé que debía de tener alguna novia o esposa. Tendría treinta y tantos años. A lo mejor bailaba bien, pero ahora no podría ni disparar ni montar ni rodear el cuerpo de su novia con los dos brazos. Y ella, quien quiera que fuera, no lo podía saber. Tal vez debía avisarle yo a alguien. Mañana, cuando despertara.
¿Enfermera?-Me sobresalté. No imaginaba cómo me había reconocido, pues hablaba sin abrir los ojos. Gracias. (Extraído del capítulo 18 titulado: Sangre en el regazo).
Cuando Leonor recibió el telegrama para formar la tercera brigada de la Cruz Blanca, reunió a Lily, Jovita y ella misma para convocar a las chicas que irían en ella. Había que preparar los uniformes y dejar instrucciones para que sus hijos fueran debidamente atendidos. Sabían cuando partían, pero nunca sabían cuando volverían. Extraído del capítulo 19. El Elefante Negro).
“México es un país de salvajes” decía mi padre
A veces me sentaba en la pérgola de casa en Saint Paúl, entre las peonías que exhalaban primavera aferradas a los postes de aquel lugar, y me atormentaba ese bienestar tan acorde al apellido de mi marido, Balme, bálsamo tan lejos de la zozobra cuando atendíamos a los heridos o cuando les cerrábamos los ojos y tú, señalabas a las que iríamos en el comité de consolación para avisar a los familiares. Yo siempre apretaba los dedos fuertemente; no quería que me tocara ir. Temía ver el dolor de los demás. Sabía que sería mucho más fuerte que el del gesto de muerte en los caídos, Lily Long me lo advertía: “no le cuentes a tu padre de las muertes” ¿Y que se pensaba Eustasio retratando aquel dolor que volvía a ver ahora en las fotos?. El gesto de los deudos. Algo parecido a la confusión. Al azoro de no volver a ver más al hijo. ¿Todo para la memoria de la cruz blanca? Leonor y Aracelito posando ante la cámara, aquellos viejos demudados un hijo para llorarle.
No pensaba contarle nada de aquello a mi padre, porque no tenía intenciones de comunicarme. Su Jenny en una guerra que ni era de ella, solo por ese pedacito de sangre Zavala que le corría en las venas, solo porque su vida tuviera una excitación que no le proveía la quietud laderense. Ni siquiera tenía claras las razones: Había tomado la ola. La obligación de responder a Alberto Narro era un pretexto. También estaba segura de que no se quedaría tranquilo sin saber de mí, y desde luego, no se quedó con los brazos cruzados.
Sucedió que ese día no partía el tren y localizaron un lugar para que pasáramos la noche. Algo se rumoraba sobre las armas que tenían que llevar a Chihuahua y que no habían llegado.
Cuando la tía Lily salía del cuarto, algunos de los rebeldes disimularon que estaban esperando ver a las enfermeras. Nos reímos en cuanto vimos que bajaban la vista ante la mirada regañona de la tía. Eso de compartir el cuarto con varias muchachas me parecía muy divertido, como tener hermanas. Desconocía lo que era compartir el sueño, las bromas. Después de cerrar la puerta, espiábamos desde la ventana, vimos que la tía se acercó y les dijo algo y ellos se alejaron camino abajo, hacia el edificio de la aduana. Nos sentamos en las camas desilusionadas.
Cuando terminamos de bailar nos fuimos a dormir al edificio de la aduana, ya que donde estábamos hospedadas habían atrancado la puerta, allí nos encontramos con un herido, estaba tapado hasta la cintura con el tórax envuelto en vendas, el rostro apenas era visible. Agua por favor, pedía. Le toqué la frente, ardía. No lo dudé le avisé a Estela y le dije que había un herido al que urgía atender, que fuera por agua, le atendimos; cumplíamos con nuestro deber. (Extraído del capítulo 20. Baile en el casino).
FOTO 006 La escritora Mexicana Mónica Lavín
Mónica Lavín (México D. F. 1955)
Escritora, pertenece al Sistema Nacional de Creadores. Recibió el premio Pantalla de cristal por coautora del mejor guión de documental (Bajo la región más transparente). Fue maestra de la Escuela de Escritores de SOGEM y actualmente es profesora investigadora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México en la Academia de Creación literaria. http://www.monicalavin.com/
Me puse en contacto con ella por medio del correo electrónico, pidiéndole autorización para realizar el resumen de su libro y pedirle las fotos originales del mismo, contestándome rápidamente y me envió todo lo que le pedí. Desde aquí quiero agradecerle la amabilidad que tuvo conmigo. Cuando nos presentamos por medio del e-mail, ella me escribió:
Estimado Manuel:
Qué interesante que divulgue la historia de la enfermería. Para la foto sólo preguntaré a la Universidad de Houston, pues ellos tienen los derechos, si no tienen inconveniente en que se reproduzca en un blog (no lo tendrán porque esperan la divulgación...). Y de inmediato las mandaría. El link de su página me interesa para ponerlo en la mía.
Gracias por su interés.
Un saludo afectuoso
Mónica
Aquí termina nuestro pequeño resumen de este libro “Las Rebeldes”, que os aconsejo que os hagáis con un ejemplar, porque nos relata una parte muy importante de esas mujeres que dejaron su hogar y sus hijos para convertirse en Enfermeras y dar su vida por los heridos de una guerra cruenta y vil. Es un libro de consulta para comprender una parte de la Historia de la Enfermería de México.
En una reseña de Lorena Hernández Reyes con el título “La Participación de la mujer en la revolución Mexicana”, en el apartado Enfermeras, decía así: “Las Enfermeras de la Cruz Blanca Constitucionalista estuvieron en los puestos de avanzada y establecieron hospitales de sangre. “Dentro de la lucha, una de las misiones tradicionales de la mujer apareció en todos los lugares, la de Enfermeras. Las había de todo tipo, principiando con las que tenían solamente buena voluntad, conocimiento de yerbas y hacían curaciones primitivas. Ellas iban a la retaguardia y eran generalmente soldaduras… cuando el dolor de los heridos era ya insoportable les daban nuestros populares narcóticos… un herido pedía a gritos que le pegaran un tiro. Ante el sufrimiento la “Chata Micaela” se encaramó en el carro, encendió un cigarro de marihuana, Dios te lo pague, mujer, dijo el hombre herido y a poco se calmó”. (Ángeles Mendieta Alatorre, 1961)
Salvo algunos casos excepcionales, las mujeres están ausentes en los libros de historia; por ello es necesario llevarlas hasta las aulas de las escuelas preparatorias, ya que, al no incluirlas en diferentes tiempos y espacios, los alumnos pensaran que no es falta de información propia de una historia tradicionalista de un sistema patriarcal, sino que no han contribuido o han participado muy poco en el desarrollo de sus pueblos y naciones. Queremos hacer que se sepa y enseñar una historia incluyente que no omita a las mujeres. Se debe hacer una historia crítica, diferente, acorde con las nuevas realidades de nuestro tiempo.
Leonor Villegas. Fundadora de la Cruz Blanca Constitucionalista
La ayuda humanitaria que actualmente se ofrece en las llamadas “zonas en conflicto” es una práctica para paliar un poco la angustia que significa estar en medio de una batalla. Leonor Villegas fue consciente de esta necesidad y fundó durante la Revolución Mexicana la Cruz Blanca para ayudar a las personas heridas de los combates entre las fuerzas porfiristas y revolucionarias.
