martes, 24 de septiembre de 2019

HISTORIA DE UNA ENFERMERA


LA HISTORIA DE MARIAN Y MARINA

FOTO 1 Portada de Historia de una Enfermera. Autora: Lola Montalvo Carcelén

Autora:
Lola Montalvo Carcelén, nació en Madrid hace cincuenta y dos años. Es Diplomada en Enfermería, licenciada en Geografía e Historia, DEA en Historia Antigua y experta en Ciencias Forenses, y posee sendos máster en Ciencias Forenses y Derecho Sanitario, Antropología Física y Genética Forense y Dietética y Nutrición.

Tiene varias novelas publicadas con las que ha ganado premios literarios como: Primer Premio del I Certamen de Relato Corto de la Empresa Mancomunada del Aljarafe, Aljarafesa, 2005, Tomares. Sevilla, con el relato «Frontera de Agua». Segundo Premio del V Certamen de Relato Corto Amfe-Mujer 2006, Castilleja de la Cuesta, Sevilla, con el relato «No deseado». Segundo Premio del VI Certamen de Relato Corto Amfe-Mujer 2007, Castilleja de la Cuesta, Sevilla, con el relato «Una familia normal». Primer Premio del VII Certamen de Relato Corto Amfe-Mujer 2008, Castilleja de la Cuesta, Sevilla, con el relato «Zapatos de arena».

Finalista del Certamen de Relato Corto y Cuento convocado por Bookmarkt SAE, en octubre de 2009, con el relato «Solo un cigarrillo más».

Finalista del III Premio de Creación literaria Bubok-Alfaguara, 2011, con la novela «Sanatio».

El Libro

FOTO 2 Portada del libro Historia de una Enfermera

El libro consta de 650 páginas. Penguin Random House. Grupo Editorial. ISNB: 978-84-9070-576-6. Depósito Legal: B-10.597-2018

Dos mujeres que componen a través de sus historias un relato lleno de amor a la profesión de enfermera pero, sobre todo, a los pacientes.

Este libro no es solo una novela. Es el relato que hace visible una profesión, la de enfermera. Y es la historia de dos mujeres, Marian y Marina.

La historia de Marian está ambientada en la época actual. A sus cuarenta y dos años está totalmente entregada a su profesión, dejándose llevar por la inercia del día a día. Luchando a pesar de las adversidades por hacer su trabajo de la manera más digna para ella y para los pacientes. Y lidiando con su soledad hasta que se enamora de Rodrigo, guardia de seguridad del hospital. Parece que por fin está viviendo la vida que siempre quiso. Pero Rodrigo guarda un terrible secreto que hará que Marian se plantee su futuro y su amor. Y deberá decidir si realmente quiere coger las riendas de su vida.

Marina, nacida en 1926 y huérfana al inicio de la guerra civil española, consiguió ejercer también como enfermera desde los años cuarenta del siglo pasado. En aquellos tiempos ser enfermera era también difícil y algunas mujeres como Marina arriesgaron su vida para conseguir ejercer su profesión de manera noble y ser independientes en nuestro país, en un momento en que eso era casi un imposible.

Prólogo
Nos cuenta Lola Montalvo que es enfermera desde hace más de veintisiete años. Esta no es una autobiografía aunque es indiscutible que la enfermera protagonista tiene mucho de ella. Considera que la profesión a la que dedica su libro es una de las más bonitas, interesantes y satisfactorias que existen, pero también es a veces ingrata, dura y agotadora. Para ser enfermera o enfermero hay que tener vocación, una vocación muy especial que va más allá de lo espectacular o del protagonismo del momento, aunque solo eso no es suficiente.

Cada día hay más enfermeros y, aunque es indiscutible que a veces nos llegan noticias de los malos, la gran mayoría de ellos son excepcionales, humanos y responsables, que hacen un trabajo magnífico. Como a mí me gusta decir: predomina siempre lo bueno, pero la gente solo ve lo malo.

En España hay magníficos enfermeros que llevan a cabo su labor a diario sin que se les oiga, sin que se les note y, sobre todo, sin que se les valore adecuadamente, en condiciones laborales precarias e insostenibles, sin medios materiales ni recursos adecuados.

A esos hombres y mujeres que se dejan a diario la piel en los quirófanos, en los servicios de urgencias, en los centros de salud y consultorios, en las plantas y servicios de especialidades o de medicina interna o de cirugía, en las unidades de cuidados intensivos, en los centros de ancianos y de personas con discapacidad, en los centros de diagnóstico, a todos ellos va dedicado este libro.

Porque creo que poca gente conoce el devenir diario de su labor y que, por ello, no se les valora adecuadamente. Pocos saben de su criterio profesional y científico, de su constante anhelo de superación y de su increíble capacidad de renovación e investigación.

Por ellos es este libro y a todos ellos va dedicado.

Por supuesto, todos los personajes y sus nombres son ficticios; las historias narradas son enteramente de mi invención. Si existiera alguna coincidencia con personas o hechos reales sería fruto de la casualidad. Con esa misma intención, la ciudad donde se desarrolla la historia no tiene nombre, no es ninguna de las de nuestro país, es inventada, y por lo tanto todo lo que describo en ella es producto de mi imaginación, así nos lo relata Lola.

MARIAN

Me llamo María Angustias Censor Notario, pero me gusta que me llamen “Marian”. Y acabo de cumplir cuarenta y dos años.

Todavía recuerdo, como si fuera ayer, mi primer día de trabajo como enfermera, hace ya más de veinte años.

