miércoles, 17 de julio de 2024

Un día en el Hospital de Escutari 1854

 

El Hospital de Escutari también llamado Cuartel de Selimiye, fue un cuartel del ejército turco, construido en 1800 por el sultán Selim III, en la zona asiática de Estambul, en Turquía.

 

Foto 1 El Hospital de Escutari en la Guerra de Crimea

 

El cuartel fue construido inicialmente en madera y fue destruido por un incendio durante la revuelta de los “jenízaros”. El sultán Mahmut II ordenó reconstruirlo en piedra en 1825 y las obras terminaron el 6 de febrero de 1828. En 1850 se agregaron una torre de siete plantas en cada una de las esquinas.

 

Cuando al mediodía del 20 de noviembre de 1854 el cirujano inglés James McGrigor, subió al barco que le aguardaba en Constantinopla, en la costa europea del Bósforo, lucía al sol la silueta del cuartel turco de Escutari. Por entonces aquel cuartel hacía las veces de hospital central del cuerpo expedicionario inglés en la Guerra de Crimea.

 

Dieciséis días antes habían llegado a Escutari, Florence Nightingale con sus enfermeras y además con el señor y la señora Bracebridge que acompañaron a la señorita Nightingale, así como un clérigo y un guía, fue el 4 de noviembre de 1854. El grupo de enfermeras a su cargo estaba ya constituido: 10 Hermanas Católicas de la Misericordia, (Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl); 8 de la orden fundada por la señorita Sellon (Hermanas Anglicanas de la Orden Selonita); 6 del Hogar de San Juan (Enfermeras de la Saint John´s House); 3 seleccionadas por la mujer que inició el proyecto y 11 seleccionadas entre las demás solicitantes. En total 38 enfermeras.

 

Cuando las enfermeras llegaron a Escutari se encontraron con que el amplio Hospital Militar de Escutari, de forma cuadrada y con una torre de siete pisos en cada esquina, estaba atestado con 7 kilómetros de camas. Estaba diseñado para atender a 1.700 soldados heridos, pero allí se habían amontonado entre 3.000 y 4.000, muchos de ellos muy graves. Velas clavadas en botellas de cerveza vacías iluminaban las interminables escenas de agonía. Justo debajo del edificio había una cloaca abierta que atraía a las ratas y toda suerte de animales. No había agua, jabón ni toallas; tampoco cuchillos ni tenedores; para la comida, que estaba putrefacta, se utilizaban utensilios de toda clase. Se tardaban 4 horas en servir una comida que en la práctica resultaba incomestible.

 

Foto 2 Enfermeras francesas de la promoción de 1921 de la Escuela de Enfermeras Florence Nightingale en Burdeos, Francia. Library of Congress

 

Los hombres yacían prácticamente desnudos o con uniformes harapientos y llenos de manchas de sangre. Cuando las había, se utilizaban sábanas de lona, pero eran tan toscas que los soldados heridos pedían que se les dejase envueltos únicamente con sus mantas, si las había. Se carecía de material sanitario y médico y quirúrgico esencial, y tampoco había ningún tipo de equipamiento de cocina y lavandería. El índice de mortalidad era superior al 42,7 %.

 

Florence Nightingale demostró sus dotes como administradora. Sin embargo, se veía obstaculizada constantemente por las autoridades militares, todos ellos varones, que se resistían a cada cambio que sugería. Parecían resentidos por el hecho de que su autoridad fuera independiente de la de los servicios militares, de que fuera civil y de que además fuera una mujer.

 

Aparte, debía afrontar la informalidad de buena parte de las enfermeras. No obstante, ninguna de sus dificultades con los médicos resultaba tan molesta como las que tenía con las enfermeras.