FOTO 007 Enfermeras de La Cruz Blanca en el quirófano
Leonor Villegas, nació en Nuevo Laredo, México, en 1876, es hija de Joaquín y Helosia Villegas. Fue educada en Estados Unidos y se casó con Adolfo Magnon ciudadano americano, en 1901. A la muerte de su padre en 1910, Leonor con tres hijos pequeños, regresó a territorio mexicano y fundó un jardín de niños en su hogar que llevó el nombre de “Rebelde”, más tarde al lado de su amiga Jovita Idar incursionó en el periodismo en La crónica de Nuevo Laredo editado por Joaquín Idar.
En 1913 Nuevo Laredo es escenario de los embates de la Revolución Mexicana que provocan la salida de muchos de sus habitantes, entre ellos el de la familia Idar al ser herido de gravedad Joaquín, Leonor acompaña a la familia en su travesía del cruce por Río Grande para llegar a territorio norteamericano. Es durante este viaje que Leonor Villegas se percata de la necesidad de atención médica de los combatientes y decide asegurar más ayuda organizada para asegurar fuentes médicas, es así que formó y financió la Cruz Blanca en 1914.
En enero de ese año tras la batalla que sostuvieron las fuerzas carrancistas en Nuevo Laredo, Leonor transformó su hogar, cochera y escuela de Laredo en hospitales para los soldados heridos que cruzaron el río.
FOTO 008 Varias fotos de La Cruz Blanca
Más de 100 de los hombres de Venustiano Carranza fueron tratados en las salas improvisadas por Leonor. Cuando funcionarios americanos intentaron arrestar a los combatientes Leonor organizó el escape de varios pacientes entreteniendo a las autoridades americanas mientras los heridos que se podían mover eran vestidos con ropa civil para hacerlos huir. No obstante, cuarenta hombres heridos fueron tomados en custodia y encarcelados en la fortaleza McIntosh. Es entonces que Leonor Villegas contrata un abogado para obtener la liberación de los combatientes, consiguió una audiencia con el gobernador Oscar B. Colquitt para solicitar su intervención a favor de los soldados pero ese intento fracasó. Más tarde, la secretaria del estado a través de Guillermo Jennings Bryan consiguió la libertad de los soldados.
Más adelante, Leonor Villegas de Magnon y 25 enfermeras se sumaron al ejército de Carranza en Ciudad Juárez y viajaron con ellos a la ciudad de México como parte del contingente militar. Al triunfo de la Revolución Mexicana le fueron concedidas a Leonor Villegas cinco medallas al valor. Leonor Villegas murió en la ciudad de México en 1955 y nos hereda la experiencia de participar en la Revolución a través de su libro autobiográfico Rebelde que fue publicado en español en 1961, edición e introducción de Clara Lomas. Artículo escrito por Erika Cervantes. México
Elena Arizmendi Mejía. Fundadora de la Cruz Blanca Neutral
También llamada: revolucionaria, feminista y defensora de migrantes
Elena Arizmendi Mejía es Adriana, la hechicera erótica o la mujer fatal que fue amante de José Vasconcelos. Pero ese personaje literario del Ulises criollo opaca a la mujer que fundó la Cruz Blanca, la maderista y revolucionaria o defensora de migrantes mexicanos en EU y feminista, dice la historiadora Gabriela Cano.
FOTO 009 Leonor Villegas y Jovita Idar
La profesora-investigadora de El Colegio de México muestra en su libro “Se llamaba Elena Arizmendi” de la editorial Tusquets, a la mujer que fue periodista y directora de la revista Feminismo internacional, Revista de la Raza o a la escritora de una novela breve Vida incompleta. Ligeros apuntes sobre mujeres de la vida real, con la cual rebate el estigma de amante que siempre la persiguió. Ella, dice la historiadora, es un personaje complejo y contradictorio, que además encarna la imagen de cómo se veía a las mujeres entre los intelectuales de principios del siglo XX. La obra, añade, trata de visibilizar a esas mujeres que han quedado a la orilla por los prejuicios y se enmarca en un proyecto más amplio sobre historia de género en la Revolución Mexicana y en el México posrevolucionario.
Que viva sí, la Arizmendi
Mujer de buen corazón
Que a todos cura con alma
Y atiende sin distinción
Que vivan esas mujeres
Que en la guerra de caridad
Para los que están sufriendo
Por la amada libertad
Este corrido titulado “A la noble jefa de la sección de la Cruz Blanca”, fue dedicado a su fundadora Elena Arizmendi Mejía, cuya familia era una de las privilegiadas en el México de don Porfirio Díaz, empezaba el año de 1884.
Cuando apenas tenía catorce años su madre murió y forzada por el destino se convirtió por algún tiempo en la figura materna de sus seis hermanos. Su biógrafa, la historiadora Gabriela Cano, asegura que la joven “ocupó una posición de autoridad sobre sus hermanos menores y sobre el personal doméstico al servicio de la familia Arizmendi. La responsabilidad debió de fortalecer su carácter y dotarla del don de mando que sus allegados reconocerían en distintas circunstancias como característica muy personal”. Pero esta situación de estar frente a su familia duró muy poco, su padre se casó con una joven casi de la edad de su hija. Entre las dos nunca hubo una buena relación y esta se complicó cuando tuvo once hermanos más.
Posiblemente por ello, decidió casarse joven y al iniciar el siglo XX se hizo esposa de un hombre llamado Francisco Carreto. El matrimonio sin amor ni ilusión fue un gran fracaso, además durante el tiempo que estuvo casada sufrió de violencia doméstica. Si bien no hay documentos probatorios, ella se declaró como mujer divorciada en 1912 cuando fundó formalmente la Cruz Blanca, organización que tuvo como objetivo atender a los heridos de la guerra durante la Revolución Mexicana.
Pero antes de tomar esa gran decisión de su vida, tanto el divorcio como la organización que fundó, estudió la carrera de enfermería en los Estados Unidos en la Escuela de Formación de Enfermeras de Santa Rosa, Texas en el Hospital de Santa Rosa, a cargo de la congregación católica de las Hermanas de la Caridad del Verbo Encarnado. Fundando la Cruz Blanca Neutral el 5 de mayo de 1911 para ayudar a los heridos en la Revolución.
Fue precisamente en el país vecino donde Elena hizo gran amistad con Francisco I. Madero y su esposa Sarita, cuando él tuvo que exiliarse en San Antonio. Obviamente simpatizó con la causa maderista pero primero terminó sus estudios de enfermería y regresó a México en abril de 1911. “Para entonces, Elena había dejado de ser la muchacha que no acaba de encontrarse a sí misma y de superar las decepciones amorosas de su juventud. Ahora regresaba segura de sí misma, orgullosa de sus estudios, rebosante de entusiasmo y firmeza en sus convicciones políticas a favor del movimiento democrático encabezado por Madero...”.
Al regresar a México fue testigo de la terrible situación de los heridos en los enfrentamientos bélicos, ya que no recibían la atención necesaria. La Cruz Roja mexicana se había creado en 1908 y además de tener poca experiencia en ese tiempo poseía un carácter oficial y por ello espíritu de neutralidad quedaba mermado por completo. Ante tal situación, Elena Arizmendi denunció por escrito esta situación, ya sea a través de textos escritos por ella o a través de entrevistas que dio a publicaciones como el Diario del Hogar y hasta El Imparcial. Fue así como desarrolló una gran campaña para formar la Cruz Blanca Neutral, objetivo que logró pese a todos los obstáculos que le pusieron en el camino.
FOTO 010 Enfermeras de La Cruz Blanca Neutral. Ejército de Maderistas
Durante ese tiempo conoció a José Vasconcelos, se enamoraron y fueron amantes. Él nunca dejó a su esposa y además era muy celoso. Si bien su relación fue muy intensa y profunda, terminaron con muchos rencores por parte de él.
