viernes, 13 de julio de 2012

LA PRIMERA INYECCIÓN AL HOMBRE DE PENICILINA


LA PRIMERA INYECCIÓN AL HOMBRE
Al primer hombre que se utilizó la penicilina como tratamiento fue a un policía de 43 años, llevaba cuatro meses luchando contra su enfermedad. Tenía la cara y el cráneo convertidos en una lacería de abscesos que supuraban. También en el hueso de su brazo derecho, el húmero. Todo empezó con un absceso al lado de la boca. Tenía fiebre, gran postración, insufribles dolores, inapetencia, está profundamente intoxicado, apenas le quedan glóbulos rojos en la sangre para sostener la vida que se le escapa. El laboratorio dictamina que la infección se debe al staphylococcus aureus, reforzada posteriormente por el streptococcus pyogenes. Hay que incidir todos los abscesos que se forman, y el rostro del enfermo se convierte en una criba de sajaduras. Precisa eviscerar un ojo e incidir la otra órbita. Se practican transfusiones de sangre. ¡Ah! Las sulfamidas han fracasado.


FOTO 001 Portada del libro Historia de la Penicilina de Alfonso Nadal Sauquet, 1946

Ante lo desesperado del caso, ¿quién entablaría discusión sobre el deber del médico? Es prudente, humano y científico probar la Penicilina que tanta actividad demuestra contra los estafilococos y estreptococos.

Cuando se le administra la primera inyección, la cabeza y el brazo del enfermo son un par de pus. Recibe la primera dosis por vía intravenosa, y poco más tarde de una hora se presenta un inesperado accidente. En enfermo tiene escalofríos y sufre un acceso de fiebre. Repetidas inyecciones, pues se le administran 100 miligramos cada tres horas, reproducen el ascenso térmico y la tiritona. Está visto; lo que se inyecta produce fiebre. Más esta pequeña contrariedad, que también se encargarán los químicos de solventar, queda bien pronto compensada por un hecho altamente satisfactorio: al cabo de 24 horas, cuando se llevan administrados 800 miligramos de Penicilina, el enfermo experimenta una sorprendente mejoría. La supuración del cráneo parece cesar como por encanto, y también mermen las restantes fuentes de pus. ¿Qué consecuencia se desprende de este hecho prometedor? Muy sencillo: hay que dar más Penicilina.

Y al día siguiente se le administran 100 miligramos cada cuatro horas. En el corazón de los médicos y en el del propio enfermo sonríe la esperanza. ¡Qué bella es la lucha contra la muerte! ¡Más Penicilina!

Al día siguiente, el enfermo recibe una gran transfusión de sangre, con el intento de sostener sus fuerzas mientras se produce en su organismo la deseada acción bacteriostática. En 24 horas se le administra 1 gramo de Penicilina.

Un día más. Cien miligramos cada tres horas. Gran parte de esta Penicilina ha sido recogida de la propia orina del enfermo, y, hecho curioso, esa “Penicilina recuperada” no produce escalofrío que determinaba la procedente del laboratorio. Ergo: la Penicilina es inocente de la hipertermia, que cabe atribuir a alguna sustancia pirógena que acompaña a la noble sustancia y de la que ésta se desprende en su tránsito a la orina, como si el propio organismo la depurase.

Al día siguiente persiste la mejoría. ¿Es una victoria? Pues la Penicilina empieza a escasear y ya no puede sostenerse el insistente ritmo de su administración periódica.

Al día siguiente se escriben parecidas palabras a las que han justificado tantos partes de rendición: Agotado el suministro de Penicilina. En cinco días se administraron 4,4 gramos. La mejoría del enfermo había sido extraordinaria: recuperó el apetito, no tuvo fiebre, las infecciones del rostro y de la cabeza se habían resuelto. Tosía aún, los esputos contenían estreptococos.

Diez días de estacionamiento. De zozobra, de esperanza. La vitalidad del enfermo languidece, empeora, especialmente en su aparato respiratorio, y finalmente se extingue. Como en la primera infección experimental, los investigadores se lamentan: ¡si hubiesen tenido más Penicilina!