 

Foto 3 El Hospital de barracas de Escutari en la Guerra de Crimea

 

Anthony Hillary, traficante y prestamista de la guerra, residente en Constantinopla, que le había facilitado el permiso para entrar en el mal llamado lazareto, le dijo:

Anda usted muy equivocado, joven, si cree que el éter y el cloroformo convierten un hospital en un lugar de placer. Pueden echarles a los soldados heridos por las narices el correspondiente producto y los soldados heridos se callarán sin duda mientras les cortan los brazos y las piernas, pero después morirán sin remedio de fiebre purulenta o de gangrena e irán a parar al gran montón de cadáveres que se acumulan.

 

Así era, a la cirugía le quedaba otro gran enemigo, cruel, antiquísimo, conocido de siempre y desde siempre temido, enemigo que, con el progreso que suponía la anestesia, parecía cobrar fuerzas de un modo enigmático.

 

Este enemigo era uno sólo, con independencia de los diversos nombres con que se le designara: fiebre traumática, fiebre purulenta, piemia, septicemia, erisipela, gangrena, hemotaxia o, cómo podría llamársele hoy, infección traumática”.

 

Cuando nuestra barca bogaba entre botes y sucios transportes hacia la orilla de Escutari, el sol se ocultaba una vez más entre las nubes que amenazaban lluvia. El palacio encantado que el cirujano había visto desde la orilla opuesta, se iba transformando en un hospital-cuartel, enorme y sórdido edificio de paredes desnudas, de donde el viento nos traía un olor repulsivo.

 

Olor análogo envolvía los buques arribados de la zona de combate de Sebastopol que transbordaban si cesar su horrible cargamento de heridos a barcas de remo que los conducían a la orilla. Trabajadores turcos llevaban parihuelas a las barcas y se mostraban insensibles a los lamentos y al hedor; pisaban la inmundicia de los enfermos; eran salpicados por la sangre de los soldados heridos que llegaban y que, sin haberles practicado una primera cura, miraban en torno con la desesperación en los ojos, gritaban o se iban sumiendo ya en la agonía.

 

Foto 4 Embarque y transporte de los soldados enfermos y heridos en el puerto de Balaklava en la Guerra de Crimea. Litografía de William Simpson

 

Los turcos alzaban las parihuelas y las soltaban sobre el único ruinoso desembarcadero que había disponible. Desde allí, con peligro de que los enfermos y soldados heridos rodaran por el suelo, los subían por las cuestas cubiertas de barro y desperdicios que conducían al cuartel convertido en hospital. Los que todavía eran capaces de arrastrarse, se dirigían desde el desembarcadero hacia el ancho camino que conducía a la entrada del cuadrado recinto del edificio. Los demás aguardaban a sus portadores.

 

Los turcos que llevaban el equipaje del cirujano le condujeron a una de las kilométricas salas del cuartel, de cuyas húmedas y mugrientas paredes se había ido desprendiendo el revoque. Depositaron los bultos del cirujano en un rincón y le dejaron sólo a pesar de las protestas de él. Miró en su entorno en busca de algún compañero, no encontró a nadie cerca. Fue todo inútil, dejó sus bultos y maletas y se puso a recorrer el edificio a tientas por un largo y oscuro pasillo.

 

Mis vacilantes pasos espantaron a unas ratas que enfurecidas, reaccionaron lanzándose hacia mí y mordiéndome los zapatos, hasta que pude ahuyentarlas. De pronto me encontré en un gran corredor en cuyo suelo, lleno de suciedad, yacían unos junto a otros, multitud de soldados medio desnudos, algunos d ellos cuales se tapaban meramente con un capote. Todos tenían los pies al descubierto. Deliraban, gemían, juraban, suplicaban y descansaban la cabeza, en el mejor de los casos, sobre una polaina o un mal andrajo.

 

Foto 5 Llegada de Florence Nightingale a Escutari. Florence y sus enfermeras están trabajando admirablemente. Es juiciosa y excelente, y las Hermanas de la Misericordia son de un valor indescriptible

 

No encontré ningún enfermero o enfermera hasta llegar a la siguiente sala, en la que el suelo estaba cubierto al menos con una capa de paja. Los enfermeros y enfermeras se hallaban alimentando con humeante leña verde el fuego que ardía debajo de una enorme caldera de cobre. Cocían pedazos de carne que arrojaban a los enfermos. Éstos a su vez los devoraban hambrientos, no había comida para todos.

