Foto 1 Monumento dedicado a San Juan de Dios en la entrada del casco urbano de Fuenterrabía, Gipuzkoa. Grupo escultórico con el que su autor zaragozano, José Bueno, quiso rememorar la participación del santo en la reconquista de la ciudad tomada por los franceses en 1521 y la ayuda que le prestó la Virgen al caer malherido de su caballo
En esa catedral de tipo fortaleza de Badajoz, oró, sin duda, aquel chiquillo lusitano que iba camino de Madrid, agarrado a las sotanas de un clérigo, allá por el año 1504.
Largo camino, si no fácil, esperaba a Juan, el rapaz de Montemor o Novo, en su existencia extraordinaria en mutaciones, en contrariedades o en bienaventuranzas. Fue zagal de pastores, labriego, y, como buen lusitano -sediento eternamente de aventuras y novedades-, siguió la carrera de las armas en las banderas del primer monarca de la época, Carlos de Gante, el César, que entonces bailaba contra el francés, y soldado fue más tarde, en las mesnadas del conde de Oropesa, cuando el peligro turco se acercaba a los muros de Viena.
Después, arrepentido de una vida licenciosa y alegre de hombre de armas, abandonó el servicio d ellos reyes de la tierra para ganar, por el camino del sacrificio, la servidumbre filial y eterna al Señor de los señores.
Juan de Montemor, el soldado que luchó contra el francés en Fuenterrabía en Guipúzcoa, se llama ahora Juan de Dios, y Dios mismo le puso este apellido en una aparición para advertirle que en Granada, la mora, hallaría Juan, nacido en Montemor, tierra portuguesa, la cruz que le permitiría ganar el título de santo, el de apóstol de la caridad, de la hospitalidad que supone el sacrificio.
No de aquella que se practica alojando amigos sanos y alegres, sino de albergar al desconocido, enfermo y pobre, para curar sus llagas, para alimentarlo con el productor de las limosnas solicitadas humildemente. La caridad parece ser la primera y fundamental de las virtudes teologales, porque la caridad, rectamente practicada, sólo es posible cuando se tiene fe y esperanza en una vida mejor, más allá de las fronteras de este mundo.
Ahora, cuatro siglos después de su muerte, las “reliquias de San Juan de Dios” han entrado en Portugal camino de la villa que le vio nacido.
Solemne y conmovedor Españoles y Portugueses han unido sus plegarias y sus virtudes, en demostración vibrante de que nuestra amistad fraternal se funde y se confunde en los comunes lazos de sangre y de fe.
España y Portugal han reunido en la raya fronteriza a ministros, embajadores, prelados y generales y un pueblo entusiasta para dar al acto religioso y político -política de hermanos- toda la pompa y la grandiosidad que el acto exigía. Porque evidentemente, es imposible proporcionar felicidad terrena a quien ya goza de la presencia de Dios.
Pero si fuera esto posible individualmente San Juan de Dios desde su celestial morada, habría gozado hoy la más dulce emoción al verse venerado por españoles y portugueses en la misma ruta que siguió de niño en el pueblo de Montemor, donde nació, el futuro santo y apóstol de la Caridad.
Palabras del excelentísimo señor don Esteban Bilbao, consejero del Reino de España y presidente de las Cortes españolas, en contestación al señor alcalde de Montemor.
Agradece al señor Alcalde la cordial bienvenida con que saluda a la representación española a su llegada a la noble tierra portuguesa, y lamentando no poder contestarlo en su mismo idioma, dice que lo hace en castellano, que es también lenguaje hidalgo como nacidos en la misma cuna y añade la satisfacción de la representación española ante los agasajos de que es objeto, por que no deja de ser una gran aventura el dejar el regazo de la madre para caer en los brazos de un hermano.
Se trata de una concentración espiritual mil veces superior a todas las convenciones diplomáticas, obra de la naturaleza y de los siglos, perenne a través de todas las vicisitudes de la historia.
Pero sobre todas esas concordancias geográficas existe un vínculo superior, porque es el vínculo de las almas, los hombres, así como los pueblos, se juntan, al revés de las montañas, por su cima, la cima del ideal, la cima del sentimiento y de los grandes amores de la vida. Si alguna prueba fue menester, hoy viene con nosotros el espíritu de San Juan de Dios, a predicar esta gran verdad que nos une en un mismo fervor de devoción ante sus veneradas reliquias.
Foto 2 Escultura de Vallmitjana de San Juan de Dios con el niño enfermo
Ayer fue Granada, su segunda patria, la que proclamaba la grandeza de este santo, y es ahora en Montemor la que, al cabo de cuatro siglos vuelve a abrirle la puerta de su hogar, hoy convertido en un templo de la fe, iluminado por los resplandores del cielo.
Ya veis si es honda nuestra compenetración, que vivimos un mismo amor, hijo de una misma fe y en Portugal como en España la prorrumpimos en idénticas aclamaciones y en español como en lusitano, con diversos acentos rezamos una misma plegaria.
Salió San Juan de Dios de su pueblo, más no para abandonar su Patria: precisamente por eso, porque era de Dios y la caridad como el cielo, no conocen fronteras. Lo fue todo: pastor de rebaños, soldado de nuestros tercios, mendigo pordiosero, falso demente, apedreado por las turbas y demente de verdad, pero con la locura de la Cruz: su ambición era tanta que no se contentaba con menos que con apellidarse Juan de Dios, como nuestra Teresa, que tampoco se contentaba con menos que adjudicándose el nombre de su místico esposo, Teresa de Jesús.
Es la locura, pero la locura sublime de España y Portugal, de nuestros Reyes Católicos, de vuestro Infante don Enrique, el príncipe don Sebastián, el sublime demente de Alcazarquivir (1).
La Batalla en el Reino de Navarra
Unas semanas después del 23 de abril de 1521, otro peligro grave amenazó la tierra hispana. Los franceses irrumpieron en el reino de Navarra y pusieron sitio a la capital, Pamplona. El gobierno de Carlos V reclutó soldados apresuradamente, y el conde García Álvarez no negó su ayuda. A la cabeza de una tropa mercenaria se encaminó hacia el mediodía para acudir en ayuda de la fortaleza amenazada de Fuenterrabía en Guipúzcoa. Uno de los primeros que acudieron a su estandarte fue el vaquero Juan Ciudad. En la lucha quería buscar el olvido.