Hay que producir más, mucha más, grandes, inmensas cantidades de Penicilina. Es el estribillo machacón en toda la Historia de esta substancia. Es lo que adelante ya exige, no el interés de la investigación, sino de los enfermos. Es lo que reclaman los servicios hospitalarios de todo el mundo. Es, aunque tácita, la última orden del pobre policía.

DEL POLVO PARDO A LA PENICILINA CRISTALIZADA
Llegó un momento, cuando la Penicilina alcanzaba alrededor de las 100 unidades por miligramo, en que la Clínica se declaró satisfecha con el grado de purificación alcanzado.

El camino recorrido cronológicamente:
Año 1940. Se publica una primera nota acerca de la Penicilina, y aunque no se describen los métodos de cultivo, determinación y extracción de la misma, se manifiesta que las experiencias de laboratorio se han realizado con Penicilina en bruto en forma de “polvo pardo”. El polvo contenía sólo 1 – 2 % de Penicilina pura. De modo que la actividad de la misma no pasaba de 10 – 20 unidades por miligramo.


FOTO 002 Sir Alexander Fleming, Profesor de Bacteriología de la Universidad de Londres, descubridor de la Penicilina. Sir Howard Walter Florey, Profesor de Bacteriología de la Universidad de Oxford, jefe del equipo de investigadores que logró dar aplicación terapéutica al descubrimiento de Fleming. Ernest B. Chain, Profesor de Patología Química de la Universidad de Oxford, artífice de la obtención de la Penicilina

Año 1941. Se describen los medios de cultivo y extracción. El máximo de pureza alcanza al 5 %, de modo que la actividad es de 50 unidades por miligramo. La penicilina llega  ala clínica. Se descubre la presencia de “pirógenos”, que se eliminan con la adopción del método cromatográfico.

Año 1942. Lo más notable es la obtención de una sal de Bario que presupone las 500 unidades de actividad por miligramo, o lo que es lo mismo un 50 % de pureza la “semi Penicilina”.

Año 1943. Los químicos de Oxford, Chain y Abraham, han obtenido la valiosa colaboración de los doctores Baker y Robinson del Dynson Perrins Laboratory. Se obtienen preparados de gran pureza 650 – 1.000 unidades Oxford. Otros investigadores, Duffin y Smith descubren el ácido penicílico.

Año 1944. Mutismo total. No se habla de la Penicilina para nada, las revistas profesionales dejan de publicar artículos referentes a la Penicilina, su cultivo, extracción y purificación.

Pero se sigue investigando con el fondo de la cruel imagen de la guerra. Los químicos de Inglaterra y de los Estados Unidos son tan beligerantes como sus conciudadanos, y si dejan de publicar sus progresos en las revistas científicas es porque el enemigo acecha y la Penicilina se ha convertido en… secreto de guerra. La Penicilina se ha erigido en la gran salvadora de vidas. Víctimas civiles de los bombardeos aéreos, soldados heridos en los campos de batalla, deben a esa maravillosa sustancia la sobrevivencia. Y para que el enemigo no se beneficie de ella, se prohíbe la publicación de los detalles técnicos. Una cortina de humo se cierne sobre los trabajos y progresos referentes a la Penicilina, pero tanto en Inglaterra como en América, sin decir el cómo, el cuándo ni el porqué, se da la gran noticia de haber obtenido la “Penicilina Cristalizada”, 1945.

EL “ESTIRÓN” DE LA PENICILINA
Si repasamos la historia del primer caso el policía, se le había administrado 4,4 gramos de Penicilina administrada en cinco días, presuponiendo más de 400 litros de cultivo y fue muy poca sustancia para administrar.

El segundo caso clínico experimentado fue el de un muchacho de 15 años que llevaba alrededor de un mes sufriendo una infección por estreptococos reiteradamente “sulfamidada” sin éxito. A este enfermo se le pudo administrar una dosis total de 3,4 gramos de Penicilina arrebañándola de todas partes, de la orina del policía. Se pensaba que al ser joven el paciente con la dosis de 3,4 gramos bastarían para atajar la enfermedad. No fue así. Pero no dejó de presentarse una gran mejoría transitoria del estado general.