 

Pregunté a dichos enfermeros por la sala de operaciones y por los médicos. Uno de ellos me miró estupefacto como si yo hubiese caído allí de otro mundo. De pronto se puso a relinchar de risa. Por lo visto la expresión «sala de operaciones» le había resultado en extremo divertida. Allí todos tenían el cólera y si el cirujano no se daba prisa en salir de aquella sala, también él se contagiaría. Hacía ya ocho días que no habían visto la cara a ningún médico.

 

El cirujano saliendo de prisa se dirigió a otro corredor con un pasillo enormemente largo. El espectáculo que vieron sus ojos presenciaba como se repetían las salas y los pasillos idénticos por doquier. Aunque de vez en cuando veía también algún soldado herido aislado, en general sólo encontraba enfermos de cólera y tifus, cuya vida iba apagándose sin esperanza de salvación.

 

Foto 6 El Hospital de barracas en Escutari durante la Guerra de Crimea. The Illustrated London News. 1854

 

Al entrar en una pieza en la que se encontró el cirujano por primera vez a personas enfermas, en lugar de yacer sobre el desnudo suelo de piedra o encima de paja sucia, estaban acostados sobre sacos rellenos de paja limpia, vio a una mujer que se movía en medio de aquel infierno con una sonrisa. Iba embutida en un astroso vestido gris a manera de bata y en una blusa también gris y no menos grotesca de burdo paño. Llevaba una cofia blanca que en aquel ambiente tenía un aspecto ridículo.

 

Supuse que se trataba de una de las enfermeras de Florence Nightingale que habían llegado hacía solamente un mes. Iba ella sola de saco en saco sirviendo un vaso de vino de oporto a los soldados heridos y enfermos. Me miró alarmada cuando le pregunté dónde estaban los médicos y la sala de operaciones.

 

Únicamente pude comprender su actitud más adelante, cuando me hablaron de la hostilidad con que se había recibido allí a Florence y sus enfermeras por parte de los médicos militares británicos, pero también descubrí, en cambio, de la férrea energía con que la señorita Florence Nightingale mantuvo unida a su poca disciplinada hueste de enfermeras, tan diferentes entre ellas y que provenían de diferentes sectores de la sociedad británica, con el fin de no ofrecer a los médicos militares un flanco fácilmente vulnerable.

 

El traslado allí de miles de soldados heridos y enfermos fue lo que indujo al mayor Hillary y al doctor Menzies a aceptar la colaboración de aquellas mujeres y a abrirles el paso a las salas, corredores y pasillos.

 

Para empezar y justo en el momento de su llegada, dispusieron que Florence y sus enfermeras se alojaran en una habitación donde yacía, desde algunos días antes, el cadáver de un general ruso. Sólo después de insistir varias veces me contestó aquella enfermera que no me molestase en buscar la sala de operaciones. No había ninguna en todo el hospital. También se carecía de instrumental quirúrgico. Los cirujanos operaban en una sala en la que había también multitud de soldados heridos. No se disponía siquiera de una mampara con que poder separar a los recién operados del resto de los soldados heridos.

 

Foto 7 Una ambulancia que transporta a los heridos de la guerra de Crimea. Cortesía de la galería Wellcome Collection.

 

Llegué a otra sala semioscura llena de un aire espeso. En medio de aquella pieza trabajaban los cirujanos. Los soldados heridos estaban echados sobre tablas horizontales apoyadas en caballetes. En el suelo y alrededor de esta «mesa de operaciones» yacían multitud de recién operados mientras iban llegando sin cesar nuevos soldados heridos que los turcos llevaban allí desde los barcos.

