LA BELLEZA Y EL DOLOR DE LA BATALLA
Corría el mes de septiembre de 1914 y en Moscú, se relata esta historia. La enfermera Florence Farmborough, quería ver su primer muerto y nos lo describe así: “Quería verlo; quería ver a la Muerte”. Así lo explica ella misma. Nunca antes se había encontrado ante una persona muerta; de hecho, hasta hace muy poco ni siquiera ante un adulto enfermo que guardara cama, lo cual quizá resulte algo extraño teniendo en cuenta que tiene 27 años y es enfermera; seguramente la explicación se halle en que hasta agosto de 1914 llevó una vida muy protegida. Florence nació y se crió en una zona rural de Inglaterra, en el condado de Buckinghamshire, pero ha vivido en Rusia desde 1908, trabajando como institutriz de las hijas de un reputado cardiólogo-cirujano de Moscú.
FOTO 001 Florence Farmborough
La crisis internacional desarrollada durante finales del hermoso y tórrido verano de 1914 le pasó prácticamente desapercibida, ya que en esa época ella estaba junto a sus anfitriones en la dacha que estos poseen en las afueras de Moscú. Una vez de vuelta a la capital se dejó arrebatar por el mismo “entusiasmo juvenil” de tantos otros. Ambas patrias, la antigua y la nueva, acababan de unirse para luchar contra un enemigo común, Alemania, y esta joven y enérgica y decidida no tardó en ponerse a considerar cuál sería la mejor manera de contribuir al esfuerzo bélico. La respuesta fue casi inmediata: haciéndose enfermera. Su empleador, el reputado cirujano, consiguió convencer a los responsables de los hospitales militares que se estaban instalando en Moscú de que aceptaran a sus dos hijas y a Florence como voluntarias. Fueron días maravillosos. Al cabo de un tiempo empezaron a llegar los heridos, dos o tres a la vez. Muchas cosas le resultaron desagradables al comienzo, incluso tuvo que echarse atrás al enfrentarse a una herida abierta de aspecto singularmente horrible. Pero con el tiempo se ha ido acostumbrando. Además, el ambiente se ha vuelto muy agradable. Se ha creado una atmósfera de afinidad, de consenso, sobre todo entre los soldados: “Entre ellos reina siempre un notable compañerismo: los bielorusos se relacionan con los ucranianos en los términos más amigables, los caucasianos hacen lo mismo con gente de los Urales, tártaros con cosacos. En general, se trata de hombres tolerantes y sufridos que agradecen los cuidados y atenciones que reciben; nunca o casi nunca se quejan”. La mayoría de los heridos están impacientes por volver al frente cuanto antes. Pronto se habrán curado las heridas, pronto volverán los soldados a estar de servicio, pronto se ganará la guerra. Por lo general, el hospital solo acoge a heridos leves, lo cual podrá explicar por qué Florence pese a haber trabajado allí tres semanas, todavía no había visto ningún muerto.
Foto 002 Transportando herido
Esta mañana, cuando llega al hospital, pasa delante de una de las enfermeras de noche. Florence le parece que está “cansada y tensa”, y la otra le dice como si nada: “Vasili ha muerto temprano esta madrugada”. Vasili era uno de los pacientes que Florence ha estado atendiendo. Era militar, aunque solo el mozo de cuadra de un oficial, e irónicamente su herida no era una auténtica herida de guerra. Un caballo asustado e inquieto le había dado una mala coz en el cráneo y, tras ser operado, una segunda ironía del destino se sumó a la primera: resultó que padecía un tumor cerebral incurable. Vasili pasó las tres últimas semanas postrado y mudo en su cama, un hombre rubio y bajito de aspecto frágil que no hacía más que enflaquecer día a día ya que le costaba comer, pero en cambio siempre pedía agua. Y acababa de morir sin dramatismo alguno, tan solo y callado como lo estuvo en vida. Florence toma la decisión de ver el cuerpo. A escondidas entra en la sala que sirve de morgue y cierra con cuidado la puerta tras de sí. Un gran silencio. Ahí está Vasili, o lo que era Vasili, tendido en una camilla. Se Ve: … tan flaco, demacrado y encogido que más que un hombre adulto parecía un niño. Su semblante rígido tenía una blancura grisácea, nunca antes había visto yo un color tan extraño en un rostro, y sus mejillas se habían hundido hasta formar dos concavidades. Sobre los párpados hay colocados dos terrones de azúcar que los mantienen cerrados. Ella siente malestar, no tanto por aquel cuerpo inerme sino por esa quietud, ese silencio. Piensa: “La muerte es una inmovilidad horrible, tan silenciosa, tan distante”. Reza una breve oración por el difunto y después se marcha apresuradamente. Florence nos cuenta en febrero de 1915 lo siguiente: ahora ya lo