Ante un país herido y un hombre resentido, Elena decidió irse a Estados Unidos donde volvió a casarse y a divorciarse. Nunca pudo tener hijos, pero la maternidad jamás fue ni destino ni objetivo en su vida. En Nueva York buscó su cuarto propio y empezó a escribir en periódicos y escribió su única novela titulada “Vida incompleta”. Ligeros apuntes sobre mujeres de la vida real, en 1927, narración con grandes tintes biográficos. De igual manera participó activamente en congresos de mujeres y feministas. Creó representativas agrupaciones feministas.
Elena vivió en Nueva York de 1916 a 1938; formó la Liga de Mujeres de la Raza, una red de feministas hispanoamericanas que buscaban adaptar el movimiento a la cultura hispanoamericana, señala Gabriela Cano. Cuenta que en ese tiempo es directora de la revista Feminismo Internacional y colabora en varios periódicos. Pero no deja de interesarse por lo que pasa en México y critica del anticlericalismo de Plutarco Elías Calles y después simpatiza con Lázaro Cárdenas y su deseo de dar el sufragio a las mujeres.
Regresó a México en 1938, sorprendida y quizá un poco herida se descubrió como personaje en el prestigiado libro de José Vasconcelos Ulises Criollo, pues el personaje llamado “Adriana”, que se parecía a ella, era retratado como una mujer fatal.
La boca de Adriana, fina y pequeña, perturbaba por un leve bozo incitante. Unos dientes blancos, bien recortados, intactos, sobre la encía limpia, iluminaban su sonrisa. La nariz corta y altiva temblaba en las ventanillas voluptuosas; un hoyuelo en cada mejilla le daba gracia y los ojos negros, sombreados, abismales contrastaban con la serenidad de una frente casi estrecha y blanca, bajo la negra cabellera abundosa. Decía de ella la fama que no se le podía encontrar un solo defecto físico. Su andar de piernas largas, caderas anchas, cintura angosta y hombros estrechos, hacía volver a la gente a mirarla...
La Cruz Blanca seguía con vida al iniciar la década de los años cuarenta gracias al apoyo de Rodulfo Brito Foucher y su esposa, padres de la reconocida feminista mexicana Esperanza Brito de Martí, que fue directora de la revista Fem durante 20 años y quien conoció a Elena y juntos compartieron ideas, así como puntos de vistas que influyeron para el feminismo de la joven Esperanza.
En 1939 regresa a México y los últimos diez años trabaja para la Cruz Blanca, hasta que muere en 1949.
Elena Arizmendi murió en 1949 en la casa de su hermano en Coyoacán. En los párrafos finales de su novela afirmó: “Soy dichosa. Aquí no hay hombres ni mujeres. No hay sexos, todos somos iguales, por lo tanto no hay celos, odios u otras malas pasiones”. (Trabajo realizado por Elvira Hernández Carballido).
NUESTRAS CONCLUSIONES
¿Por qué en determinadas circunstancias algunas personas deciden ayudar a otras sin esperar nada a cambio, arriesgando incluso su vida? ¿Por qué Leonor Villegas o Jenny Page deciden dedicar sus esfuerzos en la atención de personas heridas? La psicología social ha estudiado en numerosas ocasiones las conductas altruistas, intentando determinar los factores que pueden determinar esta conducta. La educación recibida, la identificación con las propias personas necesitadas u otros factores podrían explicar esta respuesta personal. Sin embargo, también determina que la presencia de más actores o testigos reduce en 2/3 la probabilidad de que se produzca un acto de altruismo. Entonces, ¿que lleva a estas mujeres jóvenes a arriesgar incluso su vida para atender y organizar la atención de las personas heridas?
El caso de estas dos ilustres mexicanas no es un hecho aislado. Pese a que, a lo largo de la historia, el protagonismo de las mujeres habitualmente no ha quedado reflejado en los textos, situaciones parecidas se repiten. En este caso, el papel subordinado de la mujer en la sociedad occidental a finales de siglo XIX y comienzos del XX contrasta con la conducta altruista y el liderazgo ejercido, pese a los riesgos y las críticas recibidas. Es difícil encontrar respuestas a estas cuestiones, pero cuando preguntaron a Elisabeth Eidenbenz, el alma Mater de la maternidad de Elna, o a Irena Sendler, el ángel del gueto de Varsovia, respondieron que hicieron lo que tenían que hacer, que estaban en el lugar adecuado en el momento preciso para hacerlo..., sin esperar nada a cambio.
Nunca podremos saber exactamente qué les movió a hacerlo, pero evidentemente constituyen un ejemplo para todos.
FOTO 011 Elena Arizmendi Mejía
AGRADECIMIENTOS
Alfredo Bermúdez González
Mónica Lavín
Javier Alonso. Unidad de Comunicación del Hospital Universitario Donostia
BIBLIOGRAFÍA
Las Rebeldes de Mónica Lavín. Editorial Grijalbo, novela histórica. Primera Edición Octubre 2011
La participación de la mujer en la revolución Mexicana. Propuesta para incluir la categoría de género en el programa de nivel medio superior de la UAEMex. Lorena Hernández Reyes. UAEM
La mujer en la Revolución Mexicana. Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana. México. Ángeles Mendieta Alatorre, 1961
Artículo escrito por Erika Cervantes. México
http://www.cimacnoticias.com.mx/noticias/04nov/s04110108.html
Elvira Hernández Carballido. Doctora en Ciencias Políticas y Sociales con orientación en Comunicación. Profesora investigadora de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, fue jurado en el reciente Premio Nacional de Periodismo.
http://mujeresnet.info/2011/11/elena-arizmendi.html
Gabriela Cano. Historiadora
http://www.cronica.com.mx/especial.php?id_nota=501667&id_tema=1237
AUTORES
Raúl Expósito González
Enfermero. Servicio de Anestesia y Reanimación. Hospital “Santa Bárbara” de Puertollano. Ciudad Real. Experto en Barberos, Ministrantes y Sangradores
raexgon@hotmail.com
Jesús Rubio Pilarte
Enfermero y sociólogo. Profesor de la E. U. de Enfermería de Donostia. EHU/UPV
Miembro no numerario de La RSBAP
jrubiop20@enfermundi.com
Manuel Solórzano Sánchez
Enfermero Servicio de Oftalmología
Hospital Universitario Donostia de San Sebastián. Osakidetza /SVS
Vocal del País Vasco de la SEEOF. Insignia de Oro de la SEEOF
Miembro de Eusko Ikaskuntza
Miembro de la Sociedad Vasca de Cuidados Paliativos
Miembro Comité de Redacción de la Revista Ética de los Cuidados
M. Red Iberoamericana de Historia de la Enfermería
Miembro no numerario de La RSBAP
masolorzano@telefonica.net
FOTO 001 Portada del Libro Las Rebeldes de Mónica Lavín
Basada en las memorias y el archivo de Leonor Villegas de Magnón, esta novela pone los reflectores en el otro lado de las batallas. Allí donde periodistas, enfermeras, fotógrafos, maestras y telegrafistas dieron su propia batalla. Es 1913 y el Ejército Constitucionalista avanza hacia la ciudad de México, entre triunfos y pugnas de Villa y Carranza, a la par que la escritura de Jenny Page hace el recuento de la historia de una ambición y una injusticia, e indaga en sus propias pasiones alrededor de una batalla ajena y un amor imposible. Felipe Ángeles, Pablo González, Lucio Blanco, la Adelita, Lily Long, Jovita Idar, el fotógrafo Eustasio Montoya son algunos de los personajes de esta historia donde épica, intriga y memoria se tejen para contar otra cara de la Revolución.