 

Procurando no pisar a los soldados heridos que yacían en el suelo, avanzó el nuevo cirujano a fin de explicar al médico que se encontraba operando, por qué eme encontraba allí. Pero mis esfuerzos fueron vanos. Allí tropezaba con una mano, allí con un brazo. Se oían maldiciones y juramentos. Finalmente llegó junto a lo que hacía el oficio de mesa de operaciones. Lo hizo en el preciso instante en que el cirujano extraía un trozo de hierro del muslo de un soldado herido que yacía ante él, mientras un ayudante gordo, de cara rojiza e hinchada, con un frasco de cloroformo en la mano izquierda, sostenía con la derecha, contra la boca y nariz del operado, un trapo viejo impregnado en el anestésico.

 

Foto 8 Sala del Hospital de Sebastopol atendiendo a los soldados heridos. Cortesía de la galería Wellcome Collection

 

El soldado herido de la mal llamada mesa de operaciones fue depositado en el suelo y el cirujano, tras arrojarme una venda, me dijo: «¡Adelante!». Después se puso a afilar el bisturí en el cuero de su bota derecha. El nuevo cirujano sin decir una sola palabra, se arrodilló en el suelo y se puso a vendar al soldado herido que, todavía anestesiado, seguía gimiendo.

 

Una vez terminado el trabajo me fui a incorporar cuando oí la voz del cirujano experimentado que me decía: Por lo visto, usted entiende algo de esto.

Naturalmente -repliqué-. Soy tan cirujano como usted.

 

¿Qué diablo le ha tentado para venir a meterse voluntariamente en esta cueva de ratas? ¿es usted americano? Yo me llamo James McGrigor y soy inglés. Póngase al otro lado y ayúdenos a ligar y a vendar, mientras haya que hacer.

 

Con la punta del bisturí señaló al del rostro rojizo que sostenía el frasco de cloroformo.

 

Me sentí arrastrado por un verdadero torbellino de actividad: amputaciones, resecciones, extracción de balas o trozos de metralla y una vez más amputaciones y resecciones. Llevábamos ya muchas horas trabajando a la luz de las velas, cuando James McGrigor dejó el bisturí.

 

Ahora hay que hacer la ronda -dijo con áspero acento-. Si quiere usted acompañarme, sígame.

 

Allí no había agua con que poderse lavar las manos. Me restregué las manos en la ropa y seguí a McGrigor a través de un largo corredor en el cual ardía una sola vela.

 

Foto 9 Enfermera atendiendo a un soldado herido en la Guerra de Crimea. Florence Nightingale fue pionera en profesionalizar las prácticas de enfermería en el campo de batalla

 

Me detuve ante una puerta que abrió de un empujón. El cirujano se dirigió al sanitario que apareció al otro lado alargando la mecha de su vela.

 

¿Qué novedades?

Veintidós muertos, comentó James McGrigor. Y mañana por la mañana habrá otros veintidós y a mediodía tal vez más. En estos momentos, de cada cien hombres operados con la técnica correcta y sin dolor, mueren setenta soldados. Algo debe de haber en el hecho de que la fiebre traumática sea constante y de índole maligna desde que se opera con cloroformo y gracias a ello podamos cortar con más libertad y más a fondo. El cloroformo no sería, después de todo, la última novedad tras la cual, se ocultara el diablo.

 

Encendió otra vela que pendía junto a la puerta y pasó a lo largo de la fila de soldados heridos que estaban descansando. Por encima de las yacijas flotaba un penetrante olor a podredumbre. Los operados yacían apretadamente unos contra otros. Vendajes hediondos manchados por la supuración, rostros pálidos, amarillentos, ojos hundidos, pómulos salientes, manos que en el término de pocos días se habían vuelto esqueléticas, respiración acelerada de estertor, síntomas todo ello de lo que entonces se sabía indicador de las distintas especies de fiebres traumáticas y que -al igual que el dolor en tiempos pasados- se consideraba como un mal enigmático y fatal.