La compañía de Oropesa, formada por trescientos hombres y reunida por Juan Ferrus y Navas, se dirigió, en el ardor de junio, a la ciudad de Toledo, ante cuyos muros se reunió con los soldados reclutados por García Álvarez.
Elementos muy variados y dispares se encontraban bajo el estandarte del conde; cabreros y vaqueros, artesanos e hijos de comerciantes, y la Santa Hermandad, que acudía de las ciudades. Toda esa aglomeración abigarrada acampaba sin distinción, en mezcolanza; los capitanes, cabos y sargentos se esforzaban por poner un poco de orden, distribuían lanzas, estoques, picas, alabardas, ballestas, arcabuces entre los soldados, y los adiestraban en el manejo de las armas.
Juan Ciudad -con este nombre se alistó-, ya que era ducho en este arte, fue puesto a las órdenes de un joven y ambicioso capitán. El portugués, alto, fornido, al que tan bien le sentaban el oscuro jubón de cuero, el reluciente casco y la brillante espada, se granjeaba muchas miradas de admiración al pasar por el campamento.
En la misma compañía se hallaba Alfonso Ferrus, el cual saludó con alegría al antiguo camarada.
Ahora veremos si sabes batirte aún, bromeó el hijo del alcaide. Podrás llegar a ser un verdadero caballero, aun cuando yo lo dudara un día. Hay por aquí algunas guapas cantineras. Quedarás pasmado. ¿O sigues tan riguroso como antes?
Tú eres siempre el mismo -contestó juan, y una sombra pasó por su rostro, curtido por el sol-. Las mujeres que van con las tropas mercenarias seguramente no son de las mejores.
Ya veo que tú también eres siempre el mismo, dijo riéndose Alfonso. Pero ya aprenderás que una escaramuza con una cantinera pertenece al arte de la guerra tanto como la pelea con el enemigo.
Foto 3 El emperador Carlos V reunió a sus más notables políticos y jefes militares en Logroño, posiblemente en la zona sur de la ciudad, algunos metros alejada de la muralla. Manuel Romero
Se necesitaban la cruz y los ciriales para que los oficiales pudiesen transformar en soldados aprovechables a los reclutas reunidos apresuradamente; no se oían más que voces de mando y juramentos. Por la noche todos se sentaban en torno de un tambor para jugar a los dados; muchos perdían su fianza y su sueldo; entre griteríos se bebía el pesado vino andaluz, que las hermosas cantineras vertían con liberalidad.
Ah! ¡Esto es vivir! Exclamó regocijado Alfonso, volviendo boca abajo el cubilete para arrojar los dados sobre la piel de becerro; naturalmente, no se descuidaba de tomar entre tanto unos buenos tragos de vino. Ven acá, Juan, siéntate, juega y bebe. Esto espanta la tristeza.
Y Juan se veía metido en medio del torbellino de los bebedores; le pusieron una copa de estaño en la mano, y la cantinera la llenó entre risas. Juan la vació de un tirón.
¿Ves, exclamó Alfonso Ferrus, cómo llegarás a ser un verdadero soldado? Beber… por lo menos sabes. Llénale la copa otra vez, hermosa mía.
Juan vació dos, tres copas más; sentía que l vino añejo encendía su sangre.
Prueba suerte, exclamó Alfonso, y le dio el cubilete de piel, que Juan, sin reflexionar, volvió boca abajo. En breve tiempo perdió todo su sueldo.
No te preocupes, amigo, se chanceaba el joven Ferrus. Desgraciado en el juego, afortunado en amores. Nuestra hermosa cantinera bien dispuesta está a consolarte.
La muchacha soltó una carcajada, y, en lazando con sus brazos el cuello de Juan, le besó. El la rechazó con violencia y se fue; oyó aún las carcajadas de sus compañeros azumbrados.
Lejos de toda aquella gente en francachela, se tumbó sobre la hierba, y con los brazos puestos debajo de la cabeza estuvo soñando y mirando al firmamento, del que llegaba la pálida luz de las estrellas. Una suave brisa refrescó sus sienes, que ardían. Todo aquel ruido le había turbado hasta tal punto, que en vano procuraba reconcentrarse. Por fin se levantó, volvió a su puesto del campamento y allí se durmió pronto.
Rápidos pasaban los días en medio de la agitación. Del campo de batalla llegaban noticias alarmantes. Pamplona había caído, los franceses entraron en Tudela del Ebro, y ponían ya sitio a la plaza fuerte de Logroño. En las primeras horas de la noche, cuando los soldados estaban aún ebrios, comentaban la situación alarmante.
En Toledo sigue ardiendo aún la llama de la rebelión, refería el capitán. Los comuneros se han puesto sigilosamente en contacto con los franceses. Si el enemigo logra avanzar hasta esta ciudad, nuestra querida patria se encontrará en el mayor peligro.
Válgame Dios, exclamó Alfonso Ferrus. Hay todavía héroes en España. ¿Habéis oído lo sucedido en Pamplona? ¿No? Pues ahora vais a oírlo. El general francés Asparros ya había entrado en la ciudad, pero la guarnición valiente se retiró a la ciudadela, dando mucho quehacer al enemigo. Entonces el francés invitó al comandante de la fortaleza, don Francisco de Herrera, a que fuese a su campamento para una conversación amistosa.
Acompañado de tres caballeros, acudió el alcaide Herrera a la cita, después de recibir la promesa de poder volverse libremente. El francés creyó que sería fácil el juego, y pidió la capitulación sin condiciones. Parecía que Herrera iba a consentir. Mas entonces se levantó el más joven de los caballeros, el que ostenta dos lobos en su escudo, e indignado exclamó: «Tal proposición hiere el honor. Si no podemos salvar la fortaleza con nuestra vida, yo propongo vender ésta muy cara». El comandante no podía hacer oídos de mercader a lo del honor. Así, pues, también él se negó a rendirse, prosiguiéndose la lucha con encarnizamiento increíble.
¿Y luego? Preguntó Juan, con tensa atención, al interrumpir su amigo el discurso para vaciar una copa de vino.