He tenido la suerte de que mi amigo Alfredo Bermúdez González, que es el responsable del Grupo de Investigación de Historia y Filosofía del Cuidado. Director de AHFICEN. Escuela Nacional de Enfermería y Obstetricia, en la Unidad de Investigación de México, al que ya le conocía de hace años por vía e-mail, y en noviembre de 2011 tuve la ocasión de conocerlo personalmente en el VII Congreso Internacional y XII Congreso Nacional de Historia de la Enfermería celebrado los días 24, 25 y 26 de noviembre en Alicante. Él me lo mando de regalo estas navidades pasadas desde México, para que me instruyese en la cultura e Historia de su País y en aquellas enfermeras que lucharon por crear La Cruz Blanca Constitucionalista.
FOTO 002 Alfredo Bermúdez González. Congreso de Alicante
Así comienza este fantástico libro titulado “Las Rebeldes” de la escritora Mexicana Mónica Lavín.
Adela con su belleza insolente, la teniente coronel María de Jesús ocultando sus senos rosados, Aracelito preparando la hipodérmica, Aurelia consolando con una canción, Lily entablillando una pierna, Jovita vendando una cabeza, Trini mandando un telegrama, Antonia comprando los uniformes, Leonor organizando la brigada. La banda tocando, el cabrito en el fuego, Eustasio apuntando con la cámara. “Dejen sus tareas. Reúnanse aquí todas. Jenny, tú también”. Yo, sonrojada. “Enfermeras, muestren la banda en su brazo. Sonrían. Ésta es la memoria de la Cruz Blanca constitucionalista”. Yo no aparezco en ninguna de las fotos que Leonor Villegas de Magnón guardó. El que se mueve no sale en la foto. La foto que tomó Eustasio Montoya. Y yo salí huyendo.
Entre el legajo de papeles estaba un manuscrito que llevaba por título “La Rebelde” y que Leonor Villegas de Magnón, como aparecía en la hoja inicial, había escrito contando los días de “La Cruz Blanca”. Y luego estaban las cartas, y las fotos, y las notas de compras y de hoteles, y esa insistencia generosa y tenaz de Leonor: Escriba esta historia. Recuerdo que usted era una joven con la idea de ser periodista. Se acercaba al fotógrafo Eustasio Montoya para encontrar las palabras que acompañaran sus fotos.
“Recuerdo también que era torpe para aplicar eyecciones y que alguna vez lloró con la muerte de un hombre (soldado) en su regazo. Yo quise unirme a la llamarada. Con lo que podía hacer, con lo que era necesario. No me bastaba mi vida, Jenny Page. Si este paquete la encuentra con salud y ánimo, es necesario que alguien escriba la historia que no ha sido contada ni publicada ni es visible porque no es la de las batallas ganadas, perdidas, de las traiciones y el poder que va cambiando de dueño. Escríbala por mí, Jenny. Escriba”.
FOTO 003 Foto Original: La Cruz Blanca Constitucionalista 1914
Herminia siguió dirigiendo las noticias, la primera consecuencia de la segunda, y reprobó el engaño con esa huelga de la voluntad. La bañaban sentada, le daban de comer, la vestían. La mató la infección de las llagas que le provocó el tule de la silla. Cuando la levantaron, carne y asiento era una sola cosa sanguinolenta y fétida. Cada vez que vence el desgano, la tía Herminia me viene a la mente. (Extraído del capítulo 3. Enguantada en el bar).
A nadie le tengo que explicar que vengo a escribir la historia de Leonor Villegas. Fue en la estación de Laredo y no del lado mexicano donde esperé con las otras chicas a que partiera el tren que nos llevaba a El Paso. Vengo aquí para escribir sin la pluma, para sentarme en la banca y recordar mi figura esbelta, el mandil que llevábamos en el equipaje, la cofia y la banda azul que nos distinguía como Cruz Blanca. La llevábamos puesta en el brazo izquierdo, por encima del codo, sobre nuestros vestidos de viaje. Nuestras caras expectantes, jubilosas. Cualquiera diría que la primera vez que salió la tercera brigada de la Cruz Blanca, íbamos a un festejo y no a la guerra. Las más jóvenes éramos las más inconscientes, porque las hermanas Blackaller de Monterrey y Rosaura Flores de Saltillo, más adustas en sus maneras, parecían saber más del asunto. Ganaran o perdieran los nuestros en la batalla que se libraría en Torreón, nosotras tendríamos el mismo trabajo, la misma función.
Así nos lo hizo saber Rosaura: Puede que, si ganamos, haya menos heridos, pero habrá. Prepárense, muchachas. Lo dijo mientras algunas cantaban en las bancas de la estación, acodadas en los bultos de equipaje. Parecía que quería matar nuestro revuelo de jóvenes ilusas. Lo logró porque, después de que encaramos lo que vendría, nos quedamos calladas. Yo pensé en papá, sentado en la cama de mi habitación, con el corazón deshecho cuando descubriera, esa noche en que yo no había vuelto, que su Jenny había tomado rumbo para estar en una guerra del otro lado, del lado salvaje, como él decía, que ella también poseía. Lo deduciría pronto y se consolaría diciendo a los demás que me había ido a escribir sobre la guerra.
Lily y Leonor, sentadas en una mesa, revisaban papeles; todo lo que era necesario para que pudiésemos llegar a donde nos esperaban, como había indicado el general Pablo González a Leonor. Así nos lo dijo la señora Magnón cuando nos reunió esa mañana en su casa de Flores: Necesito 25 muchachas. Había más en aquella reunión y las más jóvenes fueron dispensadas. Yo me salvé porque la tía Lily me tenía bajo su cargo. Arguyó que, además, yo escribiría para La Crónica.
Tienen que saber que existimos, insistió Leonor cuando la miró, perpleja por llevar a una chica americana que quería participar en la revuelta mexicana. (Extraído del capítulo 14. Cruzar el río).
Empaca lo necesario Jenny Page, me indicó tía Lilly después de la junta con Leonor. Tomé tres vestidos, dos pares de zapatos, una falda, una blusa, el vestido verde de satín y una capa, porque sabía que el mes de abril seguía siendo fresco por las noches y que andaríamos por el campo.
Ya te daremos el mandil que te pondrás encima. No vamos a un viaje de placer. Por Dios, criatura, fíjate qué llevas, me había insistido la tía Lilly, consternada. Los heridos de guerra no son un espectáculo agradable.
Yo quería seguir al lado de la única rubia de ojos azules del grupo que se alistaba para entrar en el vagón, pero Leonor se acercó y la llamó para consultarle alguna cosa, como secretaria que era de esta brigada, y yo me quedé sola en el andén sin saber a dónde dirigirme. Me parecía tan extraño, apenas ayer estar dormida en mi cama, rodeada por el papel tapiz con flores de lavanda, cubierta por una colcha del mismo tono, y ahora estar lista para ir al campo de guerra. Por un momento dudé.
Había escuchado lo que se contaba sobre Leonor Villegas: cómo atendió a los heridos de Nuevo Laredo en Año Nuevo en la sala de su casa, convertida en hospital, pero no me creía que esa mañana del 3 de abril de 1913 yo estuviera apunto de formar parte de esas historias que se contaban, del estruendo de las carabinas, del polvo que levantaban los caballos, de los rieles que llevaban vagones con soldados para batirse con los enemigos. Guerra entre mexicanos. Tía Lilly me lo había dicho aquella noche que me refugié en su casa: Mañana salimos a la mañana para El Paso. Y aunque esa guerra no era mi guerra, yo se la había declarado a la casa donde los otros decidían por mí. “¿Cuál es mi guerra?”. Ninguna guerra es de las mujeres, Jovita Idar me sorprendió sumida en mis cavilaciones y mi anticipación al viaje. Jovita me indicó que yo debía ir en el vagón de prensa con Eustasio Montoya, el fotógrafo de la Cruz Blanca. Jovita era firme y segura, no había duda. Sabía lo que hacía.