 

Foto 10 Litografía. Vista interior de una sala del Hospital en Escutari durante la Guerra de Crimea, después de la llegada de Florence Nightingale

 

Al salir al corredor, pasaron unos sanitarios trasladando cadáveres y soldados recién operados. En la puerta de la sala contigua, el enfermero sanitario de turno anunciaba: «Diez muertos, señor. Por lo demás, sin otra novedad. La señora estuvo aquí con dos de sus enfermeras distribuyendo té y vino. Desde entonces los soldados heridos se encuentran mucho más tranquilos».

 

Al oír la palabra «señora», James McGrigor miró con tal aire de repulsa al que la había pronunciado, que éste tuvo un sobresalto.

 

En la sala vecina todos los pacientes tienen erisipela, dijo alejándose el guardián.

 

Es inútil que pasemos, pues ahí no se puede hacer nada.

 

Sin embargo, llamó a la puerta y cuando el sanitario de turno hubo abierto, le dirigió, atragantándose, la consabida pregunta de: «¿Qué novedades?». En el centro de la habitación, en el suelo, había una vela y junto a ella una tetera con al que una mujer alta y en extremo delgada iba llenando copas y se las pasaba a otras mujeres vestidas con la misma ropa gris y tosca que las cubría a manera de saco. Estas dos mujeres eran enfermeras profesionales y se acercaban a los lechos de los soldados heridos y, alcanzándoles la cabeza, les daban a beber el té. Aunque yo no había visto nunca a Florence Nightingale, comprendí que debía ser la que estaba junto a la vela o lámpara.

 

Foto 11 Las Hijas de la Caridad en el nuevo estilo del hospital militar. Grabado en madera. Harper Weekly. National Library of Medicine. Bethesda, Maryland

 

Los soldados heridos no han comido ni bebido nada caliente desde ayer, dijo con una voz todo dulzura, pero bajo cuya apacible vibración parecía ocultarse, a punto de surgir, un tono de mayor dureza. Hemos traído té y vino tinto. Espero que no tenga usted nada que objetar, doctor McGrigor.

 

James McGrigor pronunció la palabra «sí» y, evidentemente incapaz de sostener aquella mirada, se volvió rápidamente al sanitario, que le dijo: «Nueve muertos; por lo demás sin novedad».

 

Salimos. El propio James McGrigor cuidó de cerrar bien la puerta dándole vuelta al picaporte.

 

Tierna como una niña, gruño con un acento de protesta que, no obstante, envolvía quizás un matiz de admiración. Pero su espíritu es duro como el acero. ¿Qué se adelanta con repartir té, preparara sopas y acariciar cabezas? El que se ve atacado por la fiebre traumática se muere lo mismo con la señorita Nightingale que sin ella.

 

Foto 12 Litografía. Florence Nightingale atendiendo a un soldado herido en el Hospital de Escutari, 1855

 

Dobló con rápido paso una esquina de la pared. Apareció otro corredor ancho y él, unos junto a otros, de nuevo largas filas de hombres, soldados heridos en la cruel batalla, tendidos en el suelo, que gemían, respiraban con estertores agónicos y mostraban sus rostros amarillos, consumidos por las fiebres, enrojecidos por la erisipela o teñidos del color gris ceniciento característico de la temible gangrena.

 

Y otra vez la terrible pregunta:

¿Qué novedades?

Once muertos, señor, balbuceó el bebido sanitario. Y aún habrá más.

 

Desde allí volvimos atrás deshaciendo el camino hecho hasta entonces. Rendidos de cansancio y sin prestar atención al ruido que hacían las ratas, nos echamos a dormir en una cama turca. Era el momento del poco descanso que se podían permitir los cirujanos y las enfermeras después de más de dieciocho horas de arduo trabajo, viendo miseria y muerte.

 

Por la mañana nada más levantarme permanecimos todavía bastantes horas junto a las tablas sobre las cuales ayudábamos al cirujano James McGrigor en sus exploraciones, veía a los soldados heridos a unos los exploraba y a otros los cortaba; y la turbia luz del día hacía todavía más lúgubre el cuadro del lazareto.