Atrás habían quedado los años de universidad, las agotadoras horas de prácticas en hospitales y centros de salud a las que yo creo que se debería llamar “trabajar duro sin cobrar nada”; irremediablemente atrás quedaron también la interminables horas de clase aguantando a ciertos petardos con la capacidad docente de un rinoceronte, los profesores exigentes y malhumorados, los profesores amables y considerados; las miles de horas de estudio, incubación y letargo en las bibliotecas, los enciclopédicos trabajos de investigación, la ilusión, la esperanza, el deseo de empezar una nueva senda…

Superé todo eso con más éxito del que nunca creí llegar a conseguir, impelida por una vocación que me ardía en la piel desde mi más tierna infancia. Nuca deseé ser otra cosa, pero, cuando por fin estudias la carrera de tus sueños, la vocación “un algo cuasi iluso y abstracto” topa con la realidad más mundana. Y dependiendo del impacto que ese choque que tenga en ti culminarás, o no, tu carrera como enfermera.

No en balde muchos abandonan el primer año: en el choque personal de esos estudiantes sus expectativas han muerto definitivamente.

Me veo acercarme a ese hospital de Granada “la ciudad donde nací” aquella primera mañana de julio, entrar en el vestíbulo, acercarme a los ascensores y apretar un botón de llamada con dedo temblón.

Sigo viéndome subiendo a mi planta con el corazón golpeteando como loco en mi pecho. Me veo, ya en los vestuarios, cambiándome de ropa y colocándome el blanco e impoluto uniforme nuevo, el sudor resbalándose por la espalda y haciéndome todavía más incómoda la tela demasiado rígida por la escasez de lavados.

Aún sigo sintiendo ese deseo loco de estar en otro sitio que me embargó, en un lugar lejano y cálido, mientras tragaba saliva e intentaba hacer desaparecer esa bola que me oprimía la garganta amenazando con ahogarme; esa certeza histérica y chillona que no cesaba de retumbar en mi cerebro y que me explicaba con palabras nerviosas, atropelladas, que me había equivocado de trabajo, que me había obcecado en una vocación ilusoria, que lo que realmente deseaba era ser secretaria o peluquera o dependienta en una tienda “ sin intención de hacer de menos a estas ocupaciones, por supuesto”.

FOTO 3 Enfermeras del Instituto de Puericultura de Oviedo. 1934

Ese enloquecido impulso, controlado a duras penas, que me llevaría de vuelta a casa o a cualquier otro sitio, con tal de estar lejos de ese hospital que había cometido la torpeza de contratarme. Me sentía tan aterrorizada como el soldado a punto de entrar en combate o el reo condenado a la horca con la soga jugueteando a la altura de su mentón y arañándole la piel de las orejas.

Me acerqué al control de enfermería con paso corto, en un intento vano de no llegar jamás, haciendo titánicos esfuerzos para no caer de los fastidiosos zuecos que ya me habían hecho una rozadura en el dedo gordo. ¡Si me hubiera puesto calcetines! ¡Mira que me lo dijo mamá!

La enfermera del turno de noche me recibió distante, desconfiada, carpeta en ristre, evaluándome.

A juzgar por la fría mirada que me dirigió y por el rictus desagradable de su boca, no le producía ningún goce, tras algo más de diez horas de intenso trabajo, tener como relevo de su turno a una novata que iba a ocuparse de sus enfermos.

Ho-hola, soy Marian…
Sí, ya sé quién eres, me cortó.
Sin más preámbulos empezó a contarme las incidencias.
El señor de la habitación 15ª ha pasado la noche regular, con disnea… La chica de la 7B… Señora con flebitis de la 9ª.
El latido loco del corazón me restallaba en los oídos y no me deja entender bien qué era lo que me estaba contando esa mujer, que ¡por Dios, cómo podía hablar tan rápido!

Con bolígrafo raudo y nervioso, pero siempre profesional, recogí los datos, apunté los sueros, las fiebres que había habido, las muestras de sangre que debía tomar.

El estruendoso carpetazo que dio la enfermera sobre la mesa me impidió terminar mis notas y cortó de sopetón el hilo de mis pensamientos con una frase que a partir de aquel instante iba a oír en cada cambio de turno:
Si tienes alguna duda, está todo escrito.
¡Y tanto que estaba todo escrito! ¡Vaya barullo, y qué letra! “¿Esto es cirílico o cantonés?”.

Las siguientes siete horas fueron las más horrorosas que había vivido en mi corta existencia, y pasaban lentas y espesas como babosas. Los sueros se me retrasaban, las vías venosas se me obstruían, las sondas vesicales se salían de donde tenían que estar… El espanto me poseyó, y creo que ninguna bocanada de aire de las que intenté respirar me llegó a los pulmones.

Y esto los enfermos lo notan, ¡vaya si lo notan! Deben de sentirse como pasajeros en un avión que de repente se ve tripulado por un experto en cometas.

Los pacientes me hicieron tantas preguntas, los familiares me pidieron tantas cosas, los médicos me escribieron tantas peticiones que si no hubieran echado una mano aún estaría resolviendo cuestiones.

Creo que durante ese turno me repetí unas cincuenta o unas mil veces: “¡Me he equivocado de trabajo, me he equivocado! ¡Mañana no vuelvo, no vuelvo, palabra, este trabajo se va a la porra!”.

Recuerdo que había una Auxiliar de Clínica que también empezaba ese día, y cuando nos cruzábamos por el pasillo durante esas interminables horas “con el rostro arrebolado por la histeria y el sofocante calor y los ojos desorbitados por la ansiedad”, nos lanzábamos miles de miradas de desesperación y mutuo entendimiento. ¡Qué consuelo saber que no eres la única que lo está pasando fatal! Pero qué consuelo tan inútil, ya que ella no podía ayudarme a mí y yo no podía hacer nada por ella.