FOTO 004 Foto de la tercera brigada de La Cruz Blanca Constitucionalista
Le pregunté a Eustasio: ¿Se toman fotos de los heridos?, no pude evitar preguntar por curiosidad. Él le contestó: no es mi especialidad, sonrió. ¿Pero usted es fotógrafo?, insistí. El fotógrafo de la Cruz Blanca, levantó la vista Jovita y dijo: deja memoria de nuestra actividad: quiénes somos, cómo trabajamos, cómo nos movemos de un sitio a otro, con qué generales tratamos. Sin memoria no hay nada.
Jovita había robado todas las palabras a Eustasio. Las periodistas son las dueñas de las palabras, como puedes ver, se defendió él. Fue bueno haber entrado a la brigada por el lado de la prensa, él me llamaba “Página” en español por mi apellido Page, cuando el tren hizo una larga parada, aprovechamos para apearnos. Me dio instrucciones: cargar la lámpara de magnesio y colocarla al lado de su cámara. El fulgor me encandiló cuando tomó la foto de la brigada. Foto de la tercera brigada rumbo a El Paso. Anota, Página, anota.
No fue hasta que la tía Lily hizo señas para que yo también saliera en la foto cuando las chicas supieron que no era la ayudante del fotógrafo, sino una enfermera más, como ellas.
Leonor nos contó a Jovita y a Jenny que había recibido una carta del general Pablo González pidiendo enfermeras para atender a los heridos de la batalla de Torreón, a la mañana siguiente; aquello era una muestra del reconocimiento que el Ejército Constitucionalista hacía de la Cruz Blanca Constitucionalista.
Así empezó el primer artículo de Jenny, le puso el nombre Jovita: “Madruga la tercera brigada de la Cruz Blanca”. (Capítulo 15 La señorita Página).
Sangre en el regazo
La cabeza del herido en mi regazo. La camisa hecha jirones a la altura del codo, el codo, sin codo, la sangre detenida por la otra manga de la camisa que la tía Lily había apretado en lo que quedaba del brazo. Un torniquete, Jenny. Hay que detener la hemorragia. No era esto lo que esperaba. Pensé en otro tipo de heridas, descalabrados, raspaduras, boquetes cuya herida habría que limpiar y poner vendas, suturas. Pensé que mi trabajo sería llevar la comida a los heridos, tomarles la temperatura, darles los medicamentos. Escucharlos, platicar con ellos y darles consuelo. Pero el cabello pegado a la frente por el pavor, la mirada perdida, la invalidez sobre mi delantal blanco, ahora lleno de polvo y sangre, no era lo que imaginaba. Se lo dije a Aracelito.
Pues qué creías, gringuita. Esto es una guerra, me contestó con la soberbia que le daba esa gran mata de pelo oscuro atado a la nuca, esa largueza morena que la distinguía del resto de las enfermeras, además del aprecio y la confianza que le tenía Leonor. ¿Qué te imaginabas cuando te trepaste al vagón para ir a El Paso? ¿Un hospital aséptico?
Era verdad, había imaginado que atenderíamos a los que llegaran al hospital, cualquiera que fuera. No que saldríamos a recibir a los heridos de las batallas, encasillarlos, desvestirlos. No le hubiera contado a Aracelito en mi mal español si no fuera porque, a la hora de la cena en Chihuahua, vio que no probaba bocado y le pareció raro. ¿No te gusta la machaca? No después de ver la carne desgarrada de un brazo.
Comíamos en el comedor del hospital, una mesa larga blanca y dos bancas. Yo me hacía tonta con una tortilla y frijoles. Después del torniquete, y de que pasamos al herido a la cama entre el doctor Long, mi tía Lily y yo, tuve que obedecer. Quítale la camisa. Límpialo con agua oxigenada. Me dejaron sola con el hombre, que apenas podía abrir los ojos, y siguieron inspeccionando a los heridos. Había que despegar la camisa del brazo cercenado. Intenté jalar la tela, pero estaba adherida a la piel. Con agua ordenó el herido con la boca enmarcada por saliva blanca y seca. Mojé un algodón y se lo puse sobre los labios. Me acerqué a la palangana de agua hervida y vertí un poco sobre el brazo. Temía que se ablandara el torniquete, que la sangre saliera expulsada y veloz, y que el hombre se muriera allí, frente a mis ojos. Di un tirón a la tela y se despegó. Corté la camisa por los hombros con unas tijeras y la zafé. Por más que quería apartar la vista del pedazo de hueso, de los músculos desgarrados y las venas colgando como hilos, despegar la tela me acercó a ese pedazo mutilado.
No se asuste, me consoló el hombre. Tenía los ojos muy negros y la cara marcada por pequeños agujeros como si hubiera tenido viruela o acné en la adolescencia. Soy el teniente Jeremías Valdés de Durango, ahora el manco de la batalla de Torreón. Dígame, ¿perdimos? Porque, si no, mi brazo valió para pura madre. Disculpe, señorita, discúlpeme de verdad. Me asustaba su voz. Era una voz desquiciada. Cascada por la ira y la fatiga. Tenía fiebre. Mis tíos tardaban. No hable, no le conviene. ¿Y si me muero quién va a saber mi nombre, señorita? Comprendí sus razones. Los pantalones también, Jenny, dijo la tía Lily, que empujaba una mesa con muchos utensilios. Miré al teniente Jeremías a los ojos como pidiéndole disculpas, pero ya el tío George se acercaba con una estopa empapada en cloroformo y le pedía que contara hasta diez. Cuando yo bajaba el cierre del pantalón caqui, temerosa de la desnudez de un hombre, el herido pronunció con dificultad el seis y cayó dormido. La tía Lily esperaba ansiosa con una bata limpia en las manos, así que me di prisa sin mirar demasiado el sexo lacio del herido entre los pelos hirsutos. Era como si el sueño del herido me quitara el temor y como si la vigilancia de la tía Lily me obligara a demostrar que yo podía ser enfermera.
FOTO 005 La Cruz Blanca en Durango
Para una enfermera, un cuerpo es algo que necesita ayuda. No es un cuerpo de hombre; es un cuerpo que necesita los cuidados y la delicadeza para no morir. Me atreví a preguntarle si moriría el teniente. No me dio respuesta y me salí para que el tío George sellara el muñón y la vida no se le fuera toda por aquel tajo indecente. Busqué el escusado más próximo y me empiné sobre la taza. Devolví bilis, ácidos, el desayuno.
Me eché agua a la cara y fui a los pabellones, donde seguramente necesitaban de mí. Sólo después, cuando le conté a Araceli, con la fatiga encima por aquel día extremo, por la visión de tantos vendados, rasgados, mutilados, a los que di de comer, tapé, puse el termómetro, di agua, comprendí que Aracelito tenía razón. ¿Qué hacía allí? Esa guerra no se libraba en mi país. Era la guerra de los mexicanos. Y los muertos y los héroes no cambiarían mi historia, mi vida. Por lo menos eso creía, y pensé que me gustaría estar sentada en la veranda de casa, tomando limonada y platicando con Otilia de la fiesta de papá, porque era abril y ya pronto sería su cumpleaños.