Luego… se batieron en torno a la ciudadela. Donde más violenta era la refriega se veía a aquel caballero que en su escudo lleva dos lobos. Por tres veces fue rechazado el asalto. Los franceses pusieron en acción los morteros, más aquel caballero no se preocupaba del peligro. Estaba en una brecha y esperaba el nuevo asalto. De repente dejó escapar un grito de dolor. Una bala de cañón le trituró la pierna derecha. Entonces los defensores perdieron el ánimo y entregaron la fortaleza.
Foto 4 “San Ignacio de Loyola, poco antes de ser herido en la defensa de Pamplona contra el ejército francés, 1521” Augusto Ferrer-Dalmau
Y, ¿cómo se llama el caballero de los dos lobos?, preguntó Juan con viva emoción. Iñigo de Loyola, contestó Alfonso. ¡Lástima que oficial tan valiente sea ahora un pobre mutilado! Iñigo de Loyola, dijeron los soldados pensativamente. Pero luego pusieron fin a la conversación y llenaron de vino las copas.
¡Iñigo de Loyola!, murmuró Juan. Quería grabar bien este nombre en su memoria. Realizar hazañas gloriosas era su dorado ensueño, y al alistarse, también él ardía con el deseo de dar pruebas de su valor. Todos sus esfuerzos se dirigían hacia las cumbres. Desde antiguo deseaba algo grande. ¿Era, pues, la gloria de las armas la que iba a iluminar su vida, pasada hasta entonces en un continuo ensoñar?
Una mañana los soldados se pusieron en formación para ir contra el enemigo. Marcharon todo el día con un calor asfixiante, envueltos en grandes nubes de polvo. Cansados iban arrastrando el pie los infantes por el camino interminable, los seguían lombardas y culebrinas, tiradas por yuntas de bueyes y, finalmente, los bagajes.
Los tambores batían sordamente. Compañías de castellanos y aragoneses se unieron con el grueso del ejército. A pesar del armamento y de la preparación deficientes, se reunió junto al Ebro un ejército tan poderoso, que los franceses hubieron de levantar el sitio de Logroño y replegarse hacia Pamplona.
El día de los apóstoles San Pedro y San Pablo alcanzaron los españoles al enemigo en Noain, al sur de la fortaleza en que había luchado con tanto denuedo Iñigo de Loyola. Terrible fue la batalla; durante largo tiempo era dudoso cuál de las dos partes se apuntaría la victoria. Los franceses tenían la ventaja de una mayor experiencia bélica, más los españoles luchaban con valor y eran superiores en número.
Foto 5 Batalla de Bicoca (1522). Arcabuceros durante la batalla. Autor Ángel García Pinto
En medio de la furiosa pelea se encontraba Juan Ciudad, que con su partesana descargaba golpes tremendos en los yelmos de acero y los cascos de cuero de los enemigos. Sentía, que una especie de borrachera se había apoderado de él, semejante a la que causa el vino añejo. Su arma se quebró a fuerza de golpes. Él siguió luchando con la espada contra lanzas y picas. Una lanzada le arrancó el casco. Con la cabeza descubierta prosiguió la pelea; su negra cabellera flotaba como una llama oscura.
La refriega era furiosa, encarnizada. Las piezas de artillería vomitaban los proyectiles, retronaban los arcabuces, silbaban las flechas de las ballestas y arcos. El tambor batía la marcha de la muerte. Toques de corneta cubrían con su estrépito sonar, los gritos d ellos soldados heridos, el estertor de los moribundos. Parecía que el infierno pasaba con salvaje galopar por encima de los cuerpos magullados, deshechos, enemigos y amigos. Por todas partes se luchaba cuerpo a cuerpo, silbaban golpes por el aire, las armas echaban chispas.
Juan tenía roto de tantos golpes el jubón de cuero y sangraba por varias heridas en la frente, en el brazo y en el pecho; más no sentía dolor. El capitán se desplomó a su lado lanzando un grito de agonía, abierta la garganta por una lanzada. Un sablazo hizo saltar de la diestra de Alfonso Ferrus la espada. De un salto se puso Juan a su lado, y defendió con furiosos golpes al amigo, que mientras tanto logró arrancar un estoque de la mano de un soldado caído.
Gracias, Juan, dijo jadeando Ferrus. No lo olvidaré nunca. Pero, ahora, ¡adelante! ¿Ves? Vacilan, retroceden. ¡Adelante! ¡Santiago y viva España!
¡Santiago y viva España!, gritaron los españoles, y, reuniendo el resto de fuerzas, se lanzaron con coraje redoblado sobre el enemigo, que retrocedía lentamente. Un momento cesó el tumulto. El estandarte del conde de Oropesa ondeaba por encima de la sangrienta maraña humana.
Juan luchaba junto al estandarte de seda; vio caerse al portaestandarte con un grito desgarrador; le arrancó de la mano aquel paño glorioso a punto de hundirse.
Las trompetas llamaban al postrer ataque. Una última refriega, infernal, y cedía el enemigo, luchando sin vigor, sólo para cubrir la retirada, y huyendo finalmente a la desbandad. Los españoles los persiguieron hasta el último claror del día. Todo había terminado.
Las trompetas tocaron a asamblea. «¡Victoria!», batían los tambores. «¡Victoria!», clamaban millares de voces enrojecidas. Flamearon las antorchas, iluminando el campo de batalla, cubierto de soldados muertos y heridos.
Juan se enjugó la sangre de su frente, que ardía. Titubeó. Seguía apretando en la mano el estandarte medio roto. Su corazón latía con vehemencia hasta romperse. Jadeaba. En sus ojos brillaba la alegría del triunfo.
Mas al pasar entre los ayes de los soldados heridos y los gemidos de los moribundos en la noche fantásticamente iluminada por la luz de las antorchas, la borrachera que había sentido antes se disipó de repente; parecía que una mano de hierro estrujaba su corazón; fue preso del horror al pensar en los terribles asesinatos, de los que también él había participado. Tuvo vértigo; le parecía que la tierra empapada de sangre no podía ofrecer sostén firme a sus vacilantes pasos.
Un francés, cuyo cuerpo estaba abierto por una lanzada, pidió con voz enronquecida un sorbo de agua. Juan se inclinó sobre él y le acercó su cantimplora, llena de vino, a los labios del soldado herido. Este bebió con avidez, murmurando un «Merci, mon camarade»; le miró aún con ojos vidriosos y cayó muerto en sus brazos.