Estuve a punto de llorar más de un millón de veces.
¡Nena, pero qué lenta eres!, me dijo uno de los médicos, de esos que son crueles ante la desgracia ajena, tras retrasarme en la consecución de ciertas órdenes terapéuticas.

Pero ¿cómo no me voy a retrasar? Si aún no he tomado las constantes ni he puesto la medicación de las doce horas, ni sé cómo es la cara de la mayoría de mis pacientes…

Pues prioriza, nena, me dijo con sorna.
Y no pude priorizar porque todo lo que me restaba por hacer era “priorizable”.

¡Qué sufrimiento, madre, que impotencia! En las muchas prácticas que había hecho durante mi formación como enfermera, todo parecía más sencillo, más llevadero; y entonces vi claro que era porque siempre tenía detrás a una enfermera que me sacaba la mayor parte del trabajo sin que me diera apenas cuenta. Pero cuando te ves sola, obligada a organizarte y a valerte por ti misma, la cosa cambia rabiosamente de color, y el mío, aquel espantoso día, no salió de la gama de los grises y negros.

Gracias a la ayuda de los demás enfermeros pude terminar el trabajo con cierta normalidad y sin que pasara nada irremediable.

El primer día suele ser nefasto y difícil.
Cuando regresas al día siguiente lo haces con el temor de que haya pasado algo terrible, de que hayas cometido algún error fatídico. Esta tensión inicial es algo que sucede en todos los trabajos y ocupaciones, supongo. Lo que mi profesión tiene de distinto, como todas las de ámbito sanitario, es que el objeto de nuestra labor lo conforman personas, no cosas u objetos, y aterroriza hacer algo mal o que algún paciente resulte dañado por nuestra impericia.

Cuando por fin llegué a mi casa más allá de las cuatro y media de la tarde “Mañana no vuelvo, ¡por mis mulas!”, dolorida en cuerpo y alma, con los pies hinchados y ulcerados, con el amor propio bajo tierra y con la resolución firme de no volver a ese hospital, me acosté. Me dormí inmediatamente, anestesiada por el cansancio y la fatiga moral. Fueron más de trece horas de volver a vivir lo vivido en el fluir constante de mis pesadillas, con trazas apocalípticas, en desastres sin solución.

El despertador inteligente, que era mi madre, me sacó de esa cámara de tortura que eran mis sueños a las siete en punto de la mañana siguiente. Me levanté, me duché, desayuné y me vestí.

FOTO 4 Una enfermera lee un libro en la biblioteca del Hospital General de Lancaster. 1940

No sé cómo llegué al mismo sitio y a la misma hora que el día anterior. Me senté de nuevo ante la curtida enfermera que me había recibido la víspera. Parecía sorprendida de verme otra vez, y entera. Su mirada me aseguraba que no creía que fuera capaz de repetir la experiencia pasada. Con un suspiro de hastío volvió a relatarme a la velocidad de la luz lo acontecido en el turno de noche. Yo, tozuda, aguanté el tirón. Un carpetazo sobre la mesa y la frase:

“Está todo escrito”. Bíblica expresión que en ella era toda una realidad, dada la profusión de su narrativa, que se extendía sin fin en las Hojas de incidencias de los pacientes, y que podría haber sido hasta bella si se hubiera podido entender la letra, por supuesto.

Ese día llegó a su fin como el anterior. Digo “casi” porque el andar un camino ya conocido era una fantástica ayuda. Loes enfermos me saludaban por mi nombre, los médicos me hablaban de órdenes y tratamientos ya vistos. Caminaba, en definitiva, por una vereda ya abierta y supe en todo momento cuándo debía pedir ayuda y a quién.

Y el día siguiente fue algo mejor, y el siguiente, y el otro.

Hasta que una mañana, no puedo decir cuándo, “una semana, dos, u  mes más tarde”, ya conocía al dedillo a mis casi treinta pacientes; los informes, las historias de enfermería; los volantes de peticiones llevaban mis anotaciones, realizaba los trabajos y tareas con cierta seguridad y a la hora estipulada, y estaba ya preparada para realizar determinadas gestiones por teléfono.

Desde ese momento, disfruté de mi trabajo y supe que no, que no me había equivocado, que mi vocación era cierta y que el trabajo de enfermera era lo que yo esperaba que fuera. Pero hasta entonces, hasta que sin darme apenas cuenta de ello llegó el momento en que no me producía una angustia terrorífica llegar a mi planta o ponerme el uniforme, en todas y cada una de las jornadas que pasé, en cada una de las horas que laboré, me juré a mí misma que de ese día no pasaba y al siguiente no volvía.

Hoy recuerdo todo eso con cariño, porque queda lejos, claro. Estoy segura de que todos aquellos profesionales que han pasado por esta inquietante experiencia saben lo que supone.

Todos mis compañeros de mi actual destino reconocen sin rubor que sufrieron algo parecido a lo que me ocurrió a mí. Eso demuestra que yo no soy muy diferente de otros profesionales. Porque, en este trabajo, el que no tiene cierto temor a las meteduras de pata, a hacer daño a los demás, puede ser un inconsciente y alguien potencialmente peligroso.

Después de tantos años aún sigo sintiendo el miedo de la nueva responsabilidad pellizcándome el estómago.

MARINA

Nací en 1926, y mi madre no decidió qué nombre iba a ponerme hasta que me vio. Rosa, la mujer de Toribio el carpintero, que ya casi salida de cuentas aún no se había decantado por un nombre concreto, no quería decidirse por ninguno hasta que tuviera a su bebé en brazos; “en cuanto le vea la carita sabré cuál será su nombre”, afirmó con tono decidido a todo el que le preguntó a este respecto.