FOTO 003 Ampollas de Penicilina para uso clínico, polvo pardo en 5.000 unidades Florey

El primer éxito llegó con un paciente que presentaba carbunco. Durante dos meses hicieron acopio de grandes cantidades de Penicilina para poderla emplear sin desmayo cuando la ocasión lo requiriera. Cuando ésta se presentó, prodigaron la Penicilina a manos llenas. Empezóse por administrar 1 gramo en las primeras cinco horas y poco menos de tres gramos en el primer día. Luego unos 2,5 gramos diarios, de manera que al quinto día de enfermedad se habían administrado más de 10 gramos de Penicilina, y la administración continuó, aunque a ritmo más lento, unos pocos días más. Resumiendo, la sangre acusó continuamente una reacción bacteriostática, y el enfermo sanó y fue dado de alta en dieciséis días. El tratamiento sólo había durado una semana. Este era el buen camino.

La dosis terapéutica de Penicilina eran 15.000 unidades, y se debían repetir cada tres horas.

LA PENICILINA Y LA GUERRA
En pleno siglo XVI florece un genio “Ambroise Paré”, empezó de barbero, era el tiempo de los “barberos sangradores o cirujanos barberos” y acabó de cirujano habilidísimo. La situación quirúrgica en aquella época decía así: “señores, respondo de mi habilidad, pero no respondo de la operación; unos pacientes se morirán y otros sanarán, y Dios sobre todos”. Como si dijéramos, Ambroise paré se lava las manos… Los pacientes se morirán, pese a la habilidad de los cirujanos, precisamente porque éstos no se lavarán las manos en mucho tiempo.

Ambrosio Paré, un aprendiz de Barbero. Publicado el domingo día 20 de junio de 2010

Llegando al siglo XIX, la opinión de los cirujanos acerca de la práctica quirúrgica en tiempos de paz. Velpeau decía: El pinchazo de una aguja es puerta abierta a la muerte”; puerta que el escalpelo se encargaba de agrandar. Y la incisión de un panadizo podía acarrear tan malas consecuencias como no sajarlo. Verneuil se lamentaba de que “ni las indicaciones más precisas, ni las previsiones más racionales, abstención, conservación, mutilación restringida o radical, desbridamiento preventivo o consecutivo, curaciones raras o frecuentes, emolientes o excitantes, secas o húmedas, con o sin drenaje, nada daba resultado”.

¿Y si miramos lo que acontecía en la cirugía de guerra? Pues sencillamente peor. Sedillot, el de la palabra microbio, se plañía de la “espantosa mortandad de heridos por armas de guerra” y de que los “lugares donde se encuentran los heridos se reconocen por el olor a supuración y a gangrena”. Landouzy decía que el pus “parecía brotar por todas partes, como sembrado por los cirujanos”, y Denonvilliers advertía a sus alumnos: “antes de efectuar una amputación, es menester reflexionar diez veces, porque, al decidir la operación, firmamos a menudo una sentencia de muerte”.

Eran tiempos aquellos, como dice Vallery Radot, en que “sólo se oía hablar de pioemia, gangrena, erisipela, septicemia e infección purulenta”; y Nelaton prometía una estatua de oro a quien hallase el modo de vencer a la última infección.

Por aquel entonces la cirugía ya había uncido a su carro uno de los cuatro caballos con que emprendería su carrera triunfal: la anestesia, Pasteur con la bacteriología, aconsejaba flamear los instrumentos de uso quirúrgico, calentar las vendas e hilas a 140º antes de usarlas, y la utilización de agua hervida. Pasteur decía: que si el tuviese el “honor de ser cirujano”, se serviría de instrumentos perfectamente limpios al uso bacteriológico, es decir, estériles y lavaría las manos. Así fue cómo Joseph Lister, que sólo por haber sabido “ver y comprender” en aquellos tiempos en que los cirujanos estaban ciegos, merecería el renombre de grande. Lister se lava las manos sin metáfora, obliga a hacer lo mismo a sus ayudantes; y se erige en el campeón del ácido fénico. La mortandad disminuye en sus salas, finalmente su técnica se impone.

Los guantes del amor. Publicado el sábado día 13 de marzo de 2010

La cirugía tenía tres obstáculos principales: el dolor, por el que era cruel; la infección, por lo que era mortífera, y las dificultades anatómicas, que obligaban a una verdadera servidumbre por conservar las venas y las arterias, había que ligar todo vaso que sangraba antes de proseguir con la operación, si no se quería perder al enfermo por hemorragia.