Foto 6 San Juan de Dios
Juan Ciudad miraba el rostro pálido, iluminado por la luz lejana de las antorchas, y como una estocada hirió su mente el pensamiento: «¡Esta es tu obra, Juan! ¡Esto lo hiciste tú!». «Pero estamos en guerra, se contestaba, desesperado a sí mismo. Está en peligro la tierra patria, y en la lucha no puede haber misericordia». Pero los labios del muerto parecían repetirle la acusación: «¡Esto lo hiciste tú, Juan Ciudad! ¡También yo tengo una madre en casa, que morirá de dolor por mí!» Levantóse Juan tambaleando y se echó a correr con pasos vacilantes, como un fugitivo, por el campo de batalla, lleno de sangre.
Con júbilo le recibieron sus camaradas, al verle llegar con el estandarte. Él ni se acordaba ya de que lo llevaba. Te has batido como un héroe, exclamó con alborozo Alfonso Ferrus, estrechando la mano ensangrentada del aligo.
Ribera, el coronel, alabó ante los soldados su acto heroico de haber salvado la bandera. Pero la sangre ardía en las venas de Juan, que no comprendió ya ni una sola palabra. Tuvo un vahído. Una niebla, de un gris negruzco, en la cual, se perdían las formas y figuras, envolvió su espíritu. Buscó apoyo, y luego cayó sin el más leve quejido.
Le llevaron a un lecho de campaña. El cirujano cortó su camisa empapada en sangre, y vendó sus heridas. Juan pasó la noche con mucha fiebre. «Le he matado», gemía una y otra vez, retorciéndose en medio de espantosos sueños.
Cuando recobró el sentido, dos días después, vio a Alfonso Ferrus junto a su lecho. ¿Tú, Alfonso? Gimió el herido. Luego miró largo tiempo sus propias manos y suspiró: Están ensangrentadas aún, ¿lo ves, Alfonso? La sangre del asesinado está pegada a mis manos. Deliras, le contestó el amigo, cogiéndole el pulso. Procura curarte. Pronto seguiremos la ruta, y tú has de estar con nosotros.
Yo no sé si podré batirme, murmuro Juan con la mirada perdida. Ya sabrás, ya, le dijo Alfonso, procurando consolarle. Imagínate, los franceses se fueron, abandonaron Pamplona. Pero entretanto, el almirante francés Bonivet se apoderó de la fortaleza de Fuenterrabía, y el enemigo se ha atrincherado allí. Pronto iremos contra la ciudad para reconquistarla. Tú has de estar. ¡Viva la guerra!
¡Viva la guerra! Gimió Juan. No, no, amigo. Viva no la guerra, si no la paz; no la lucha, sino…
¿Sino?... preguntó Alfonso malhumorado.
El amor, suspiró el portugués, con voz apenas perceptible. Luego cerró los ojos y se durmió.
Fuenterrabía
Toques de trompeta en la purpúrea mañana. Aprisa se reunieron los soldados en torno de la bandera. Un capitán casi imberbe estaba al frente de la compañía en que Alfonso Ferrus y Juan Ciudad, apenas repuestos de sus heridas, servían en calidad de caporales (Persona que hace de cabeza de alguna gente y la manda).
La columna avanzaba por las colinas navarras. Olivares y viñedos destruidos bordeaban el camino; los campesinos, despavoridos, estaban escondidos entre las ruinas calcinadas de predios y cabañas. Debieron de sufrir mucho los franceses; más los castellanos tampoco los miraban como a amigos desde años atrás, cuando el castillo de Javier fue arrasado ignominiosamente, y se llevaron la corona de Navarra.
Caía ya la noche al llegar el ejército ante los muros de la plaza fuerte de Fuenterrabía, en cuyas torres ondeaban banderas francesas. Los españoles acamparon en un valle, cerca de la orilla del mar.
Foto 7 Litografía del asedio de la fortaleza de Fuenterrabía en 1638 con tropas de tierra y escuadra francesa en el mar. Grabado alemán
A la mañana siguiente, al brillar los primeros rayos del sol, entró en acción la artillería. Las lombardas poderosas, de ancha boca, vomitaban con espantoso ruido las balas pesadísimas contra las fortificaciones, sin poder dañar las fuertes murallas que subían oblicuamente. Los defensores se burlaban y se reían de la trabajosa empresa. Pero, gracias a unos tiros bien dirigidos, saltó el capitel de la torre de la puerta occidental. En algunos puntos quedaron destruidos los adarves; vigas y travesaños remolinaban en el aire. Las balas, pasando por encima de los muros, destrozaban los techos y las armaduras de las apacibles casas de los burgueses.
Durante tres días prosiguió el cañoneo. Las noches se aprovechaban para llenar de piedras, árboles y haces de leña los fosos. Más de una pieza de artillería había saltado, enmudeciendo después de un último y terrible estallido.
Por la mañana del cuarto día las trompetas dieron la señal de asalto. El silencio cedió el paso a un ruido infernal. Por los fosos terraplenados se lanzaron los sitiadores, llenos de coraje, contra la fortaleza. Mas los adarves destrozados se llenaron inmediatamente de defensores alertados; flechas y arcabuzazos acogían a los asaltadores, y muchos jóvenes cayeron aún antes de llegar a los fosos.
Con todo, las primeras escaleras eran ya colocadas, apoyadas contra los muros; y los españoles subían con resonantes gritos de guerra.
Un diluvio de agua hirviente y de plomo fundido cayó sobre ellos. Con gritos de dolor se despeñaban los soldados heridos, arrastrando consigo en la caída a los que subían detrás de ellos. Continuaba el asalto por oleadas. Los primeros que escalaron los muros ya reñían cuerpo a cuerpo con los franceses. Hachas y espadas crujían sobre yelmos y cascos. Allí donde, gracias a su impulso, pudieron los asaltadores asentar el pie, habiendo una lucha encarnizada. Amigos y enemigos se precipitaban rodando en los fosos.
Los asaltadores caían en grupos. Juan Ciudad, que fue de los primeros en escalar el muro, luchaba con furia encarnizada. Otra vez sentía arder su sangre como en el día de la gran batalla. Mas al despejar un poco el lugar en torno suyo y dejar caer su arma nada más que un segundo, le hirió con su hacha un gigantesco gascón y le precipitó en el foso.
Tuvo suerte de caer sobre un montón de haces de ramas secas y así se mitigó la fuerza de la caída. Tambaleándose se levantó, pero perdió el sentido y se desplomó.