En el pueblo no se hablaba de otra cosa, porque lo normal, la costumbre de toda la vida, era que al bebé se le pusiera el nombre de un abuelo o de una abuela, tanto si estaba vivo como si no; yo era la primera nieta y se esperaba que mi nombre fuera Dolores, Remedios, Pablo o Nicolás. No había nada qué pensar ni qué decidir, la tradición mandaba.

Pero mi madre, resuelta a poner en práctica a toda costa lo que tenía sobradamente decidido, se saltaba a la torera el respeto y la consideración que se debía a los mayores. Mi padre, como se esperaba de él que hiciera entrar a su mujer en cintura, era la comidilla del pueblo y le consideraban un calzonazos, no podía ser otra cosa al no imponerse a los caprichos infantiles de su esposa, como era su deber. Las costumbres estaban para ser respetadas.

FOTO 5 Enfermeras de la Cruz Roja. El Gran Casino de San Sebastián convertido en Hospital de Sangre, 1926

Así, cuando recién parida mi madre me sostuvo por primera vez en sus brazos y me miró, supo “así me lo comentaba ella con los ojos llenos de cariño mientras me acariciaba el cabello”, que me llamaría Marina. Mis increíbles ojos azules “eran sus palabras” no hacían posible otro nombre.

Las mujeres con experiencia del pueblo se reían de ella mientras aseguraban con tono condescendiente que todos los bebés nacen con los ojos igual y que, según fueran pasando las semanas, a la pequeña Marina se le oscurecerían hasta alcanzar el color definitivo: un marrón deslucido como los de mis padres. Pero eso nunca pasó. Mis ojos han sido siempre de un azul aguamarina transparente y nadie se queda indiferente al mirarlos.

El contraste lo ponen las pestañas negras, espesas y rizadas como mi cabello, qué, según dicen, me confieren la cualidad de una criatura casi sobrenatural. Algunos me consideran hermosa aunque estoy muy lejos de serlo. Seguro que con unos ojos de otro color más normal me habrían considerado fea.

No puedo evitar sonreír cada vez que recuerdo cómo me miraban los otros niños del pueblo, casi con temor; todos evitaban que posara su mirada sobre ellos. En su ignorancia, pensaban que quizá yo era un hada y si les miraba les haría un encantamiento mágico. Solo mi amiga Petri “que, como era de esperar, debía su nombre a su abuela materna”, sentía por mí algo parecido a una sincera amistad. Admiraba mis ojos, que tildaba de inquietantes, mi cabello negro como la noche y mi piel de porcelana… me describía como si fuera un animal hermoso y no la niña de hoscas manos y piel requemada por el sol que era, pero para Petri la realidad no se correspondía con su ansia de soñar. “Cuando seas mayor, Marina, serás una princesa, te cuidarán y servirán en un palacio de oro y no te faltará de nada”, me decía a menudo entre risas haciéndome ruborizar.

Cuando evoco esos días no puedo evitar una triste sonrisa y una sombra de pena en mi corazón por el irónico sentido del humor que con algunas personas se gasta la vida o el destino, según se prefiera. Mi felicidad infantil fue efímera y no duró más allá de mi décimo cumpleaños.

A las pocas semanas de empezar la guerra civil fusilaron a mis padres, a mis tíos y a mis primos, que ya eran mozos. Mi amiga Petri murió junto a su hermano Paco y sus padres ante el muro de la iglesia, un día antes que los míos. Aprovechando la impunidad que posibilitó el golpe de Estado de Franco, cientos de milicianos falangistas asesinaron de forma arbitraria a todo aquel que se manifestó fiel al gobierno de la República o que se había declarado comunista, socialista, sindicalista o progresista… o, simplemente, que hubiera vertido alguna opinión contraria al levantamiento militar.

A mi pueblo, apenas una pedanía en la provincia de Granada, no llegó la guerra de forma patente, pasó como un relámpago tal como en otras muchas poblaciones andaluzas. El terror llegó montado en un camión militar; varios individuos armados hasta los dientes que expurgaron a mis vecinos a su arbitrio.

Para mi desgracia, mi madre y mi padre dejaron mostrar su indignación por el golpe de Estado junto a otras decenas de vecinos en la plaza del pueblo a las pocas horas de escuchar lo sucedido en la radio. Ninguno de ellos vio finalizar el mes de julio. El terror se los tragó a todos como si nunca hubieran existido, amontonados en una fosa común, fuera del camposanto, sin marca alguna que posibilitara su recuerdo, un homenaje o un rescate de sus restos.

A mí me salvo un miliciano; me sacó de la fila de condenados a muerte, quizás apiadado de esa nena de apenas diez años que lloraba desconsolada cuando la pusieron frente al muro de la iglesia en fila, al lado de todos los condenados a muerte. Mi madre y mi padre me medio tapaban con sus cuerpos, como si tan débil barrera pudiera evitar que los disparos me mataran junto a los demás.

El hombre, con su arma aún colgada de la correa a la espalda, se acercó enarbolando una sonrisa que cuando la traigo a mi memoria no soy capaz de saber si era de pena, de amabilidad o de desprecio por el enorme poder que se había concedido para matar o salvar a las personas que tenía delante. Me tomó de la mano y me separó del grupo por la fuerza, arrancándome sin esfuerzo de los brazos de mi madre, que vio en ese miliciano una oportunidad de vida para su pequeña y me dejó marchar mientras sonreía con los ojos arrebatados en lágrimas. Pero yo no estaba de acuerdo con esta decisión, así que pateé y braceé con furia, a gritos, llamando a mis padres; quería ir con ellos a donde ellos fueran. No los vi morir. Solo oí los disparos y algún tiro de gracia posterior. Después, el silencio.