 

Al mediodía siguiente regresó el cirujano con paso vacilante al embarcadero. Su experiencia en Escutari sirvió para que tuviera idea clara de la época en que, liberada la cirugía del dolor, habría de luchar con su segundo gran enemigo: la infección traumática.

 

Foto 13 Una reminiscencia de la guerra en Crimea, las Hermanas de la Caridad socorriendo a los soldados heridos en el campo de batalla

 

Bibliografía

01.- El siglo de los cirujanos. Jürgen Thorwald. Páginas 140 a 145. Mayo 2005

 

Enciclopedia Wikipedia

Manuel Solórzano Sánchez. Grado en Enfermería

https://es.wikipedia.org/wiki/Manuel_Sol%C3%B3rzano_S%C3%A1nchez

Día 20 de octubre de 2022, jueves

 

Entziklopedia Wikipedia en Euskera

Manuel Solórzano Sánchez. Erizaintzako Gradua

https://eu.wikipedia.org/wiki/Manuel_Sol%C3%B3rzano_S%C3%A1nchez#Ibilbidea

Día 27 de octubre de 2022, jueves

 

La Voz de Enfermería en la Enciclopedia Auñamendi

Primera parte: http://www.euskomedia.org/aunamendi/39190

Segunda parte: http://www.euskomedia.org/aunamendi/39190/132780

 

Foto 14 Theodore Fliedner, Friederike Fliedner y Florence Nightingale con sus enfermeras. Florence Nightingale fundó en Londres la famosa Escuela Nightingale para la Formación de Enfermeras, en el St. Thomas Hospital, dignificando así esta profesión

 

El legado del enfermero Manuel Solórzano. Antton Iparraguirre. Artículo del Diario Vasco de San Sebastián. Lunes, 7 de agosto de 2023

https://www.diariovasco.com/gipuzkoa/historia/legado-enfermero-manuel-solorzano-enfermeria-gipuzkoa-donostia-blog-manuel-solorzano-20230807210304-nt.html

 

Manuel Solórzano Su Legado Enfermero. Publicado el lunes día 4 de septiembre de 2023

https://enfeps.blogspot.com/2023/09/manuel-solorzano-su-legado-enfermero.html

 

Noticias de Gipuzkoa domingo 14 de abril de 2024. Mí décimo tercer libro.

Una Gota de Leche para los niños donostiarras

https://www.noticiasdegipuzkoa.eus/donostia/2024/04/14/gota-leche-ninos-donostiarras-8108257.html

 

Manuel Solórzano: curioso y defensor de su profesión

https://www.noticiasdegipuzkoa.eus/donostia/2024/04/14/manuel-solorzano-curioso-defensor-profesion-8108387.html

 

Manuel Solórzano Sánchez

Graduado en Enfermería. Enfermero Jubilado

Insignia de Oro de la Sociedad Española de Enfermería Oftalmológica 2010. SEEOF

Premio a la Difusión y Comunicación Enfermera del Colegio de Enfermería de Gipuzkoa 2010

Director y Miembro del Blog de Historia de Enfermería “Enfermería Avanza”

Miembro de la Red Iberoamericana de Historia de la Enfermería

Miembro de la Red Cubana de Historia de la Enfermería

Miembro Consultivo de la Asociación Histórico Filosófica del Cuidado y la Enfermería en México AHFICEN, A.C.

Miembro Supernumerario de la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País. (RSBAP)

Académico de número de la Academia de Ciencias de Enfermería de Bizkaia – Bizkaiko Erizaintza Zientzien Akademia. ACEB – BEZA

Comisión de Historia de la Enfermería del Colegio Oficial de Enfermería de Gipuzkoa / Gipuzkoako Erizaintza Elkargo Ofiziala

Insignia de Oro del Colegio Oficial de Enfermería de Gipuzkoa. Años 2019 y 2022

Sello de Correos de Ficción. 21 de julio de 2020 y 31 de diciembre de 2022

Premio a la Visibilización de la ACEB. 15 de mayo de 2024. Deusto Bilbao

masolorzano@telefonica.net