Al recobrar el conocimiento, se encontraba sobre una gravilla de paja en medio de muchos camaradas heridos. En sus oídos, un rumor constante; y su cabeza parecía estar a punto de estallar.
¿Qué hay del asalto? balbució.
Rechazado, le pareció que esta respuesta venía de lejos. Los defensores eran muy numerosos, y en los muros de Fuenterrabía no hay quien abra brecha con balas.
Por la garganta de Juan salió un sonido semejante al estertor, y luego perdió el sentido otra vez.
Durante semanas hubo de estar tendido a causa de la grave conmoción cerebral que había sufrido; entre tanto los españoles asaltaron dos veces más, y sin éxito, la fortaleza. Casi todas las piezas de artillería quedaron inutilizadas, y ambas partes sufrieron grandes pérdidas.
El coronel Ribera, que había dirigido el asalto, renunció a otro nuevo, y resolvió obligar a la ciudad a rendirse por hambre. Las tropas la cercaron por todas partes, y las galeras españolas procuraban impedir toda comunicación por mar.
Cuando Juan se levantó por primera vez de su yacija de enfermo, encontró muy cambiado el campamento. La vida ociosa aflojó la disciplina de los soldados, que pasaban el tiempo bebiendo y jugando. Grupos de beodos embrutecidos recorrían las cercanas aldeas de pescadores, robando y saqueando, y arrancando a los habitantes despavoridos el último y mísero haber que les quedaba.
Foto 8 Juan Ciudad es derribado de su caballo y es auxiliado por una pastora que le da agua para beber y era la Virgen Santísima
Además, habiéndose interrumpido el avituallamiento, era necesario requisar víveres, y también Juan se vio forzado a tomar parte varias veces en esos saqueos.
Un grupo de su compañía, conducido por el joven capitán, llegó un día hasta una lejana aldea vasca. Los soldados registraron trojes y bodegas, buscando trigo y aceite. Sacaron el ganado de los establos. De repente se oyó un agudo grito de socorro.
¿Qué pasa?, preguntó Juan a los compañeros.
Pues ¿qué a de pasar?, exclamó riendo un mercenario. El capitán hará alguna broma a una mujercita. Todos sabemos que corre tras las faldas. Un hombre prudente no se preocupa de esas cosas.
Pues ya me preocuparé yo, exclamó con indignación y coraje el portugués.
Bajo su flotante cabellera negra ardía su frente. Corrió a la cocina, de donde venían los gritos y vio que el capitán forcejeaba con una muchacha que se defendía desesperadamente contra el agresor.
¿Qué? ¿Contra quién va la guerra?, ¿contra hombres o contra mujeres?, gritó el portugués, y con furia loca agarró al oficial por los hombres y le tiró hacia atrás con tal violencia, que éste rodó por el suelo.
El capitán se levantó prestamente, y con un ronco rugido de rabia se lanzó sobre el caporal. Pero Juan le agarró la muñeca con tal fuerza, que el capitán dejó caer al suelo su espada.
¿Perro! ¿Me lo vas a pagar! Rugió el joven militar, salió al patio haciendo sonar sus espuelas, saltó en su silla y a todo galope se largó de allí.
Esta historia puede costarte la cabeza, opinó un mercenario de barba encanecida, mirando con espanto al caporal. Juan hizo un gesto de desprecio, enjugó el sudor de su frente y mandó que se suspendiese el saqueo.
No tenemos derecho a permanecer un minuto más en una casa donde fue manchado nuestro honor, exclamó, temblando aún de cólera.
El capitán no aludió ni con una palabra a su aventura cortada por el caporal; pero pronto hubo de notar Juan que el oficial no olvidaba la dura lección. Le encargaba los más difíciles y desagradables servicios, y Juan seguía impasible. A pesar de ser caporal, fue obligado a hacer la guardia como cualquier otro soldado de fila. No protestó. Desde antiguo amaba esas horas silenciosas, en que se apagan las luces encendidas de los humanos, y sólo las estrellas envían su pálido fulgor a la tierra.
Reflexionaba y soñaba. Sus pensamientos volaban lejos, muy lejos, volvían a la tierra de su infancia, que seguía amando lleno de nostalgia; luego buscaba la paz y el silencio del predio de Oropesa, donde había pasado muchos años de vida oculta y dichosa. En ciertos momentos le parecía oír otra vez el llamamiento lejano y misterioso que no sabía aún interpretar. Lo único que veía cierto era que la gloria de las armas no podía dar satisfacción a sus anhelos; y en secreto esperaba el pronto término de esa lucha, cada vez menos gloriosa.
Foto 9 Litografía de Juan Ciudad en su vida de pastor
Porque ¿Qué gloria puede caber en forzar mediante el hambre a rendirse una fortaleza valientemente defendida por la guarnición? La embriaguez que solía apoderarse de él en medio de la lucha se había disipado ya, dejando vacío su corazón. Las vejaciones del capitán no le herían, más si le dolía vivamente el oír los lamentos de las víctimas de los saqueos.
Sus camaradas le aconsejaron repetidas veces que pidiera al coronel que le destinase a otra compañía. Él lo rechazó persistentemente. Tenía el firme propósito de vigilar muy de cerca a su capitán e impedir nuevas villanías. Y realmente en su presencia aquél no se atrevía a faltar el respeto a una mujer.
Un día le ordenó el capitán que explorara en los cercanos montes las posiciones del enemigo, que con repetidos golpes d emano intentaba de continuo establecer contacto con la ciudad sitiada. Le asignó un caballo cogido al enemigo y conocido de todos como extremadamente asustadizo e indomable; además, le prohibió ensillarlo y embridarlo.
El antiguo vaquero se sonrió con desdén. De un salto se puso a horcajadas, a pesar de la resistencia del animal, y se fue a todo galope. Pasaba una fresca brisa de mar, refrigerando a Juan.
Hacía más de una hora que, rebasando la frontera francesa, estaba cabalgando por montes y precipicios. De repente, un toque de clarín le sacó bruscamente de sus cavilaciones. El caballo, al oír aquella señal conocida, se puso a galopar locamente, y cuando él quiso dominarlo, se encabritó con violencia, arrojándole sobre una roca. Juan creyó que se había roto todos sus huesos. Su montura ya había desaparecido.