tiene todo superado: los seis meses que pasó en un hospital militar privado en Moscú, los perseverantes estudios para sacarse el título de enfermera, la parte de prácticas la dominaba bien; lo que más le costó fue la teoría, impartida en un ruso complicado, la graduación, la ceremonia de clausura en una iglesia ortodoxa, donde el sacerdote tuvo problemas en pronunciar su nombre “Floronz”, sus intentos de que aceptasen su solicitud de servir en el nuevo hospital de campaña móvil número 10, lo que consiguió gracias, una vez más, a la intervención de su antiguo patrón, el célebre cirujano cardiólogo. Farmborough escribe en su diario: Estoy en plenos preparativos para mi marcha. Me siento muy impaciente por partir, pero todavía queda mucho por hacer, y la unidad en sí todavía no ha entrado en funcionamiento del todo. Mis uniformes de enfermera, delantales y cofias ya están terminados, y me he comprado una chaqueta de cuero negro con forro de franela. Hace conjunto con ella un grueso chaleco de piel de cordero, para el invierno, cuyo nombre en ruso, duschegreyechka, significa “calienta almas”. He oído decir que nuestra unidad estará estacionada en el frente ruso-austríaco de los Cárpatos y que tendremos que montar a caballo; así que he añadido a mi guardarropa unas botas altas y pantalones de montar de cuero negro.
Sophie Botcharski Enfermera del ejército ruso. 21 años. Al igual que Rafael de Nogales, es también testigo de la matanza de armenios con gas clorado. Ve cómo huyen hacia ella centenares de soldados totalmente ciegos y vomitando. Sophie Botcharski, es otra enfermera inglesa que estuvo en los hospitales rusos. Nos cuenta: escarcha, cielo encapotado de invierno. Comprenden que la batalla ha terminado porque el estruendo de las explosiones está menguando y el flujo constante de heridos también. Una semana de trabajo casi ininterrumpido ha llegado a su fin. Bocharski y las demás enfermeras están rendidas. Su jefe lo sabe perfectamente y le da a ella y a otro par de enfermeras un cometido que las alejará del improvisado hospital. Deberán dirigirse a la 4ª División, que está en las inmediaciones, para repartir regalos entre los soldados, los cuales han llegado por correo enviados por particulares desde Rusia y que durante los combates han quedado amontonados en un rincón. Pasan por delante del cementerio militar que Sophie vio el día en que por primera vez llegó a Gerardovo. Observa que ha aumentado tres veces de tamaño, que se ha convertido en “un bosque de cruces de madera”. No se sorprende.
FOTO 003 Sophie Botcharski. Enfermera Cruz Roja
Antes solo era una entre muchas jóvenes de clase alta, inexpertas, idealistas y algo arrogantes, que, ebrias de patriotismo y ardor bélico, se habían presentado como voluntarias para servir en la asistencia sanitaria. Sophie recuerda al hombre que llegó al galope hasta la cancela de su finca para entregar un papel. Recuerda que a la mañana siguiente se llevaron los caballos al pueblo muy temprano para seleccionar a los más capaces para servir en la guerra. Recuerda que los mozos de la finca vestidos de domingo, bajaron cantando por el camino y que sus madres y esposas caminaban junto a ellos; que las mujeres para mostrar su dolor, se echaban los delantales por encima de la cabeza una y otra vez, y que sus quejumbrosas voces se elevaban y se hundían en el aire de finales del verano. Recuerda haber extendido la vista por el valle, el río y el inmenso bosque, y que en todos los caminos se veían grupos de gente, caballos y vehículos en marcha, todos yendo en la misma dirección: “Hasta donde alcanzaba la vista había tal cantidad de gente que era como si la tierra misma hubiese cobrado vida”. Botcharski fue destinada a una de las unidades de la Cruz Roja. El uniforme de enfermera se consideraba chic. En realidad no sabía nada. Cuando un día le mandaron limpiar el suelo del quirófano se quedó de piedra porque no había fregado un suelo en su vida. La mayor parte del tiempo ella y sus compañeras permanecían ociosas en una espera que se volvía cada vez más apática. Hasta que hace catorce días se inició la ofensiva alemana. Tras una semana de gran batalla, una gélida tarde la destinaron a ella y a unas cuantas más compañeras al hospital de Gerardovo, por el camino pasaron interminables columnas de trineos tirados por caballos cargados de heridos. Algunos yacían sobre paja, otros sobre abigarrados almohadones, fruto del pillaje de alguna casa. Finalmente Botcharski y las demás llegaron a una gran fábrica. El patio estaba abarrotado de vehículos de todas las clases imaginables y la ambulancia