HERIDAS EN LA GUERRA
Cuando suena el tableteo de las ametralladoras con el bronco acompañamiento de los cañones, la situación es muy distinta; el Puesto de Clasificación y el Hospital Base parecen estar a muchas horas de distancia, y pese a la voluntad y abnegación de las enfermeras, camilleros y ambulancias, excepcionalmente se logra llegar a manos del cirujano de campaña dentro del “espacio libre”. También es distinta la índole de las heridas; abundan las producidas por arma blanca, arma de fuego, por proyectil o casco de metralla. En este último caso los destrozos ocasionados son grandes; pero no le van a la zaga las ocasionadas por bala.

Las balas actúan, más que por la masa, por su gran velocidad. Así tienen una acción principalmente penetrante: atraviesan la piel dejando un pequeño orificio de entrada y otro de salida. Si juzgáramos los destrozos internos por la magnitud de ambos orificios, correríamos el riesgo de equivocarnos lamentablemente; la masa muscular ha sufrido un fenómeno de estallido proporcional a la fuerza viva del proyectil; indefectiblemente la bala arrastró consigo cuerpos extraños, tierra y principalmente ropa que dejan la herida como carne mechada, tierra y ropa que son un vehículo idóneo de microbios. Si se descuidan estas heridas, aparecerá la terrible gangrena gaseosa, y el herido correrá e peor riesgo de su vida.

¿Cuál debe ser la conducta del cirujano respecto de estas heridas?
Ya vimos el desconcierto reinante en el siglo XIX, y sin embargo no faltó quien anticipándose a los estudios de Friedrich y sin tener noticia de la existencia de los microbios, había acertado con la técnica adecuada. Dominique Larrey, médico jefe de los ejércitos napoleónicos, había escrito: “Para evitar las graves complicaciones, tan frecuentes en estas heridas, y prevenir su término fatal, empleo sangrías revulsivas (ventosas escarificadas) sedantes y régimen antiflogístico, con sorprendente éxito, después de haber, en toda ocasión y contra la opinión de muchos autores ingleses y franceses, desbridado amplia y profundamente la entrada y salida de los proyectiles”.

La mayoría de los médicos no le hicieron caso y los hospitales olían a podredumbre y a gangrena.

La dolorosa experiencia de la primera guerra europea dio sobrados motivos para confirmar las aseveraciones de Friedrich, que datan de 1890. El cirujano que suturaba transgrediendo la ley del “espacio libre” se convertía en colaborador más directo de la gangrena. No sin resistencia los cirujanos se desacostumbraron de coser, para sólo cortar.

Por el orificio de entrada, el dedo del cirujano hurga buscando fondo, y con el bisturí, y mejor aún con las tijeras, corta piel, aponeurosis y músculo, en seguimiento del dedo. De este modo se practica un amplio desbridamiento que no deja recovecos donde aniden los terribles clostridia, agentes de la gangrena gaseosa, que deja a cielo abierto las galerías formadas por el proyectil, y con contraaberturas en lo que serían pozos muertos.

El cirujano de guerra, contrariamente a su colega civil, se preocupa de abrir más la herida, de ampliarla en lugar de coserla; prácticamente prescinde del “espacio libre”, dada la imposibilidad de vigilar el curso del herido, que será mandado a la retaguardia. Durante la primera guerra mundial se hizo un uso intensivo del hipoclorito, con el laudable intento de adelantar el tiempo de sutura, pero si recordamos los estudios de Fleming acerca de los antisépticos, comprenderemos la poca confianza que merecen los antisépticos en general. Con la herida abierta, ampliamente desbridada, sin dejar repliegues por poner a plano, se puede confiar al soldado a la larga, y a menudo lenta, teoría de las evacuaciones. En estas circunstancias, la sabia naturaleza pondrá generosa el resto.