Juan no podía levantarse. Reuniendo sus últimas fuerzas, se arrastró y fue a ocultarse detrás de la roca para que no le descubriera el pelotón de jinetes que a todo galope pasaron a su lado. Despacio se apagaba en la lejanía el trápala de los caballos.
Gimiendo se incorporó; más con un profundo ¡ay! Dejóse caer otra vez. Pasaron horas y más horas, y un dolor atroz le atenazaba. Pensaba que había llegado su última hora, que caería en manos de los franceses y éstos, en tan despiadada guerra, no le perdonarían la vida.
En medio de su desgracia recurrió a la Virgen Santísima, a quién solía pedir consuelo y ayuda desde la infancia. ¡Ah!, ya hacía mucho tiempo que no había rezado tan de corazón. En medio del bullicio del campamento enmudeció la voz de la piedad, más ahora volvía a rezar Juan, movido por el miedo. Aunque el dolor punzante le hiciera perder a ratos el sentido; rezaba:
«Solamente Vos, Señora celestial, podéis salvarme. No me dejéis caer en manos del enemigo».
Se desmayó Otra vez. Al recobrar el sentido vio a su lado a una joven, que le hablaba compasiva, sin que él pudiera entender ni una sola palabra de aquella lengua desconocida. La joven iba vestida de pastora, teniendo el cayado en la mano; se inclinó sobre él y le ofreció un cántaro. Con avidez sorbió Juan la bebida fresca. La desconocida le dio la mano, que el cogió después de una breve vacilación. Tambaleando se puso en pie, y pudo aguantarse. Cogido de la mano de la joven, dio algunos pasos, titubeando como un borracho. Luego sintió una fuerza prodigiosa, que triunfó de su debilidad.
Foto 10 Escultura de Vallmitjana de San Juan de Dios con el niño enfermo
La pastora le condujo un corto trecho del camino, teniéndole de la mano. Luego le dejó sólo.
Los últimos rayos del sol bañaban con dorados resplandores la tierra y el mar. Iban encendiéndose las luces de la noche. El caminante, guiado por la luz de las estrellas, no dudaba de que se había encontrado… con el milagro. La desconocida no podía ser sino la Virgen Santísima o un ángel enviado por ella. El lejano mundo sidéreo parecía envolver el alma de Juan, y cuando después de la larga marcha vio llamear el fuego del campamento, tuvo la impresión de que no podía permanecer ni un día más en medio de aquel bullicio, enemigo de toda calma y felicidad.
Al día siguiente se rio de él el capitán por el percance sufrido y le hizo responsable de que un escuadrón de jinetes franceses hubiera causado graves pérdidas a los españoles. Juan apenas le escuchaba; su corazón estaba lleno aún del admirable encuentro.
Prescindiendo de unas leves escaramuzas, hubo tregua en esos días. Franceses y españoles hacían incursiones, caían sobre aldeas y predios, y a veces volvían cargados de rico botín. Después de una de esas correrías que resultó extraordinaria por la abundancia del botín, el capitán confió a Juan la custodia de los bienes robados y le entregó, recomendándosela de un modo especial, una arquita de plata llena de alhajas preciosas. Procedían de un rico burgués francés.
Con cara sombría se encargó Juan del tesoro robado. De día en día le causaba mayor repugnancia esa piratería de la soldadesca, desmoralizada por completo en la calma de las armas. Malhumorado, colocó los centinelas en torno a la tienda donde se guardaba el botín y él mismo hizo la guardia en las últimas horas de la noche.
A la mañana siguiente faltaba la arquita de plata con las joyas. Juan Ciudad interrogó a los centinelas, sin que pudiera averiguar nada. La noche había pasado sin incidentes; sólo el capitán entró en la tienda, poco antes de montar la guardia Juan.
El joven oficial montó en cólera al ver que faltaba el tesoro robado, y sin hacer averiguaciones, acusó del robo a Juan, condenándole, conforme al derecho de la guerra, a morir ahorcado. Mandó atar a Juan Ciudad, y puso guardias que le custodiasen. La sentencia debía ejecutarse a la madrugada siguiente.
Atado de pies y manos, pasó Juan la noche en la tienda, sin poder conciliar el sueño y escuchando los pasos de los guardias. La indignación que se había agitado en su interior al verse víctima de tamaña injusticia, iba disipándose poco a poco, y Juan se sintió invadido por un profundo desconsuelo. ¿Ha de ser éste el final de todos sus sueños de honor, de gloria, de brillantes hazañas? Van a ahorcarle como ladrón y no habrá poder humano capaz de salvarle. Harto conocía las crueles e inexorables leyes de la guerra.
Había pasado ya medianoche, cuando sobresaltado se incorporó. La cortina en la entrada de la tienda se había movido; alguien se acercó sigilosamente a su yacija.
¡Cuidado!, ¡ni chistar! Susurró una voz. Soy Alfonso Ferrus.
Te doy las gracias por haber venido, respondió Juan, también con voz ahogada; quieres despedirte aún de mí en este mundo.
Oye, Juan le dijo con excitación Alfonso; esa historia de las ahajas desaparecidas no es más que una venganza abyecta del capitán. Sin duda alguna él mismo habrá quitado la caja, sólo para poder hacerte ahorcar. Hartas veces te aconsejamos que pidieras el traslado a otra compañía, y tú no quisiste.
Foto 11 Óleo de San Juan de Dios salvando a los enfermos del incendio del Hospital Real. Manuel Gómez-Moreno González, 1880. Museo de Bellas Artes de Granada
Pero, ¿tú lo crees de veras? balbuceó el portugués.
No hay ni uno en la compañía que lo dude. Oye. Yo desataré tus ligaduras y en la oscuridad podrás largarte, cuando el centinela tenga un momento de distracción.
¡No! Déjalo estar, Juan se opuso decididamente.
Mi huida le costaría al pobre la cabeza.
Eres un bobo, susurró encolerizado Alfonso. La caridad bien entendida empieza por sí mismo.
No insistas. No quiero que la desgracia de otro sirva de rescate a mi propia vida.
Como quiera, refunfuñó su camarada. Entonces imposible ayudarte. ¿Tienes algo que pedir?
Si pudieras conseguir del capitán que em envíe al capellán, te lo agradecería, contestó Juan, después de un momento de reflexión. Desearía reconciliarme con el Juez eterno.