en la que habían llegado ellas tuvo que detenerse frente a la verja. El último ataque fue tan importante y las bajas tan grandes que el aparato sanitario ruso se derrumbó. A las puertas de la fábrica se amontonaron las camillas con los heridos a los que no se había dado cabida en el interior, quienes tuvieron que quedarse fuera y perecieron congelados durante la noche. Dentro de la fábrica los heridos yacían por todas partes, incluso en las escaleras y entre las máquinas, la mayoría en camillas o sobre balas despedazadas de algodón. El poco personal que trabajaba allí dentro apenas tenía tiempo de retirar los cuerpos de los que habían muerto a consecuencia de sus heridas. Un ligero hedor a putrefacción hirió las fosas nasales de Botcharski nada más entrar. Casi se desmaya. Estaba muy oscuro. Había regueros de sangre por el suelo. De todos los rincones se oían voces suplicantes que la solicitaban, manos que se agarraban a su falda. La mayoría de los heridos eran jóvenes y estaban asustados y confusos, lloraban, tenían frío, la llamaban “mamita” aunque ella tuviera la misma edad que ellos. En las grandes salas los focos de las linternas iban de un lado a otro “como ojos errátiles”.
FOTO 004 Ambulancias
Florence Farmborough, se va al frente de Gorlice, una pequeña y paupérrima ciudad de provincias de la Galitzia austro-húngara, ocupada por tropas rusas. Antes de la guerra la ciudad tenía 12.000 habitantes, en cambio, ahora solo son un par de miles los que quedan agazapados y escondidos en sus sótanos. Hasta el momento Farmborough y demás personal del hospital de sangre se han dedicado principalmente a aliviar las necesidades de la población civil, en primer lugar, distribuyendo comida. La carestía de alimentos es grave. El hospital de campaña, móvil número 10 consta de tres secciones. Por un lado dos unidades volantes capaces de desplazarse fácilmente allá adonde más se les necesite, cada una de las cuales dispone de un oficial, un suboficial, dos médicos, un auxiliar médico, cuatro enfermeros, cuatro enfermeras, treinta conductores de ambulancia de dos ruedas tiradas por caballos (con cruces rojas pintadas en las lonas) amén de la misma cantidad de cocheros y mozos de cuadra. Por otro lado, una unidad base donde hay más camas, en la que están los almacenes y que también dispone de aún más recursos para el transporte, concretamente de automóviles. Florence pertenece a una de las dos unidades volantes. Han improvisado un hospital acondicionando una casa abandonada, la han limpiado a fondo, pintado y montado un quirófano y una farmacia. Este sábado Florence y demás personal de la ambulancia se despiertan antes del alba por el ruido del fuego de artillería pesada. Se levanta trastabillando de la cama. Por suerte se acostó completamente vestida. Todos pensaban que se estaba tramando algo muy gordo. Después de un montón de explosiones empiezan a llegar los heridos. Florence cuenta: al comienzo podíamos ayudarlos a todos; después su número nos desbordó. Llegaban a centenares y de todas direcciones; algunos iban por su propio pie, otros reptaban o se arrastraban por el suelo. En esta desesperada situación al personal sanitario no le queda otro remedio que efectuar una brutal selección. Los que se tienen en pie se quedan sin auxilio; a estos simplemente se les exhorta a que sigan hacia la retaguardia y se dirijan a alguna de las unidades estacionarias. Los que no pueden andar son tan numerosos que hay que tenderlos al aire libre, donde primero se les dará analgésicos y después se les curarán las heridas. “Era lastimoso oír los gritos y gemidos de los heridos” Florence y demás personal hacen cuanto está en su mano para ayudar, pese a tener la sensación de que todo es en balde, porque el flujo de cuerpos desgarrados y rotos parece no menguar nunca. Atendiendo gritos y llamadas, las sombras de sus siluetas se mueven de aquí para allá, iluminadas por rachas de una luz áspera y lejana. A las seis de la mañana siguiente, aproximadamente, Florence y demás personal oyen un nuevo y espantoso estruendo. Se oye un grito “Retirada”. Finalmente llega la temible orden: partida inmediata, hay que abandonar el equipo y a los heridos. ¿Abandonar a los heridos? ¡Sí, abandonar a los heridos! ¡Los alemanes están a las puertas de la ciudad! Florence coge su abrigo y su mochila y sale corriendo del edificio. Los heridos chillan, suplican, llaman y maldicen. “No nos dejéis, por el amor de Dios”. Alguien se agarra al borde de la falda de Florence, y ella se desengancha esa mano por la fuerza. Luego desaparece con los demás por la carretera de hoyos.