FOTO 6 Enfermeras en la Guerra Civil española

El miliciano me dejó en el orfanato que se encontraba por aquellos años en el viejo y descuidado Hospital Real de la ciudad de Granada, a cuarenta kilómetros de mi pueblo. No recuerdo el viaje ni en qué vehículo me trasladó, solo sé que de repente estaba allí, frente a dos monjas de toca almidonada. En ese instante tomé conciencia de que me encontraba completamente sola en este mundo, sin familia ni amigos. El orfanato recogía a todos los niños y niñas que nos encontrábamos sin nuestros mayores por alguna razón, pero no era un buen sitio. Sobreviví, sí, se le puede llamar así…

Sobreviví unos años entre huérfanos de guerra e hijos de presos republicanos, entre suciedad, piojos, pulgas y mucha hambre; los niños enfermaban por decenas y muchos morían en el frío invierno o entre vómitos y diarreas durante el verano.

MARIAN

Sigo siendo enfermera y trabajo en un hospital distinto al de mis inicios, en otra ciudad. Lo que no ha cambiado es el servicio: toda mi vida laboral la he desarrollado en lo que se conoce como medicina interna. Esta especialidad es, a mi juicio, un inmenso cajón de sastre en el que entran casi todas las enfermedades que no requieren para su tratamiento una intervención quirúrgica, y los enfermos que suelen ser ingresados en estas unidades suelen ser aquellos que sufren varias patologías a la vez, lo que los hace bastante complejos. Suelen ser servicios en los que hay muchos pacientes y muchísimo trabajo para todos los profesionales que allí desempeñan su labor. Y me encanta.

En mi unidad trabajamos quince enfermeros y otros tantos auxiliares de enfermería, repartidos en tres turnos. A mí me corresponde el turno de tarde. No es que me guste demasiado; he intentado cambiarme en centenares de ocasiones pero los del turno de mañana no quieren moverse, así que no hay vacantes. Y el de noche no lo quiero ni muerta. Si uno de los de mañana no solicita el traslado a otro servicio o a otro turno, no hay nada que hacer.

Yo conseguí plaza fija en un concurso oposición hace cuatro años, y por lo tanto disfruto de una seguridad laboral a todas luces magnífica. Eso me da una tranquilidad de la que más de la mitad de la plantilla de mi servicio no se puede beneficiar, ya que son contratados o interinos, con unas posibilidades casi nulas, por ahora, de mejorar su situación.

La crisis ha llevado a que se recorten las plantillas de una forma harto inconsciente y a que no se contrate a nadie ni para cubrir bajas ni jubilaciones. Mi servicio subsiste con la plantilla mínima y a diario rezamos para que no nos den un nuevo tijeretazo: la carga asistencial, ya de por sí enorme, sería imposible de sobrellevar. ¡Pero ya se sabe, mandan los políticos, que en gestión de servicios sanitarios no están muy sueltos que se diga! Nosotros nos matamos para que el trabajo diario salga, y si el trabajo sale “se dicen los gestores”, ¿para qué contratar a nadie más? ¡En fin!

En este tipo de servicios de planta el trabajo de equipo es fundamental. Médicos y celadores, pero sobre todo enfermeros y auxiliares, arrimamos el hombro a una porque si no sería imposible sacra el trabajo adelante. Los del turno de tarde no solemos tener problemas entre nosotros, pero sí existen ciertas “tiranteces” con los otros turnos, el de noche y el de mañana. Nosotros consideramos que trabajamos tanto o más que los otros dos, por lo que existen discretas discrepancias a la hora de repartir tareas nuevas o a la hora de reestructurar el buen funcionamiento de la unidad.

Pero un día todo se calma porque se tiene que calmar y por fin volvemos a llevarnos bien.

Los momentos más tensos, con bastante diferencia sobre los otros miles que les siguen, son aquellos que pertenecen a los acuerdos prevacacionales, es decir: cuando se acercan las vacaciones de verano, de Navidad y de Semana Santa. Al ser un trabajo estructurado en turnos debemos organizarnos entre nosotros con un doble objetivo: que el servicio esté adecuadamente cubierto con el mínimo de personal y que cada uno consiga los días que mejor le convengan. No voy a pararme a describir las broncas y las intensas discusiones que atufan el ambiente “ya de por sí bastante cargado” de nuestro servicio hasta que llegamos a un acuerdo, en el que nunca se logra que todos estén satisfechos. Siempre hay alguien que se estará quejando, durante semanas o meses, de lo injusto que es que siempre sea él o ella el, o la, que debe conformarse con lo que nadie quiere.

Con esta descripción se podría pensar que nos lanzamos a la cabeza frascos de suero por los pasillos o que nos clavamos hojas de bisturí por los rincones. Nada más alejado de la realidad. Es cierto que la mayor parte de nosotros no somos amigos, pero somos compañeros, trabajamos juntos y nos necesitamos los unos a los otros. Y, sobre todo, somos profesionales y de los mejores, aunque esté mal decirlo o suene vanidoso. Ninguna discusión entre nosotros afecta jamás a nuestro trabajo con los enfermos. En nuestra planta se trabaja con un nivel muy bueno de cuidados y de atención.