¿Y tú a qué viniste, Aracelito? ¿Acaso tu padre o tu hermano están en la guerra? No me contestó. Sin querer la había dado su merecido con esa pregunta. No tenía padre ni hermano, vivía con sus abuelos y el campo y los caballos habían sido lo suyo hasta que conoció a Leonor, como después me platicaría, cuando dejó de burlarse de mis pecas y mi pelo color zacate, y lo roja que se me ponía la nariz bajo el sol del desierto. La verdad es que quería salir del comedor y buscar a la tía Lily, saber del teniente. Me disculpé y volví al cuarto donde había limpiado y vestido al herido. No escuché ruido y abrí la puerta. Me acerqué despacio, intentando saber si respiraba o no. En la penumbra me incliné hacia él para escuchar su respiración. Permanecí de pie, aliviada, contemplando su semblante que, narcotizado, se veía plácido. Las ojeras grisáceas reflejaban un cansancio que contrastaba con la boca y la quijada sin tensión, el entrecejo liso. No parecía ser el mismo que había visto convulso sobre mis piernas. Pensé que debía de tener alguna novia o esposa. Tendría treinta y tantos años. A lo mejor bailaba bien, pero ahora no podría ni disparar ni montar ni rodear el cuerpo de su novia con los dos brazos. Y ella, quien quiera que fuera, no lo podía saber. Tal vez debía avisarle yo a alguien. Mañana, cuando despertara.
¿Enfermera?-Me sobresalté. No imaginaba cómo me había reconocido, pues hablaba sin abrir los ojos. Gracias. (Extraído del capítulo 18 titulado: Sangre en el regazo).
Cuando Leonor recibió el telegrama para formar la tercera brigada de la Cruz Blanca, reunió a Lily, Jovita y ella misma para convocar a las chicas que irían en ella. Había que preparar los uniformes y dejar instrucciones para que sus hijos fueran debidamente atendidos. Sabían cuando partían, pero nunca sabían cuando volverían. Extraído del capítulo 19. El Elefante Negro).
“México es un país de salvajes” decía mi padre
A veces me sentaba en la pérgola de casa en Saint Paúl, entre las peonías que exhalaban primavera aferradas a los postes de aquel lugar, y me atormentaba ese bienestar tan acorde al apellido de mi marido, Balme, bálsamo tan lejos de la zozobra cuando atendíamos a los heridos o cuando les cerrábamos los ojos y tú, señalabas a las que iríamos en el comité de consolación para avisar a los familiares. Yo siempre apretaba los dedos fuertemente; no quería que me tocara ir. Temía ver el dolor de los demás. Sabía que sería mucho más fuerte que el del gesto de muerte en los caídos, Lily Long me lo advertía: “no le cuentes a tu padre de las muertes” ¿Y que se pensaba Eustasio retratando aquel dolor que volvía a ver ahora en las fotos?. El gesto de los deudos. Algo parecido a la confusión. Al azoro de no volver a ver más al hijo. ¿Todo para la memoria de la cruz blanca? Leonor y Aracelito posando ante la cámara, aquellos viejos demudados un hijo para llorarle.
No pensaba contarle nada de aquello a mi padre, porque no tenía intenciones de comunicarme. Su Jenny en una guerra que ni era de ella, solo por ese pedacito de sangre Zavala que le corría en las venas, solo porque su vida tuviera una excitación que no le proveía la quietud laderense. Ni siquiera tenía claras las razones: Había tomado la ola. La obligación de responder a Alberto Narro era un pretexto. También estaba segura de que no se quedaría tranquilo sin saber de mí, y desde luego, no se quedó con los brazos cruzados.
Sucedió que ese día no partía el tren y localizaron un lugar para que pasáramos la noche. Algo se rumoraba sobre las armas que tenían que llevar a Chihuahua y que no habían llegado.
Cuando la tía Lily salía del cuarto, algunos de los rebeldes disimularon que estaban esperando ver a las enfermeras. Nos reímos en cuanto vimos que bajaban la vista ante la mirada regañona de la tía. Eso de compartir el cuarto con varias muchachas me parecía muy divertido, como tener hermanas. Desconocía lo que era compartir el sueño, las bromas. Después de cerrar la puerta, espiábamos desde la ventana, vimos que la tía se acercó y les dijo algo y ellos se alejaron camino abajo, hacia el edificio de la aduana. Nos sentamos en las camas desilusionadas.
Cuando terminamos de bailar nos fuimos a dormir al edificio de la aduana, ya que donde estábamos hospedadas habían atrancado la puerta, allí nos encontramos con un herido, estaba tapado hasta la cintura con el tórax envuelto en vendas, el rostro apenas era visible. Agua por favor, pedía. Le toqué la frente, ardía. No lo dudé le avisé a Estela y le dije que había un herido al que urgía atender, que fuera por agua, le atendimos; cumplíamos con nuestro deber. (Extraído del capítulo 20. Baile en el casino).
FOTO 006 La escritora Mexicana Mónica Lavín
Mónica Lavín (México D. F. 1955)
Escritora, pertenece al Sistema Nacional de Creadores. Recibió el premio Pantalla de cristal por coautora del mejor guión de documental (Bajo la región más transparente). Fue maestra de la Escuela de Escritores de SOGEM y actualmente es profesora investigadora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México en la Academia de Creación literaria. http://www.monicalavin.com/
Me puse en contacto con ella por medio del correo electrónico, pidiéndole autorización para realizar el resumen de su libro y pedirle las fotos originales del mismo, contestándome rápidamente y me envió todo lo que le pedí. Desde aquí quiero agradecerle la amabilidad que tuvo conmigo. Cuando nos presentamos por medio del e-mail, ella me escribió:
Estimado Manuel:
Qué interesante que divulgue la historia de la enfermería. Para la foto sólo preguntaré a la Universidad de Houston, pues ellos tienen los derechos, si no tienen inconveniente en que se reproduzca en un blog (no lo tendrán porque esperan la divulgación...). Y de inmediato las mandaría. El link de su página me interesa para ponerlo en la mía.
Gracias por su interés.
Un saludo afectuoso
Mónica
Aquí termina nuestro pequeño resumen de este libro “Las Rebeldes”, que os aconsejo que os hagáis con un ejemplar, porque nos relata una parte muy importante de esas mujeres que dejaron su hogar y sus hijos para convertirse en Enfermeras y dar su vida por los heridos de una guerra cruenta y vil. Es un libro de consulta para comprender una parte de la Historia de la Enfermería de México.
En una reseña de Lorena Hernández Reyes con el título “La Participación de la mujer en la revolución Mexicana”, en el apartado Enfermeras, decía así: “Las Enfermeras de la Cruz Blanca Constitucionalista estuvieron en los puestos de avanzada y establecieron hospitales de sangre. “Dentro de la lucha, una de las misiones tradicionales de la mujer apareció en todos los lugares, la de Enfermeras. Las había de todo tipo, principiando con las que tenían solamente buena voluntad, conocimiento de yerbas y hacían curaciones primitivas. Ellas iban a la retaguardia y eran generalmente soldaduras… cuando el dolor de los heridos era ya insoportable les daban nuestros populares narcóticos… un herido pedía a gritos que le pegaran un tiro. Ante el sufrimiento la “Chata Micaela” se encaramó en el carro, encendió un cigarro de marihuana, Dios te lo pague, mujer, dijo el hombre herido y a poco se calmó”. (Ángeles Mendieta Alatorre, 1961)
Salvo algunos casos excepcionales, las mujeres están ausentes en los libros de historia; por ello es necesario llevarlas hasta las aulas de las escuelas preparatorias, ya que, al no incluirlas en diferentes tiempos y espacios, los alumnos pensaran que no es falta de información propia de una historia tradicionalista de un sistema patriarcal, sino que no han contribuido o han participado muy poco en el desarrollo de sus pueblos y naciones. Queremos hacer que se sepa y enseñar una historia incluyente que no omita a las mujeres. Se debe hacer una historia crítica, diferente, acorde con las nuevas realidades de nuestro tiempo.