Olive King, Conductora de ambulancia Como de costumbre Olive King ha madrugado. Ya está sentada tras el volante de su ambulancia. Va acompañada de su superiora Mrs. Harley, jefa de transporte. Olive May King es una australiana de 29 años nacida en Sydney e hija de un próspero hombre de negocios. En muchos sentidos, también es una hija de papá, más que nada porque su madre murió cuando ella sólo tenía 15 años. Creció y se educó siguiendo las pautas convencionales, acabando sus estudios en Dresde, donde la música y la pintura eran asignaturas. En ella conviven en tensión el sincero e ingenuo anhelo de casarse y tener hijos, por un lado, y por el otro, un temperamento enérgico e inquieto. Durante los años previos a la guerra viajó mucho por Asia, América y Europa, siempre acompañada por una carabina. Al estallar el conflicto pasó de ser espectadora a contendiente; por su temple aventurero y su ferviente patriotismo. Escogió el único camino abierto a las mujeres en 1914: la asistencia sanitaria. Al mismo tiempo es revelador que King no quisiera convertirse en enfermera, sino que al enrolarse escogiera el papel mucho más inusual de conductora, llevando el volante de una gran ambulancia de la marca Alda que se compró ella misma, aunque con el dinero de su padre. La organización para la cual trabaja King se llama The Scottish Women´s Hospital (Hospital Femenino Escocés). Es una de las muchas unidades sanitarias privadas que se instauraron en 1914, pero esta tiene de especial el haber sido creada por sufragistas radicales y estar dirigida únicamente por mujeres.
FOTO 005 Olive King, Conductora de ambulancia
La ambulancia que King conduce esta mañana es la suya. El número de matrícula es el 9862, pero ella siempre le llama “Ella”, abreviatura de Elefante. Y la ambulancia, efectivamente, es muy grande, más bien un minibús: caben nada menos que dieciséis pasajeros sentados. La parte de atrás destinada a la carga es pesada, y rara es la vez que King consigue que Ella supere los cuarenta o cuarenta y cinco kilómetros por hora. Pasadas las diez y media están de vuelta. Con la ayuda de otra de las conductoras, Mrs. Wilkinson, King descarga los bancos y mesas que han encontrado y los colocan en el jardín. A continuación las dos se cambian de ropa y empiezan la limpieza de la caseta que les sirve de alojamiento a las conductoras. A la noche, la cena consiste en espárragos, es la temporada, son buenos y baratos. Después de la cena se retiran a sus habitaciones a escribir cartas; el correo sale por la mañana. King le comunica a su hermana: No creo que falten muchos meses para que acabe la guerra. El fracaso, gracias a Dios, de ese maldito gas venenoso acabará convirtiéndose en un gran revés para Alemania. ¿No es estupendo que las nuevas máscaras antigás den tan buenos resultados?. Dios debería hacer que esas horribles granadas de gas explotasen por sí solas y matasen a 500.000 alemanes. Sería una maravillosa manera de vengar la carnicería de nuestros pobres soldados, y ojalá que Él enviara incendios o inundaciones que destruyeran o hiciesen saltar por los aires todas las fábricas de munición alemanas. King escribe esto en su cuarto recién fregado, recostada en la camilla rota que le sirve de cama. Por lo demás, descontando una silla y una gramola, la habitación está vacía. El cuarto tiene una chimenea con repisa de mármol; allí tiran las colillas de los cigarrillos, las cerillas y otras basuras. Le entra frío y sueño.