El hospital se encuentra en una ciudad pequeña. Es un centro bastante grande y atiende a casi toda la población urbana y a parte de la población de los pueblos de la provincia. Nuestra unidad de Medicina Interna se encuentra en la planta 13 del edificio principal y está compuesta por cuatro pasillos, cada uno con treinta y seis camas y un control de enfermería. Nosotros trabajamos en el pasillo C y compartimos con el pasillo D el office, la sala de sucio, la sala de lencería, la sala de estar, el almacén y a Benigno, nuestro supervisor.

Él es una de las personas más odiosas que existen. No es por su escasa capacidad profesional. No es por su constante mala uva. No es por su absoluta falta de delicadeza o por su impresionante y siempre sorprendente falta de tacto ante los problemas ajenos o ante las discusiones entre compañeros.

Ni por su total falta de diplomacia, echando más leña al fuego cuando favorece las peticiones de sus amiguetes o cuando azuza el rencor entre unos y otros… No. Es por su inmenso egoísmo, es por creerse un adonis y no dejar de acosar a toda nueva mujer que se incorpora a la plantilla y, como colofón, por lo machista que es.

¿Qué hace un personaje de estas características desempeñando tan importante labor dentro de un servicio de medicina interna de un gran hospital? Pues eso es lo que todos nos preguntamos a diario cuando le vemos aparecer por el pasillo o nos lo encontramos sentado, espatarrado casi siempre, en uno de los sillones de la sala de estar del personal. Alguien ha tenido que confiarle ese puesto en un momento u otro, pero todos los cargos intermedios en la escala jerárquica de enfermería a los que se ha preguntado niegan toda responsabilidad. Benigno está allí. Trabaja allí y nadie sabe cómo ha podido pasar.

FOTO 7 Enfermeras de la Cruz Roja de San Sebastián, dando a los niños aceite de bacalao

La verdad es que, aun con sus numerosos defectos y la casi total ausencia de virtudes, nuestro supervisor siempre termina solucionando los problemas que cotidianamente se plantean en nuestra unidad. Nunca se agobia. Nunca corre o se desespera. Ningún ataque de nervios le hace mover un solo músculo de su acerado rostro. Toma el teléfono, habla o grita, según la ocasión, y cuestión resuelta en un tiempo máximo de treinta minutos. Nadie le aguanta y ninguno afirmaría jamás ser su amigo, excepto sus tres o cuatro incondicionales, que los hay. Y no hablemos de salir junto a este personaje a tomar una copa o a cenar. Casi nadie parece soportarle, pero a Benigno no parece importarle. Él se tiene a sí mismo y no necesita a nadie más.

Es un cincuentón en aparente buen estado de conservación y dedica al día una media de dos horas en acicalarse y prepararse para salir. A quien le gusten los héroes plastificados de cómic lo puede considerar su hombre ideal. El rubio cabello cortado a cepillo y siempre engominado deja observar al detalle su cuero cabelludo lleno de pecas sobre una rosada piel que cubre su enorme cabeza sujeta al tronco por un grueso y corto cuello, atrapado entre los megamúsculos de su torso de toro.

Su cuerpo de mole, asociado a su casi metro noventa de estatura, le confiere un aspecto de mala bestia que resulta terrorífica. Su impresionante figura causa un efecto al que le observa que no escapa a su escrutadora mirada. Nadie puede evitar, inconscientemente, al verlo venir por el estrecho pasillo de nuestra planta, pegarse a la pared para dejarlo pasar, y eso a él le hace sonreír y le da un malévolo brillo a sus dos ranuras celestes bajo las cejas que cualquier incauto podría llamar ojos. Él cree, ciegamente, que toda mujer que le mire se verá inmediatamente poseída por un irrefrenable deseo de acercarse a él y tocarle como si de la aparición de un dios se tratara y, en segundos, estará bajo los efectos de sus feromonas. Nunca duda de esta “verdad”. Mira a toda mujer con absoluta chulería, interpretando la mirada de estupor de las pobres que le observan por vez primera como de deseo y no de un inconsciente temor, como es en realidad.

Yo sé muy bien cómo piensa Benigno. No tengo ninguna duda de lo que retumba por su escaso cerebro cuando se le cruza una mujer hermosa o desconocida, ya que durante cinco años vivimos juntos y estuvimos a punto de casarnos. Muchas veces me quedo mirándole durante interminables minutos. A veces hasta le toco uno de sus impresionantes bíceps con trémulos dedos, rebuscando en mi memoria qué fue lo que me llevó a tenerle como pareja durante tanto tiempo. Él siempre malinterpreta mi mirada perdida en su majestuoso físico y considera que la pena por nuestra separación me lleva a sentir cada minuto del día como una tortura desde el momento que cortó conmigo.

Cuando empecé a salir con él, Benigno no era un ser tan vacío y superficial, y creo que, según le iban creciendo los impresionantes músculos, el cerebro le fue menguando en cantidad y calidad. Quizá pienso eso porque no quiero reconocer que realmente un día creí amarle con la suficiente intensidad como para querer pasar por un juzgado y darle a nuestra relación forma de contrato “para toda la vida”. Después de un lustro juntos, de un piso a su nombre y de un utilitario azul metalizado al mío, una hermosa mañana de octubre, hace ya algo más de dos años, me comunicó durante el desayuno que ya no quería seguir conmigo, ni casarse, ni na. Durante un tiempo creí sufrir, pero no tardé en darme cuenta de que nuestra separación me importaba un pimiento. Pero él nunca me creyó. Pensó en su día, y aún hoy sigue pensándolo, que el dolor me dejó rota y que nunca podré recuperarme. Yo aún lo miro y no puedo creer que compartiéramos cama y fluidos… ¡no, no puedo! ¡Mírale, ahí está sonriéndome otra vez con cara de autosuficiencia!