Leonor Villegas. Fundadora de la Cruz Blanca Constitucionalista
La ayuda humanitaria que actualmente se ofrece en las llamadas “zonas en conflicto” es una práctica para paliar un poco la angustia que significa estar en medio de una batalla. Leonor Villegas fue consciente de esta necesidad y fundó durante la Revolución Mexicana la Cruz Blanca para ayudar a las personas heridas de los combates entre las fuerzas porfiristas y revolucionarias.
FOTO 007 Enfermeras de La Cruz Blanca en el quirófano
Leonor Villegas, nació en Nuevo Laredo, México, en 1876, es hija de Joaquín y Helosia Villegas. Fue educada en Estados Unidos y se casó con Adolfo Magnon ciudadano americano, en 1901. A la muerte de su padre en 1910, Leonor con tres hijos pequeños, regresó a territorio mexicano y fundó un jardín de niños en su hogar que llevó el nombre de “Rebelde”, más tarde al lado de su amiga Jovita Idar incursionó en el periodismo en La crónica de Nuevo Laredo editado por Joaquín Idar.
En 1913 Nuevo Laredo es escenario de los embates de la Revolución Mexicana que provocan la salida de muchos de sus habitantes, entre ellos el de la familia Idar al ser herido de gravedad Joaquín, Leonor acompaña a la familia en su travesía del cruce por Río Grande para llegar a territorio norteamericano. Es durante este viaje que Leonor Villegas se percata de la necesidad de atención médica de los combatientes y decide asegurar más ayuda organizada para asegurar fuentes médicas, es así que formó y financió la Cruz Blanca en 1914.
En enero de ese año tras la batalla que sostuvieron las fuerzas carrancistas en Nuevo Laredo, Leonor transformó su hogar, cochera y escuela de Laredo en hospitales para los soldados heridos que cruzaron el río.
FOTO 008 Varias fotos de La Cruz Blanca
Más de 100 de los hombres de Venustiano Carranza fueron tratados en las salas improvisadas por Leonor. Cuando funcionarios americanos intentaron arrestar a los combatientes Leonor organizó el escape de varios pacientes entreteniendo a las autoridades americanas mientras los heridos que se podían mover eran vestidos con ropa civil para hacerlos huir. No obstante, cuarenta hombres heridos fueron tomados en custodia y encarcelados en la fortaleza McIntosh. Es entonces que Leonor Villegas contrata un abogado para obtener la liberación de los combatientes, consiguió una audiencia con el gobernador Oscar B. Colquitt para solicitar su intervención a favor de los soldados pero ese intento fracasó. Más tarde, la secretaria del estado a través de Guillermo Jennings Bryan consiguió la libertad de los soldados.
Más adelante, Leonor Villegas de Magnon y 25 enfermeras se sumaron al ejército de Carranza en Ciudad Juárez y viajaron con ellos a la ciudad de México como parte del contingente militar. Al triunfo de la Revolución Mexicana le fueron concedidas a Leonor Villegas cinco medallas al valor. Leonor Villegas murió en la ciudad de México en 1955 y nos hereda la experiencia de participar en la Revolución a través de su libro autobiográfico Rebelde que fue publicado en español en 1961, edición e introducción de Clara Lomas. Artículo escrito por Erika Cervantes. México
Elena Arizmendi Mejía. Fundadora de la Cruz Blanca Neutral
También llamada: revolucionaria, feminista y defensora de migrantes
Elena Arizmendi Mejía es Adriana, la hechicera erótica o la mujer fatal que fue amante de José Vasconcelos. Pero ese personaje literario del Ulises criollo opaca a la mujer que fundó la Cruz Blanca, la maderista y revolucionaria o defensora de migrantes mexicanos en EU y feminista, dice la historiadora Gabriela Cano.
FOTO 009 Leonor Villegas y Jovita Idar
La profesora-investigadora de El Colegio de México muestra en su libro “Se llamaba Elena Arizmendi” de la editorial Tusquets, a la mujer que fue periodista y directora de la revista Feminismo internacional, Revista de la Raza o a la escritora de una novela breve Vida incompleta. Ligeros apuntes sobre mujeres de la vida real, con la cual rebate el estigma de amante que siempre la persiguió. Ella, dice la historiadora, es un personaje complejo y contradictorio, que además encarna la imagen de cómo se veía a las mujeres entre los intelectuales de principios del siglo XX. La obra, añade, trata de visibilizar a esas mujeres que han quedado a la orilla por los prejuicios y se enmarca en un proyecto más amplio sobre historia de género en la Revolución Mexicana y en el México posrevolucionario.
Que viva sí, la Arizmendi
Mujer de buen corazón
Que a todos cura con alma
Y atiende sin distinción
Que vivan esas mujeres
Que en la guerra de caridad
Para los que están sufriendo
Por la amada libertad
Este corrido titulado “A la noble jefa de la sección de la Cruz Blanca”, fue dedicado a su fundadora Elena Arizmendi Mejía, cuya familia era una de las privilegiadas en el México de don Porfirio Díaz, empezaba el año de 1884.
Cuando apenas tenía catorce años su madre murió y forzada por el destino se convirtió por algún tiempo en la figura materna de sus seis hermanos. Su biógrafa, la historiadora Gabriela Cano, asegura que la joven “ocupó una posición de autoridad sobre sus hermanos menores y sobre el personal doméstico al servicio de la familia Arizmendi. La responsabilidad debió de fortalecer su carácter y dotarla del don de mando que sus allegados reconocerían en distintas circunstancias como característica muy personal”. Pero esta situación de estar frente a su familia duró muy poco, su padre se casó con una joven casi de la edad de su hija. Entre las dos nunca hubo una buena relación y esta se complicó cuando tuvo once hermanos más.
Posiblemente por ello, decidió casarse joven y al iniciar el siglo XX se hizo esposa de un hombre llamado Francisco Carreto. El matrimonio sin amor ni ilusión fue un gran fracaso, además durante el tiempo que estuvo casada sufrió de violencia doméstica. Si bien no hay documentos probatorios, ella se declaró como mujer divorciada en 1912 cuando fundó formalmente la Cruz Blanca, organización que tuvo como objetivo atender a los heridos de la guerra durante la Revolución Mexicana.
Pero antes de tomar esa gran decisión de su vida, tanto el divorcio como la organización que fundó, estudió la carrera de enfermería en los Estados Unidos en la Escuela de Formación de Enfermeras de Santa Rosa, Texas en el Hospital de Santa Rosa, a cargo de la congregación católica de las Hermanas de la Caridad del Verbo Encarnado. Fundando la Cruz Blanca Neutral el 5 de mayo de 1911 para ayudar a los heridos en la Revolución.
Fue precisamente en el país vecino donde Elena hizo gran amistad con Francisco I. Madero y su esposa Sarita, cuando él tuvo que exiliarse en San Antonio. Obviamente simpatizó con la causa maderista pero primero terminó sus estudios de enfermería y regresó a México en abril de 1911. “Para entonces, Elena había dejado de ser la muchacha que no acaba de encontrarse a sí misma y de superar las decepciones amorosas de su juventud. Ahora regresaba segura de sí misma, orgullosa de sus estudios, rebosante de entusiasmo y firmeza en sus convicciones políticas a favor del movimiento democrático encabezado por Madero...”.