Ni que pensar. El capitán ha prohibido expresamente que se te conceda asistencia espiritual. No hay esperanza. Pero ahora ya debo dejarte. Si no quieres huir habrás de morir sin los santos sacramentos. Adiós.
Alfonso Ferrus, escuchó los pasos del centinela, y en un momento propicio salió de la tienda, inadvertido.
Juan se quedó a solas con su dolor. Aun cuando no quisiera salvar la propia vida exponiendo a peligro la de otro, se estremeció al pensar que habría de pasar a la eternidad sin ser reconfortado con los auxilios de la Iglesia.
En esa noche de desconsuelo, se erigió juez de sí mismo.
Su vida se levantaba contra él y le acusaba.
¿A dónde te ha conducido, Juan tu continuo desasosiego? ¿Por qué no has seguido el llamamiento de lo alto, que desde los días de tu infancia resonaba en tu alma? Debías buscar a Dios, y corrías tras los harapos multicolores con que se atavía la mísera condición humana.
Hiciste desgraciado a tú propio padre, rompiste el corazón de tú madre. Tronchaste una flor delicada con tu indecisión, sin llegar a decir ni sí ni no. Corriste tras la fama y la gloria y acabas con una muerte ignominiosa en el patíbulo. Pronto van a tocar a clarines, y tú volverás a Dios cargado con tus pecados. Tú, que malgastaste tu vida terrenal, ¿cómo quieres salvar la eterna?
Le cercó un espanto más negro que la negra noche. Cona las manos atadas se daba golpes en la frente. Luego las apretaba, gimiendo contra su corazón, que latía enloquecido. Quería rezar, para rasgar la terrible niebla que no le dejaba respirar, más no sabía articular palabra.
Mucho tiempo estuvo mirando la oscuridad, hasta que por fin se apoderó de él un sueño agitado, lleno de pesadillas. Se veía a sí mismo cabalgando en una noche sin estrellas; quería pasar por un precipicio, que iba estrechándose y cuyas oscuras paredes roqueñas amenazaban con caer encima de él.
Foto 12 Pintura de San Juan de Dios con los niños enfermos. Cortesía Francisco Ventosa Esquinaldo
En medio de la oscuridad, tendióse una mano para agarrarle, y le arrancó de la silla de montar, y le arrojó al suelo. Y la mole tremenda de la roca le cayó encima. Se creía aplastado por el peso inmenso cuando un resplandor intenso iluminó la encañada, y apareció a su lado la pastora que unos días antes le había auxiliado de un modo tan prodigioso.
Ella se inclinó, tendiéndole la mano, y mientras Juan la estaba mirando, ella se transformó admirablemente; no era ya la compasiva joven francesa, sino la Reina de los cielos y de la tierra, la Virgen Santísima; y de sus labios oyó él la frase consoladora, bienhechora: «Confía en Mí. Yo te salvaré».
Al despertarse Juan, penetraba ya el rosicler de la aurora por la puerta de la tienda. El prisionero de manos atadas estaba rezando el Avemaría, reconfortada su alma por la visión prodigiosa.
Con paso firme y alegre rostro caminaba poco después, escoltado por dos filas de soldados, que con la alabarda al hombro le conducían al lugar de la ejecución. Los tambores batían sordamente; era el acompañamiento que le daban en su último camino. A veces se encontraba Juan con la mirada compasiva de un camarada; todos le tenían al pobre condenado por un buen compañero de armas. El joven Ferrus seguía de lejos la triste comitiva, sin poder ayudar al amigo. Delante cabalgaba el capitán, y la sonrisa burlona que desfiguraba su rostro delataba a las claras la satisfacción que sentía por hacer enmudecer de una vez para siempre al inoportuno y odiado amonestador.
Estaba ya cerca de la meta fatal. Con fervor pedía Juan a la Madre de Dios que le preservara de la muerte ignominiosa, y le prometió renunciar al oficio de las armas si ella se dignaba librarle de la soga. Lo extraño era que ni un momento dudara del auxilio de la celestial Señora. No obstante, hizo un fervoroso acto de contrición al llegar la comitiva al pie del patíbulo donde se encontraba la horca, que se erguía espantosa en la rojiza luz de la mañana.
Los tambores batían con ritmo acelerado. Luego, el capitán clamó con voz estridente:
El caporal Juan Ciudad ha sido condenado a morir en la horca por el delito de sustracción de bienes militares.
¿Tienes algo que decir?
El condenado hizo una señal afirmativa y contestó:
Bien sabéis, señor, que condenáis a un inocente. Pero yo estoy en manos de Dios. Confío aún ahora en que Él y la Virgen Santísima me auxiliarán.
¿Esperas quizás que Dios obre un milagro para sacarte del apuro?, le apostrofó en tono de burla el oficial. Vana es tu esperanza. ¡Tambores! ¿El segundo toque!
Volvieron a sonar las cajas.
¡Verdugo, haz tú oficio! Le ordenó el joven.
El verdugo echó la soga al cuello del condenado y le mandó subir la escalera de la muerte. Juan obedeció sin vacilación. Los tambores tocaron por última vez.
Si queréis salvar aún mi vida, Madre de Gracia, ha de ser ahora, balbució el condenado.
El verdugo ya iba a empujar la escalera para quitarla, cuando galopando llegó un jinete, haciendo alto junto a la horca y gritando con voz vibrante:
¿Qué ocurre aquí?
Foto 13 Pintura de San Juan de Dios con los menesterosos. Cortesía Francisco Ventosa Esquinaldo
El capitán, que con espanto reconoció al jinete al coronel Ribera, le refirió que el caporal Juan Ciudad había de sufrir pena de muerte por haber robado el botín. El coronel Ribera, que bien se acordaba del valiente soldado Juan Ciudad, mandó que le soltasen inmediatamente.
Él mismo quería ser juez en el asunto. En aquel mismo momento, corriendo llegó Alfonso Ferrus para notificar que acababa de encontrar la arquita de plata perdida con las alhajas. Al ser interrogado por el coronel, contestó sin vacilación:
Estaba escondida en la tienda del capitán.
Éste se puso blanco como la pared; intentó defenderse, más el coronel Ribera le cortó la palabra, y con ira apostrofó: Es una cosa por demás extraña, capitán. Hasta aclarar el asunto, sois prisionero. Dadme vuestra espada. El capitán temblando de furia, desciñóse de su espada y se la entregó al coronel Ribera.