Nuestro turno comienza a las tres de la tarde. Tenemos un acuerdo tácito por el cual todo el personal de enfermería debe estar vestido con el uniforme y listo en la planta a las tres menos cuarto. Antes de llegar a ese acuerdo sufrimos años de eternas disputas: ellos, los de la mañana, porque están deseando irse. Nosotros, los e la tarde, porque no tenemos prisa por entrar. Por fin, un día nos reunimos con el único objetivo de obtener paz al precio que fuera, ya que la situación había llegado a un nivel insoportable que dificultaba nuestro devenir diario. Moderados “¡ja, ja!” por Benigno, acordamos por mayoría casi absoluta que los de la tarde llegaríamos a la planta quince minutos antes y los de la mañana se irían del servicio quince minutos más tarde. Así conseguíamos media hora de relativa tranquilidad para contarnos las incidencias del turno, herramienta básica para iniciar la jornada cada día y que siempre debe realizarse en un clima de tranquilidad y comunicación fluida; por supuesto, la misma matemática se aplica a nuestra salida y a la entrada del turno de noche.

MARINA

En cuanto llegué al orfanato las monjas, la mayor parte de las cuales eran crueles y nos pegaban sopapos solo por mirarlas mal, me pusieron a trabajar limpiando, dando de comer a los niños más pequeños o en otras tareas domésticas. Todos los niños y niñas que podíamos hacerlo teníamos que trabajar para ayudar y comer caliente era nuestro jornal. No había suficientes cuidadoras para atender a tantas personas en el orfanato y las tareas cotidianas había que hacerlas. Nos enseñaron a leer y a escribir, sumar y restar y, por supuesto, rezar y seguir a rajatabla el credo católico. Al finalizar el ciclo escolar recibí un certificado de estudios primarios. En mi primer invierno con las monjas hice la primera comunión con otra veintena de niños y niñas. La vida transcurría a mi alrededor sin que yo formara parte de ella, todo me daba igual y me dejaba hacer sin rechistar.

Cuando cumplí trece años fui suficientemente mayor para poderme ganar la vida por mí misma; sin consultarnos ni darnos opción a elegir nos colocaban sirviendo como internas en las casas de gente adinerada, los que se podían permitir pagarnos un magro jornal y darnos algo que comer.

La primera a la que fui a parar era en un elegante carmen del Albaicín. La experiencia fue muy dura, trabajé en jornadas eternas en las que realizaba las tareas más ingratas, pero ese trabajo me liberó de los muros fríos e insalubres del orfanato; tenía ropa limpia, una cama para mí sola sin pulgas ni piojos ni ratas, y podía calentarme al amor de un braseo en los fríos inviernos de la ciudad. Si me portaba bien y hacía mi labor con diligencia y orden, la señora era amable. Era lo mejor que podía tener, nunca lo he dudado ni un ápice. Por esos años me dolía cerrar los ojos y no poder recordar ya el rostro de mis padres o sus voces. El tiempo me arrebató lo único que conservaba de ellos.

La mejor casa en la que trabajé fue en la segunda, en la calle Recogidas, con doña Virtudes, esposa de don José María, abogado mercantil. Con ellos vivía su hijo Ángel. Tenían otra hija, Carmen, que estaba casada y que vivía en Sevilla.

FOTO 8 Damas enfermeras de la Cruz Roja e Hijas de la Caridad de San Sebastián, preparadas para dar de comer a los niños

Cuando cumplí dieciocho años le dije a la señora, que era maestra de profesión en un colegio privado, que estaba pensando en estudiar algo que me permitiera abandonar el servicio doméstico. Hoy sé que fui muy osada, porque si doña Virtudes, en lugar de ser una buena mujer y moderna a su manera, hubiera sido mucho más conservadora o mojigata me habría despedido al instante. Eso es lo que le sucedió a mi amiga Puri: ella también deseaba estudiar y así se lo hizo saber a su señora, solicitando que le permitiera tomarse las tardes libres para acudir al instituto; la señora la despidió sin referencias y le costó dios y ayuda encontrar un nuevo trabajo decente.

Doña Virtudes, sin embargo, no solo me escuchó sino que se decidió a ayudarme.

“Querida niña, me dijo, para llevar a cabo tus planes es necesario realizar el Servicio Social, que es obligatorio tras la guerra. Una vez que lo acabes te darán “la cartilla”, un documento imprescindible para estudiar o trabajar”.

Eso último no lo comprendí muy bien, dado que yo llevaba trabajando en la casa desde hacía ya tres largos años; pero me enteré después que, en esa dura época de posguerra, el trabajo doméstico no estaba reconocido como tal ni teníamos “derechos” laborales. Pero bueno, así era la ley y no había nada que cuestionar, solo me quedaba seguir los cauces que se me marcaban.

Ella mismo me llevó a la oficina de la delegación de Granada de la Sección Femenina de Falange. Allí me explicaron que debía cumplir un periodo de formación de tres meses que impartían las mismas mujeres de Falange que se encargaban de la Sección Femenina y después debía realizar otros tres meses de trabajo social en el lugar que eligiera.

En esos tiempos de dictadura, de falta de libertad de actos y pensamiento, en el que el Estado te decía qué debías creer, qué debías pensar, qué debías hacer para ser productivo, debo reconocer que el Servicio Social, que iba dirigido a formar mujeres de su casa y madres sumisas, me brindó la posibilidad de descubrir la gran oportunidad de mi vida y mi auténtica vocación, algo que dudo que hubiera llegado a conocer si me hubiera quedado en mi pueblo con mis padres, a los que por esas fechas me duele reconocer que ya no echaba tanto de menos.