FOTO 004 Barón Jean Dominique Larrey, 1766 - 1843

En el número 4 de 2008 de “Medicina e Historia” está dedicado al paso de Dominique Larrey por España (1808-1809). Dominique nació el 8 de julio en Baudéan, Hautes Pyrenées, huérfano a los 13 años, empezó su aprendizaje médico-quirúrgico con su tío Alexis, cirujano jefe del hospital Saint Joseph de la Grave de Toulouse. Tras cursar sus estudios de cirugía en Toulouse y París se convierte en médico militar napoleónico y crea el transporte por ambulancia, introduce los principios de la sanidad militar moderna, realizando los primeros triajes en los campos de batalla y establece un orden de prioridad en la asistencia de los heridos independiente a su rango e incluso al ejército al que pertenecían. Este número repasa las dos estancias de Larrey en España, la primera participando en la guerra de nuestro país contra la Revolución y la segunda al inicio de la Independencia. (1)

LA PENICILINA EN LOS HOSPITALES BASE Y PUESTOS DE CLASIFICACIÓN
El resto es la cicatrización lenta, llamada por segunda intención. El boquete abierto por el proyectil y agrandado por el cirujano se rellena de tejido de “granulación”, constituido por células de tejido conjuntivo jóvenes que, al llegar al estado adulto, se convertirán en fibroblastos, encargados de retraer los bordes de la herida, de desequilibrar la anatomía de la región afecta, traducida por rigideces y limitación de movimiento. Lo que, si se salva la vida, no constituye un tributo gravoso.

Conocida la acción de la Penicilina contra los tres gérmenes “malos” de las heridas de guerra: streptococcus pyogenes, estafilococo y clostridia, Florey la lleva consigo a la campaña del Mediterráneo. Se trata de averiguar el método mejor y más económico para evitar las septicemias en los soldados heridos. Por consiguiente se dará preferencia a la aplicación local, reservándose la vía general para los casos en que, por la extensión y profundidad de las lesiones, se puede presumir el fracaso de la primera.


FOTO 005 En esta placa realizó Fleming su gran descubrimiento. Método de la Placa acanalada. La operación de llenar los frascos para cultivo de penicillium notatum debe ser cuidadosa para prevenir contaminaciones

Se empezó tratando pacientes que llevaban de tres semanas a cuatro meses con su herida séptica y en los que las sulfamidas se habían demostrado inútiles, es decir, se empezó por tratar infecciones crónicas. Cuando se trataba de heridas de tejidos blandos se lograron grandes éxitos con la aplicación local de Penicilina, pero los resultados ya no fueron tan brillantes cuando se intentó tratar las fracturas abiertas, es decir, aquellas en que el boquete de la herida comprende también un hueso fracturado, aunque algunas se curaron con administración general. De todos modos se consideró que el tratamiento en fase tan avanzada de la infección, constituía un derroche del precioso material y de trabajo por parte del personal médico. La Penicilina pasaría al Hospital Base avanzado.

En él se reciben a los heridos procedentes del Puesto de Clasificación, donde han sido tratados conforme a la ortodoxia de guerra: desbridamiento y dejar la herida ampliamente abierta. En el Hospital base se deja cicatrizar a la mayoría de heridas por granulación, pero cuando ofrecen un aspecto sumamente favorable se procede a la sutura tardía o al injerto, no siempre con éxito, pues que la mayoría contiene organismos patógenos y se infectan.

En el Hospital Base, la Penicilina revoluciona la ortodoxia del tratamiento de las heridas de guerra. En lugar de atender a que la herida cierre por granulación, se disecan los bordes de la piel para que puedan deslizarse sobre los tejidos subyacentes. Así se pueden aproximar mediante suturas cutáneas de las llamadas a distancia, que se refuerzan con suturas musculares. Por entre los bordes aproximados de la piel se introduce una serie de finos tubos de goma que llegan al fondo de la herida y por los que se puede inyectar la solución de Penicilina, que contiene 250 unidades por centímetro cúbico. La inyección se repite dos veces al día durante 4 o 5 días. Así se adelanta la cicatrización de las heridas que, por lo común, se realiza en 10 a 12 días. De un grupo integrado por 171 casos, se había conseguido a las tres semanas la completa cicatrización de 104; en 60 quedaban pequeñas áreas de granulación, y sólo en 7 podía considerarse fracasado el procedimiento.