Pronto se hizo la luz sobre la verdad. El coronel vio que se trataba de una infame patraña del capitán para vengarse y le condenó a muerte.
Se te ha hecho una grave injusticia, caporal Juan Ciudad, le dijo el coronel al portugués, después de ejecutarse la condena de muerte. Sin embargo, espero que seguirás en mi regimiento.
Juan contestó que no podía servir a una bandera bajo la cual le infirieron tan grave ignominia, y suplicó la gracia del licenciamiento. Deseaba volver a Oropesa.
Aunque de mala gana, el coronel Ribera accedió a la demanda; no podía desoírla. Así, pues, despidió a Juan.
Este se despidió cordialmente de su camarada de adolescencia Alfonso Ferrus, quien con su acto valeroso le salvó la vida.
También a mí me da ya náuseas esta guerra, le dijo Alfonso al estrecharle la mano. Es una empresa infructuosa la que nos detiene parados ante los muros de Fuenterrabía. No lograremos forzar la plaza por hambre, ya que nuestras galeras no son capaces de interceptar debidamente el avituallamiento por mar. Iré a Italia, donde una espada valiente puede conquistarse fama mejor que aquí ante esta fortaleza maldita. ¿Vienes conmigo?
No, Alfonso, contestó Juan resueltamente. Mi camino es otro.
¡Lástima! Suspiró su amigo. La horca te ha quitado las ganas de hacer la guerra.
No solamente la horca, contestó el portugués. Luego dio un último apretón de manos al amigo y se fue.
Con alborozo le recibió el mayoral, cuando después de marchas fatigosas en solitario llegó a su casa. Juan volvía a asumir el oficio de pastor; después de la agitación de la vida de soldado y de campamento, la calma le parecía un precioso don del cielo.
El mayoral no había renunciado a su idea favorita: hacer de Juan su verdadero hijo. Más al hablar un día de sus planes matrimoniales, Juan le contestó:
Perdonad si defraudo vuestra bondad, más en aquella hora dificilísima de mi vida, Dios me dio a entender que me llamaba a otra cosa que al matrimonio.
Foto 14 Pintura de San Juan de Dios llevando a un enfermo en sus brazos. Cortesía Francisco Ventosa Esquinaldo
¿A qué te sientes llamado, pues?, preguntó el mayoral. Ya tienes veintisiete años y habrías de decidirte. Estoy decidido a hacer la voluntad de Dios, que me dio por segunda vez la vida al pie de la horca, contestó con firmeza Juan. No sé aún a dónde me conducirá, más llegará el día en que me llame, y yo seguiré siempre su voz.
¿No ves cómo haces sufrir a Beatriz?, preguntó el mayoral con dolor. Dios le manifestará a ella también su santa voluntad, y si ella la sigue, encontrará la felicidad.
Largo rato le estuvo mirando el mayoral, y luego murmuró con tristeza: Me parece que sigues siendo un soñador. Más hágase la voluntad de Dios. También yo me inclino ante ella.
Bibliografía
01.- Montemor o Novo. Crónica dele nacido especial J. Sanz Rubio. Diario Vasco del martes 3 de octubre de 1950 en la última página
02.- El Mendigo de Granada. San Juan de Dios. Wilhelm Hünermann. 1952
Enciclopedia Wikipedia
Manuel Solórzano Sánchez. Grado en Enfermería
https://es.wikipedia.org/wiki/Manuel_Sol%C3%B3rzano_S%C3%A1nchez
Día 20 de octubre de 2022, jueves
Entziklopedia Wikipedia en Euskera
Manuel Solórzano Sánchez. Erizaintzako Gradua
https://eu.wikipedia.org/wiki/Manuel_Sol%C3%B3rzano_S%C3%A1nchez#Ibilbidea
Día 27 de octubre de 2022, jueves
La Voz de Enfermería en la Enciclopedia Auñamendi
Primera parte: http://www.euskomedia.org/aunamendi/39190
Segunda parte: http://www.euskomedia.org/aunamendi/39190/132780
El legado del enfermero Manuel Solórzano. Antton Iparraguirre. Artículo del Diario Vasco de San Sebastián. Lunes, 7 de agosto de 2023
Manuel Solórzano Su Legado Enfermero. Publicado el lunes día 4 de septiembre de 2023
https://enfeps.blogspot.com/2023/09/manuel-solorzano-su-legado-enfermero.html
Noticias de Gipuzkoa domingo 14 de abril de 2024. Mí décimo tercer libro.
Una Gota de Leche para los niños donostiarras
https://www.noticiasdegipuzkoa.eus/donostia/2024/04/14/gota-leche-ninos-donostiarras-8108257.html
Manuel Solórzano: curioso y defensor de su profesión
Foto 15 Assiento hecho por los conventos de San Juan de Dios de las Provincias de Sevilla y Granada para la curación de los enfermos militares, desde primero de enero de 1777, hasta fin de diciembre de 1781. Archivo Casa Museo de San Juan de Dios en Granada
Manuel Solórzano Sánchez
Graduado en Enfermería. Enfermero Jubilado
Insignia de Oro de la Sociedad Española de Enfermería Oftalmológica 2010. SEEOF
Premio a la Difusión y Comunicación Enfermera del Colegio de Enfermería de Gipuzkoa 2010
Director y Miembro del Blog de Historia de Enfermería “Enfermería Avanza”
Miembro de la Red Iberoamericana de Historia de la Enfermería
Miembro de la Red Cubana de Historia de la Enfermería
Miembro Consultivo de la Asociación Histórico Filosófica del Cuidado y la Enfermería en México AHFICEN, A.C.
Miembro Supernumerario de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País. (RSBAP)
Académico de número de la Academia de Ciencias de Enfermería de Bizkaia – Bizkaiko Erizaintza Zientzien Akademia. ACEB – BEZA
Comisión de Historia de la Enfermería del Colegio Oficial de Enfermería de Gipuzkoa / Gipuzkoako Erizaintza Elkargo Ofiziala
Insignia de Oro del Colegio Oficial de Enfermería de Gipuzkoa. Años 2019 y 2022
Sello de Correos de Ficción. 21 de julio de 2020 y 31 de diciembre de 2022
Premio a la Visibilización de la ACEB. 15 de mayo de 2024. Deusto Bilbao
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