Sophie Botcharski es testigo del uso del gas Fosgeno en Wola-Szydlowiecka. 31 de mayo de 1915
No es el fuego de fusilería el que las despierta. A ese ruido hace ya mucho que se acostumbraron. Ella y las demás enfermeras se levantan de la cama sin recibir orden ninguna, mirándose con preocupación y desconcierto las unas a las otras. Ese ruido siempre es inquietante, de mal agüero. Significa ataque; significa heridos; significa muerte. Se visten y se reúnen con los soñolientos estudiantes de medicina en una sala grande. El jefe irrumpe en la sala y les comunica que los alemanes están bombardeando Wola-Szydlowiecka. Entonces ocurre algo inesperado. Sophie Botcharski conoce el sonido del fuego nutrido, sabe lo que implica, sabe también que rara es la vez en que no se prolonga hora tras hora, en ocasiones, un día tras otro. Se hace un súbito silencio, el eco de las detonaciones se extingue. Unos cuantos soldados llegan corriendo por la carretera. Al cabo de un rato también del bosque cercano salen figuras. Cada vez aparecen más hombres corriendo presas de pánico. Sophie Botcharski y los demás dan por supuesto que vienen a su hospital de campaña, pero cuando los soldados llegan a su altura pasan por su lado sin girarse siquiera. Los ve correr ciegamente en estampida. Ve que los rostros tienen un tono azulado, algunos casi amarillo. Ve que a muchos hombres les sale espumarajos por los labios, ve que otros vomitan. Una ambulancia tirada por caballos aparece entre crujidos por la carretera, el carruaje se bambolea y da bandazos debido a la gran velocidad. En el pescante hay dos enfermeros, “sin sus gorras y con las bocas desencajadas por el espanto”. Tampoco la ambulancia se detiene, pero uno de los hombres sentados en el pescante, al pasar de largo, grita algo así como que “todos están muertos”. Después esos dos también desaparecen. Al final, uno de los que huyen se detiene a medias y como respuesta a sus preguntas dice chillando: “¡Nos envenenan como a ratas, los alemanes nos han echado encima una niebla que nos persigue!”. También entre el personal del hospital cunde el pánico. Sophie y los demás corren hacia el bosque donde han visto desaparecer a muchos fugitivos. Solo una persona se queda en el hospital de sangre, un niño que en vez de huir quiere pelear y que para ello ha cogido un fusil. Cuando se giran lo ven de pie en el umbral. Con los dedos el chico va comiéndose la mermelada de un bote que se ha metido en el bolsillo de la chaqueta.
FOTO 006 Heridos gas fosgeno
Tras un largo rato de espera en el bosque rodeados de hombres despavoridos y vomitando, Sophie y los demás reciben órdenes de dirigirse a las trincheras. El silencio es total. Se ponen en marcha en sus ambulancias de motor, atraviesan Wola-Szydlowiecka, que ahora solo consta de “chimeneas que despuntan entre montones de ladrillos”, pasan campos arados por las granadas, vislumbran una tierra de nadie “quemada y descolorida”. No ven ni una sola persona, al menos ninguna que se mantenga de pie. El único ruido que se oye es el de los motores de las ambulancias. En el flota un olor raro. Botcharski desciende a una trinchera. Allí ve cuerpos, gran cantidad de cuerpos, algunos vistiendo el uniforme pardo del ejército ruso, otros enfundados en la tela gris del uniforme de campaña alemán. Ha visto cadáveres antes, pero esto es nuevo. Porque estos cuerpos están tumbados en posiciones “tan retorcidas, tan torturadas y anormales que a duras penas pudimos separar un cuerpo del otro”. El mismo gas venenoso que les quitó la vida a los soldados rusos segó las de los atacantes alemanes. Siguen buscando y rebuscando y siguen encontrando cadáveres en las trincheras, en los refugios, en los bosques. Acurrucado tras una ametralladora cubierta de un polvo rojo hallan a un enfermero. Al tocarlo el hombre se desmorona, muerto. A los que dan señales de vida se les traslada y agrupa en un campo. Las enfermeras les van quitando las guerreras, que apestan a gas, pero aparte de eso poco es lo que pueden hacer por ellos. En el anterior ataque alemán con gas venenoso utilizaron bromo acetona, conocida como T-Stoff, una especie de gas lacrimógeno muy irritante pero no letal. En cambio esto era totalmente distinto: esto es un gas clorado. El personal sanitario siente que el pánico se está apoderando de ellos. El desconcierto es general. A alguien se le ocurre la idea de inyectar una disolución de cloruro sódico a las torturadas víctimas. Como único resultado los sujetos fallecen al instante. A las enfermeras no les queda otro remedio que presenciar impotentes cómo los hombres, con sus azulados semblantes, mueren “esas muertes horribles”, todos ellos totalmente conscientes hasta el final, pugnando en vano por respirar mediante silbantes y prolongadas aspiraciones. El color oscuro de los rostros hace que sus ojos, mejor dicho el blanco de sus ojos, destaque con inquietante claridad.