Al regresar a México fue testigo de la terrible situación de los heridos en los enfrentamientos bélicos, ya que no recibían la atención necesaria. La Cruz Roja mexicana se había creado en 1908 y además de tener poca experiencia en ese tiempo poseía un carácter oficial y por ello espíritu de neutralidad quedaba mermado por completo. Ante tal situación, Elena Arizmendi denunció por escrito esta situación, ya sea a través de textos escritos por ella o a través de entrevistas que dio a publicaciones como el Diario del Hogar y hasta El Imparcial. Fue así como desarrolló una gran campaña para formar la Cruz Blanca Neutral, objetivo que logró pese a todos los obstáculos que le pusieron en el camino.
FOTO 010 Enfermeras de La Cruz Blanca Neutral. Ejército de Maderistas
Durante ese tiempo conoció a José Vasconcelos, se enamoraron y fueron amantes. Él nunca dejó a su esposa y además era muy celoso. Si bien su relación fue muy intensa y profunda, terminaron con muchos rencores por parte de él.
Ante un país herido y un hombre resentido, Elena decidió irse a Estados Unidos donde volvió a casarse y a divorciarse. Nunca pudo tener hijos, pero la maternidad jamás fue ni destino ni objetivo en su vida. En Nueva York buscó su cuarto propio y empezó a escribir en periódicos y escribió su única novela titulada “Vida incompleta”. Ligeros apuntes sobre mujeres de la vida real, en 1927, narración con grandes tintes biográficos. De igual manera participó activamente en congresos de mujeres y feministas. Creó representativas agrupaciones feministas.
Elena vivió en Nueva York de 1916 a 1938; formó la Liga de Mujeres de la Raza, una red de feministas hispanoamericanas que buscaban adaptar el movimiento a la cultura hispanoamericana, señala Gabriela Cano. Cuenta que en ese tiempo es directora de la revista Feminismo Internacional y colabora en varios periódicos. Pero no deja de interesarse por lo que pasa en México y critica del anticlericalismo de Plutarco Elías Calles y después simpatiza con Lázaro Cárdenas y su deseo de dar el sufragio a las mujeres.
Regresó a México en 1938, sorprendida y quizá un poco herida se descubrió como personaje en el prestigiado libro de José Vasconcelos Ulises Criollo, pues el personaje llamado “Adriana”, que se parecía a ella, era retratado como una mujer fatal.
La boca de Adriana, fina y pequeña, perturbaba por un leve bozo incitante. Unos dientes blancos, bien recortados, intactos, sobre la encía limpia, iluminaban su sonrisa. La nariz corta y altiva temblaba en las ventanillas voluptuosas; un hoyuelo en cada mejilla le daba gracia y los ojos negros, sombreados, abismales contrastaban con la serenidad de una frente casi estrecha y blanca, bajo la negra cabellera abundosa. Decía de ella la fama que no se le podía encontrar un solo defecto físico. Su andar de piernas largas, caderas anchas, cintura angosta y hombros estrechos, hacía volver a la gente a mirarla...
La Cruz Blanca seguía con vida al iniciar la década de los años cuarenta gracias al apoyo de Rodulfo Brito Foucher y su esposa, padres de la reconocida feminista mexicana Esperanza Brito de Martí, que fue directora de la revista Fem durante 20 años y quien conoció a Elena y juntos compartieron ideas, así como puntos de vistas que influyeron para el feminismo de la joven Esperanza.
En 1939 regresa a México y los últimos diez años trabaja para la Cruz Blanca, hasta que muere en 1949.
Elena Arizmendi murió en 1949 en la casa de su hermano en Coyoacán. En los párrafos finales de su novela afirmó: “Soy dichosa. Aquí no hay hombres ni mujeres. No hay sexos, todos somos iguales, por lo tanto no hay celos, odios u otras malas pasiones”. (Trabajo realizado por Elvira Hernández Carballido).
NUESTRAS CONCLUSIONES
¿Por qué en determinadas circunstancias algunas personas deciden ayudar a otras sin esperar nada a cambio, arriesgando incluso su vida? ¿Por qué Leonor Villegas o Jenny Page deciden dedicar sus esfuerzos en la atención de personas heridas? La psicología social ha estudiado en numerosas ocasiones las conductas altruistas, intentando determinar los factores que pueden determinar esta conducta. La educación recibida, la identificación con las propias personas necesitadas u otros factores podrían explicar esta respuesta personal. Sin embargo, también determina que la presencia de más actores o testigos reduce en 2/3 la probabilidad de que se produzca un acto de altruismo. Entonces, ¿que lleva a estas mujeres jóvenes a arriesgar incluso su vida para atender y organizar la atención de las personas heridas?
El caso de estas dos ilustres mexicanas no es un hecho aislado. Pese a que, a lo largo de la historia, el protagonismo de las mujeres habitualmente no ha quedado reflejado en los textos, situaciones parecidas se repiten. En este caso, el papel subordinado de la mujer en la sociedad occidental a finales de siglo XIX y comienzos del XX contrasta con la conducta altruista y el liderazgo ejercido, pese a los riesgos y las críticas recibidas. Es difícil encontrar respuestas a estas cuestiones, pero cuando preguntaron a Elisabeth Eidenbenz, el alma Mater de la maternidad de Elna, o a Irena Sendler, el ángel del gueto de Varsovia, respondieron que hicieron lo que tenían que hacer, que estaban en el lugar adecuado en el momento preciso para hacerlo..., sin esperar nada a cambio.
Nunca podremos saber exactamente qué les movió a hacerlo, pero evidentemente constituyen un ejemplo para todos.
FOTO 011 Elena Arizmendi Mejía
AGRADECIMIENTOS
Alfredo Bermúdez González
Mónica Lavín
Javier Alonso. Unidad de Comunicación del Hospital Universitario Donostia
BIBLIOGRAFÍA
Las Rebeldes de Mónica Lavín. Editorial Grijalbo, novela histórica. Primera Edición Octubre 2011
La participación de la mujer en la revolución Mexicana. Propuesta para incluir la categoría de género en el programa de nivel medio superior de la UAEMex. Lorena Hernández Reyes. UAEM
La mujer en la Revolución Mexicana. Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana. México. Ángeles Mendieta Alatorre, 1961
Artículo escrito por Erika Cervantes. México
http://www.cimacnoticias.com.mx/noticias/04nov/s04110108.html
Elvira Hernández Carballido. Doctora en Ciencias Políticas y Sociales con orientación en Comunicación. Profesora investigadora de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, fue jurado en el reciente Premio Nacional de Periodismo.
http://mujeresnet.info/2011/11/elena-arizmendi.html
Gabriela Cano. Historiadora
http://www.cronica.com.mx/especial.php?id_nota=501667&id_tema=1237
AUTORES
Raúl Expósito González
Enfermero. Servicio de Anestesia y Reanimación. Hospital “Santa Bárbara” de Puertollano. Ciudad Real. Experto en Barberos, Ministrantes y Sangradores
raexgon@hotmail.com
Jesús Rubio Pilarte
Enfermero y sociólogo. Profesor de la E. U. de Enfermería de Donostia. EHU/UPV
Miembro no numerario de La RSBAP
jrubiop20@enfermundi.com
Manuel Solórzano Sánchez
Enfermero Servicio de Oftalmología
Hospital Universitario Donostia de San Sebastián. Osakidetza /SVS
Vocal del País Vasco de la SEEOF. Insignia de Oro de la SEEOF
Miembro de Eusko Ikaskuntza
Miembro de la Sociedad Vasca de Cuidados Paliativos
Miembro Comité de Redacción de la Revista Ética de los Cuidados
M. Red Iberoamericana de Historia de la Enfermería
Miembro no numerario de La RSBAP
masolorzano@telefonica.net
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