Hacía años que ya no lloraba por las noches. Siento una pena enorme cuando pienso estas cosas, pero creo que debo ser honesta al reconocer que gracias al miliciano que formó parte del pelotón de fusilamiento de mis padres, que me rescató en el último momento y me llevó a aquel orfanato de Granada, tuve la posibilidad de vivir en la ciudad y tomar contacto con la que sería mi gran vocación y mi profesión. Quizá si hubiera permanecido en mi pueblo, jamás habría sido enfermera. No se me interprete mal, por favor. Me dolía al fin horrible, injusto y cruel que habían tenido los míos… y ¡daría cualquier cosa por cambiar el pasado y regresar con ellos! Pero la vida, la guerra, me había arrebatado todo y solo me quedaba mirar hacia delante. Luchar por mi futuro consumía todas mis energías y nadie me iba a regalar nada. Tendría que trabajar muy duro.

Realicé mis tres meses de formación teórica con otras chicas, un grupito de jóvenes de entre dieciocho y veinticuatro años; ninguna teníamos estudios más allá del certificado que nos justificaba haber realizado los estudios primarios. Si lo pienso con detenimiento, creo que nos separaban por extractos sociales, porque ni una señorita de casa adinerada compartió el aula con nosotras y todas nosotras trabajábamos para ganarnos el sustento, bien en el servicio doméstico, internas en casas particulares o en talleres de costura. En este periodo de formación no aprendimos nada que no supiéramos ya de sobra, sobre todo las que estábamos internas.

Yo me levantaba a las cinco de la mañana todos los días, dejaba la casa limpia y la comida lista, o casi, y a las ocho estaba en la Sección Femenina: la impuntualidad era amonestada de forma muy severa. Salíamos a las dos, regresaba a toda prisa a la casa de la calle Recogidas y terminaba todas las labores que no hubiera finalizado por la mañana más toda aquella tarea o recado que doña Virtudes me ordenaba. Hacía la cena, la servía, dejaba todo recogido y nunca me acostaba antes de las once… Así durante tres extenuantes meses.

FOTO 9 Cartilla del Servicio Social, Sección Femenina

Las señoritas que nos enseñaban eran muy severas en los contenidos y nos mostraban nuestras obligaciones como “mujeres de nuestra casa” que un día seríamos el “germen”, esa era la palabra que usaban, de un hogar cristiano. Servir a nuestros esposos y criar a nuestros hijos era nuestra sagrada misión en estos tiempos nuevos.

Esas clases teóricas no me enseñaron nada nuevo, la verdad. Lo que me fascinó hasta llegar a cambiar mi vida fueron los tres meses que me correspondían de trabajo social y que solicité llevar a cabo en un hospital En realidad no sé por qué elegí precisamente eso, no lo sé.

En el mismo horario de locura que había soportado para completar la parte teórica, llevé a cabo el servicio asistencial durante esos meses. Me destinaron al Sanatorio Nuestra Señora de la Salud y allí las monjas, que se ocupaban de todo, me dieron un uniforme blanco con una cofia almidonada que resultaba muy incómoda pero buscaba evitar que ni un solo cabello se me saliera de su sitio.

Desde el primer día me pusieron en la sección de mujeres para hacer las camas, asear a las enfermas o ayudarlas a realizar sus necesidades diarias, y asistir a las monjas en lo que precisaran, dado que ellas realizaban las labores de enfermería. En definitiva, a realizar tareas muy básicas.

Nada me daba asco ni me revolvía ni me atemorizaba. Todo me resultaba interesante, me presentaba voluntaria para llevar a cabo labores que otras chicas, también del Servicio Social, evitaban emprender. Había descubierto un mundo fascinante y magnífico: la lucha contra la enfermedad y la muerte, el cuidado de los enfermos.

No llevaba ni una semana haciendo mi servicio en el hospital cuando ya había decidido que quería estudiar para ser enfermera. Esa tarde regresé a casa sabiendo que me iba a costar dios y ayuda conseguirlo, pero con la certeza de que esa era mi vocación; había nacido para ser enfermera. Ahora tenía que buscar la forma de poder conseguirlo.

FOTO 10 Supervisoras y enfermeras de la Residencia Sanitaria Nuestra Señora de Aranzazu, San Sebastián 1960

Este libro continúa su relato de una forma bonita, especial y fascinante, que nos hace recordar nuestros primeros comienzos cuando hace ya muchas décadas, comenzábamos a trabajar como novatos en los hospitales españoles. Os aconsejo leerlo, disfrutareis de esta, nuestra historia de la profesión enfermera.

Manuel Solórzano Sánchez
Osakidetza, Hospital Universitario Donostia, Donostia, Gipuzkoa.
Graduado en Enfermería
Insignia de Oro de la Sociedad Española de Enfermería Oftalmológica 2010. SEEOF
Miembro de Enfermería Avanza
Miembro de Eusko Ikaskuntza / Sociedad de Estudios Vascos
Miembro de la Red Iberoamericana de Historia de la Enfermería
Miembro de la Red Cubana de Historia de la Enfermería
Miembro Consultivo de la Asociación Histórico Filosófica del Cuidado y la Enfermería en México AHFICEN, A.C.
Miembro no numerario de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País. (RSBAP)
Académico de número de la Academia de Ciencias de Enfermería de Bizkaia – Bizkaiko Erizaintza Zientzien Akademia. ACEB – BEZA
Insignia de Oro del Colegio Oficial de Enfermería de Gipuzkoa 2019



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