FOTO 007 Ambulancias tiradas por caballos
Se les acerca una mujer, les explica que anda buscando a su hijo. La dejan que busque. Sophie la observa mientras se va desplazando más y más lejos por el campo, yendo de una silueta tumbada a la otra. La mujer busca entre los vivos y entre los muertos. Nada. Pide entonces ser llevada hasta las trincheras, lo cual, contra toda previsión, se le concede; tal es el clima de caos y resignación: ¿qué daño podría causar en una situación como aquella? La mujer se marcha en una ambulancia junto con un enfermero. Al cabo de un rato ven el carruaje de vuelta. La mujer está sentada en la ambulancia, y arrimando a su lado, va el cuerpo de su hijo muerto. “Toda la noche explica Sophie Botcharski caminamos entre ellos con faroles en las manos, sin poder hacer nada, entre los enfermos y los que se estaban asfixiando”. Hacia el amanecer llegan órdenes de que a los enfermos se les inyecte aceite de alcanfor, una sustancia que suele utilizarse en casos de envenenamiento o colapso. Los enfermos tendidos en aquel campo que a estas alturas todavía viven reciben diez gramos cada uno. Eso parece aliviar un poco sus molestias.
El Final de las tres mujeres
Florencia Farmborough estaba enseñando en Moscú en 1914. Se ofreció como voluntaria para la Cruz Roja de Rusia y después del entrenamiento fue enviada a una unidad en la primera línea. Recorrió Polonia, Austria y Rumania y se vio envuelta en el caos de la retirada rusa. Recogió sus terribles experiencias en sus diarios y en las fotografías. Florencia Farmborough abandonó Rusia tras la Revolución de 1917. La guerra de Florence Farmborough terminó en el momento en que el barco en el que viajaba ella y los demás refugiados zarpó del puerto de Vladivostok. La nave se le antojó un palacio flotante. Subieron a bordo al son de una música, y cuando finalmente entró en su camarote se vio en mitad de un ensueño de sábanas blancas y visillos blancos. Luego estuvo en cubierta contemplando cómo aquel país llamado Rusia “al que había amado con tanto sentimiento y servido con tantas ganas” se desvanecía despacio, muy despacio, hasta que lo único que quedó de él fue una tenue sombra gris en la línea del horizonte. Para entonces una niebla azulada se había levantado sobre el mar impidiéndole ver nada más. Así que bajó a su camarote, y decidió quedarse. La excusa que dio a los demás fue que estaba mareada.
A Sophie Botcharski le tocó paseando por Moscú, en un día muy frío y nevando en compañía de un grupo de amigos de su época en el ejército. La gran ciudad era un lugar oscuro y deprimente, oscuro también en un sentido literal: tras la mayoría de las ventanas las luces estaban apagadas, y debido a la escasez de gas solo se habían encendido una de cada dos farolas. Muchas tiendas estaban cerradas a cal y canto, algunas con orificios de bala en las paredes. Por las calles no circulaba apenas ni un alma. Un camión con hombres armados pasó de largo: bolcheviques. Sophie y sus amigos doblaron por un callejón cubierto de nieve. Entonces vieron avanzar hacia ellos un grupo de soldados. Se pusieron alerta, máxime al descubrir que unos cuantos de ellos cargaban pesadamente con una ametralladora. Cuando se cruzaron los grupos, Sophie reconoció a uno de los soldados: Alexis. Fue un reencuentro alegre pero breve. Él y los demás se habían desmovilizado por cuenta propia, se les había acabado la comida, y ya apenas circulaban trenes. Habían decidido llevarse la ametralladora al pueblo, “por si acaso”. Ella dijo: “Son tiempos muy lúgubres”. Él replicó: “Huelen a sangre”.