De manera que, en lugar de dejar la herida a plano, se procura que forme una bolsa capaz de contener Penicilina, y si ésta puede alcanzar todos los rincones sin dejar espacios muertos, se encarga de esterilizar la herida y adelantar la cicatrización. Se considera que la cicatrización se presenta en la mitad del tiempo acostumbrado y se reduce el tamaño de la cicatriz, así como la importancia de la rigidez y limitación de movimientos. La Penicilina, sobre salvar vidas, acorta la permanencia de los heridos en el Hospital y reduce la invalidez.

Entonces se pensó en llevar la Penicilina a los mismísimos Puestos de Clasificación, con el afán profiláctico de evitar la infección en las heridas. Para ello se insuflaba un polvo integrado por una mezcla de sulfamidas y penicilina con 5.000 unidades de esta última por gramo, y los heridos así tratados pasaban luego al Hospital Base, donde se pudo comprobar que la mitad de las heridas ya estaban estériles. Allí se procedía a la “sutura con tubos” con óptimo resultado. En especial la insuflación en los Puestos de Clasificación se vio que era sumamente recomendable para las fracturas abiertas.

Vemos, pues, que la Penicilina se arriesga cada vez más en la proximidad de los combates, donde alcanza el fragor de la batalla, el sordo zumbido de los cañones y a veces el mismísimo estallido de las granadas. Allí, en el Puesto de Clasificación, donde todo es dolor, tumulto, confusión hacinamiento de cuerpos desgarrados, donde la carne malherida domeña el espíritu de los más indómitos, donde los hombres gimen y se vuelven niños y llaman a sus madres… la Penicilina cumple su obra de misericordia, ahuyenta las sombras de la muerte, ocupa el primer puesto en esa “batalla al revés”, sin clarines ni charangas, de los hospitales de sangre, donde unos hombres abnegados tratan de enaltecer a la humanidad…


FOTO 006 Enfermero inyectando penicilina. Salvó cientos de miles de vidas en la Segunda Guerra Mundial

CONCLUSIÓN
Este es el camino de la Penicilina, sustancia producida por un hongo, el penicillium notatum, y descubierta por Fleming, figura capital con Pasteur y Koch de la bacteriología contemporánea.

La Penicilina nace de un simple hecho fortuito, de la contaminación de un cultivo, elocuente expresión del lenguaje empleado por la Naturaleza para ilustrar al hombre. Sólo que para entenderlo hay que ser un Fleming, saber “mirar y ver”, como hemos visto en esta Historia de la Penicilina.

Es posible que en el curso del tiempo, dicha sustancia quede superada por otros “antibióticos” más enérgicos, pero siempre le cabrá el honor de haber abierto nuevas rutas al hombre en busca de su remedio.

AGRADECIMIENTO
Koldo Santisteban Cimarro

BIBLIOGRAFÍA
(1) Medicina e Historia número 4 de 2008

Alfonso Nadal Sauquet. Historia de la Penicilina. La aventura del hombre. Colección dirigida por José Janés. Ediciones Lauro 1946

AUTORES
Raúl Expósito González
Enfermero. Servicio de Anestesia y Reanimación. Hospital “Santa Bárbara” de Puertollano. Ciudad Real. Experto en Barberos, Ministrantes y Sangradores

Jesús Rubio Pilarte
Enfermero y sociólogo. Profesor de la E. U. de Enfermería de Donostia. EHU/UPV
Miembro no numerario de La RSBAP

Manuel Solórzano Sánchez
Enfermero Servicio de Oftalmología
Hospital Universitario Donostia de San Sebastián. Osakidetza /SVS
Vocal del País Vasco de la SEEOF. Insignia de Oro de la SEEOF
Miembro de Eusko Ikaskuntza
Miembro de la Sociedad Vasca de Cuidados Paliativos
Miembro Comité de Redacción de la Revista Ética de los Cuidados
M. Red Iberoamericana de Historia de la Enfermería
Miembro no numerario de La RSBAP

4 comentarios:

Investigador Manuel Velandia dijo...

Querido Manuel ¿Cómo son los hombres de penicilina?. Lo correcto es: LA PRIMERA INYECCIÓN DE PENICILINA AL HOMBRE. Un buen texto que pierde fuerza por un titular gramaticalmente mal construido.

Anónimo dijo...

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