Olive King se hallaba en Salónica, donde acababa de llegar procedente de Inglaterra. Había ido para solicitar permisos oficiales para la creación de una cadena de cantinas destinadas a aliviar las necesidades de los refugiados y soldados serbios que volvían a casa. Su unidad hacía ya tiempo que se había trasladado al norte yendo en pos del desmoronado ejército búlgaro. Sus dos ambulancias desaparecieron junto con las tropas que avanzaban. Su cabaña de madera fue trasladada y vaciada casi al completo; todas sus pertenencias fueron minuciosamente empaquetadas por sus camaradas serbios. De cara al inminente viaje a la liberada Belgrado, King revisó todo lo que había acumulado y se le antojó que era simple basura. Entre otros objetos tiró un baúl entero lleno de ropa vieja y pilas de periódicos y boletines. Todo eso había pasado a la historia.
BIBLIOGRAFÍA
EL LIBRO: La belleza y el dolor de la batalla es el primer libro que se publica en español del sueco Peter Englund. Él es un escritor y profesor de narrativa histórica, secretario de la Academia Sueca y ganador de premios como el August o el Selma Lagerlöf. Es éste un libro que trata sobre la Primera Guerra Mundial. Pero no se trata de un libro sobre qué fue esa guerra, es decir, sobre sus causas, su progreso, su final y sus consecuencias, sino un libro sobre cómo fue. Aquí no se hallarán tanto factores como personas, no tanto procesos como impresiones, vivencias y estados de ánimo. El autor se ha propuesto reconstruir, más que el curso de unos acontecimientos, un universo emocional. La belleza y el dolor de la batalla nos muestra a veinte individuos, personajes reales todos, rescatados del anonimato o del olvido, situados en las capas más bajas de la jerarquía. Aún con todas las diferencias en cuanto a destino, roles, sexo y nacionalidad, a todos estos personajes les une el hecho de que a cada uno de ellos la guerra les robó algo: la juventud, las ilusiones, la esperanza, la humanidad; la vida.
FOTO 008 Olive King
“El lector seguirá de cerca a veinte individuos, personajes reales todos, por supuesto (no hay en este libro nada ficticio, su contenido se basa en los documentos de diversa índole que dichas personas dejaron), todos ellos rescatados del anonimato o del olvido, todos situados en las capas más bajas de la jerarquía. Mayoritariamente se trata de gente muy joven, hombres y mujeres de apenas veinte años. De esta veintena de personajes dos caerán en combate, dos serán tomados prisioneros, dos se convertirán en héroes homenajeados, dos acabarán siendo, físicamente, unas piltrafas. Varios de ellos reciben la guerra con los brazos abiertos pero aprenden a aborrecerla; algunos la aborrecen desde el primer día; otro la ama de principio a fin. Uno de ellos perderá literalmente la razón y dará con sus huesos en un hospital psiquiátrico, otro no llegará a oír ni un solo disparo. Y así sucesivamente. Pese a todas las diferencias en cuanto a destino, roles, sexo y nacionalidad les une el hecho de que a cada uno de ellos la guerra les robó algo: la juventud, las ilusiones, la esperanza, la humanidad, la vida. La mayor parte de estas veinte personas vivirán experiencias dramáticas y atroces; sin embargo, lo que se pretende enfocar es el lado cotidiano de la guerra. En cierto modo este texto es un pedazo de anti historia, lo que he querido ha sido reencauzar a sus elementos más atómicos e ínfimos, es decir, al individuo y sus vivencias, un acontecimiento que, se mire por donde se mire, hizo época.” Peter Englund. FOTO 009 Portada del Libro, y varios entrevistados
AUTORES
Jesús Rubio PilarteEnfermero y sociólogo. Profesor de la E. U. de Enfermería de Donostia. EHU/UPV Miembro no numerario de La RSBAP jrubiop20@enfermundi.com
Manuel Solórzano SánchezEnfermero Servicio de Oftalmología Hospital Donostia de San Sebastián. Osakidetza /SVS Vocal del País Vasco de la SEEOF Miembro de Eusko Ikaskuntza Miembro de la Sociedad Vasca de Cuidados Paliativos Miembro Comité de Redacción de la Revista Ética de los Cuidados M. Red Iberoamericana de Historia de la Enfermería Miembro no numerario de La RSBAP masolorzano@telefonica.net